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Absolutismo ilustrado



El despotismo ilustrado es un concepto político que surge en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII. Se enmarca dentro de las monarquías absolutas y pertenece a los sistemas de gobierno del Antiguo Régimen europeo, pero incluyendo las ideas filosóficas de la Ilustración, según las cuales, las decisiones humanas son guiadas por la razón.

Aunque el término fue acuñado por historiadores alemanes[1]​ en el siglo XIX,[2][3]​ actualmente se prefiere el término absolutismo ilustrado para así contrastarlo con el absolutismo clásico.[2]

Los monarcas de esta doctrina, como Carlos III de España,[4][2]Catalina II de Rusia,[2]Gustavo III de Suecia,[3]José I de Portugal, María Teresa I de Austria[3]​ y su hijo José II de Austria,[2]Federico II de Prusia[3][2]​ y Luis XVI de Francia, contribuyeron al enriquecimiento de la cultura de sus países y adoptaron un discurso paternalista. En algunos casos, fueron inspirados por y delegaron en personajes omnipotentes de su confianza,[3]​ como en el caso del marqués de Pombal en el Reino de Portugal,[3]​ de Gaspar Melchor de Jovellanos en España, de Bernardo Tanucci en el Reino de Nápoles o de Guillaume Du Tillot en el ducado de Parma.[3]

A pesar de que los filósofos ilustrados criticaron la política y la sociedad de su época, no pretendieron que los cambios se dieran por la vía revolucionaria; confiaban más bien en un cambio pacífico orientado desde arriba para educar a las masas no ilustradas. Varios monarcas aceptaron las ideas propuestas por la Ilustración y dieron origen al despotismo ilustrado.

Los problemas del Estado absolutista requerían de la colaboración de personas calificadas y con nuevas ideas, dispuestos a reformar e impulsar el desarrollo político y económico de las naciones. El monarca ilustrado es un soberano que acepta los principios de la Ilustración y desea ponerlos en práctica para lograr una mayor eficiencia del Estado, en beneficio de este y de los súbditos.

El temor a la innovación es sustituido por una creencia en la posibilidad de alcanzar un futuro mejor, no por un cambio súbito, sino por una paciente labor educativa y legislativa, para la cual se necesitaba la colaboración de los ilustrados, cuyas ideas no constituían un pensamiento meramente especulativo, sino que se convertirían en programas de gobierno y se llevarían a la práctica.

La frase originaria es «Tout pour le peuple, rien par le peuple» (en español, «Todo para el pueblo, nada (hecho) por el pueblo», suele citarse en español como «Todo por el pueblo, pero sin el pueblo».

Su uso se extiende desde finales del siglo XVIII como lema del despotismo ilustrado, caracterizado por el paternalismo, en oposición a la opinión extendida desde los enciclopedistas que veía necesario el protagonismo y la intervención del pueblo en los asuntos políticos, incluso asignándole el papel de sujeto de la soberanía (principio de soberanía popular de Rousseau).

Esta frase implicaba que el gobierno realizaba medidas para el "pueblo", o para su mejora; pero las decisiones eran tomadas sin la participación ni intervención del pueblo.

Este sistema, visto como una etapa madura del absolutismo monárquico, decayó en los últimos años del siglo XVIII. Las ideas de la Ilustración, adoptadas por estos monarcas, fueron también la mecha que prendió en los sentimientos de las clases desfavorecidas —en especial la burguesía, que cobraba mayor relevancia — para combatir a un sistema absolutista voraz y generador de desigualdad social, y encaminarse hacia un gobierno constitucional.

Toda la corriente racionalista y empirista, representada por la ilustración, tenía como fin la crítica del orden vigente y su transformación en un orden adecuado a la naturaleza humana y, por lo tanto, más idóneo para la consecución de la felicidad. Este esfuerzo se vio acaudillado en Francia por los filósofos más famosos de la ilustración: Charles de Secondat, barón de Montesquieu y François-Marie Arouet (Voltaire). Ellos fueron los divulgadores ideológicos que tuvo la burguesía en su pugna por el poder.

En su obra Leviathan, Thomas Hobbes contribuye a nutrir las corrientes del despotismo ilustrado, que veía al Estado como garante y tutor del pueblo que sufría un estado de minoría de edad permanente.

Como presidente del Parlamento de Burdeos, Montesquieu ejerció una considerable influencia en la formación de la conciencia burguesa en el siglo XVIII. En realidad, era un aristócrata conservador que defendía al Parlamento como fundamento de los privilegios políticos de la nobleza frente al absolutismo real.

El espíritu de las leyes (1748) está considerada su obra más importante y fue el ideario político de la nueva generación. En ella explica cómo las leyes derivan de una serie de factores físicos, sociales e históricos: "las leyes tienen sus leyes". Estas tienen su propia grandeza, incluso frente a la debilidad de los legisladores. Existen, según Montesquieu, tres formas de gobierno (republicana, monárquica y despótica), y la mejor será aquella en que estén separados los tres poderes: legislativo (el que hace las leyes), ejecutivo (el que las hace cumplir) y judicial (el que dictamina la justicia).

El poder legislativo debía estar en las asambleas parlamentarias (formadas por la aristocracia), que actuarían además como intermediarias entre el ejecutivo (monarca) y el resto de la nación.

Montesquieu fue el proclamador en el continente de las ideas políticas del filósofo inglés John Locke.

Ya anciano, desde su castillo de Ferney, Voltaire fue el «rey» de toda la Europa intelectual. Sus cartas llegaron a todos los salones ilustrados del mundo entero y fueron leídas con avidez y admiradas.

Introdujo en Francia la filosofía de Newton con una prosa fácil y brillante. Se negó a resolver los grandes problemas metafísicos y con su espíritu agudo trató todos los problemas que sufría el pueblo en su época. Fue el principal impulsor y representante del Siglo de las luces. Según Voltaire, una política fuerte es la salvaguardia de la libertad. No cree en la igualdad y le parece beneficiosa la jerarquía social.

Considera la educación como fundamental para el progreso, pero no debe generalizarse. En religión es deísta, es decir, cree en un Ser Supremo, pero lo relega a la función de Creador o primer motor de la existencia. Es además, profundamente anticlerical («hay que tener una religión y no creer en los sacerdotes), partidario de las reformas administrativas y civiles (prohibición de la tortura, de la pena de muerte y de las detenciones arbitrarias; mejora de los repartos de impuestos; unidad legislativa y supresión de aduanas interiores). En sus obras Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y el Diccionario filosófico ataca los grandes principios de la época y combate el despotismo y la autoridad.

Tanto Montesquieu como Voltaire representaban la tendencia racionalista de los ilustrados, pero se produjo también una reacción de carácter naturalista, cuyo representante en Francia más destacado fue Jean-Jacques Rousseau. La personalidad ardiente y apasionada de Rousseau le llevó a desdeñar los principios fríos y racionalistas de sus antecesores ilustrados.

Las primeras obras de este pensador que alcanzaron la fama fueron las de carácter social y pedagógico: Nueva Eloísa y Emilio, en las que exponía la virtud de un retorno a la naturaleza, desplegando las naturales cualidades humanas del amor, generosidad y piedad, y abandonando la educación intelectualista por otra basada en los conocimientos físico naturales y artísticos.

Sus opiniones religiosas son menos audaces que las de Voltaire y Diderot, no así sus ideas políticas, que expone en El discurso sobre la desigualdad y en El contrato social. El ser humano, para Rousseau, es naturalmente bueno, pero la civilización lo corrompe. La iniquidad comenzó con el primero que dijo "eso es mío", dando origen a la propiedad, y con ella a esta sociedad. El "Contrato" es un pacto que garantiza la igualdad de la sociedad civil, desigual a causa del primer pacto inocuo. Este contrato social consiste en el pasaje de la sociedad civil a una república, donde la sociedad es al mismo tiempo súbdita y ciudadana. Es ciudadana en el sentido en que constituye la soberanía; es decir, dejando de lado los intereses particulares de cada individuo y apelando a la voluntad general del pueblo. Es entonces que se proclaman leyes generales y se conforma el poder legislativo, poder soberano de esta república. La sociedad es asimismo súbdita, ya que todos tienen la obligación de obedecer estas leyes. Esta doble función de la sociedad apela a la soberanía del pueblo, ya que no hay mayor autonomía que el seguimiento estricto de leyes impuestas por uno mismo. Sin embargo, para el buen ejercicio de estas leyes, es necesario un gobierno que las ejecute. De esta necesidad nace el poder ejecutivo, que se somete al poder legislativo (es decir, al pueblo), y actúa en sintonía a estas leyes. Rousseau no explícita la mejor forma de gobierno, simplemente afirma que este debe ser inversamente proporcional al tamaño de la población. Es decir, democracias para estados pequeños, aristocracias para estados intermedios, y monarquías para los grandes estados.



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