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Atenágoras de Atenas



Atenágoras (s. II) fue un filósofo cristiano de Atenas, según se lee en el título de su Apología.

Este autor compuso una de

Apologista cristiano de la segunda mitad del siglo II, de quien sólo se sabe que fue un filósofo ateniense y un converso al cristianismo. De sus escritos sólo se han conservado dos piezas genuinas: su “Apología” o “Embajada por los Cristianos” y un “Tratado sobre la Resurrección”. Las únicas alusiones a él en la literatura cristiana primitiva son las citas acreditadas de su “Apología” en un fragmento de San Metodio de Olimpo (m. 312) y los detalles biográficos poco confiables en los fragmentos de la “Historia Cristiana” de Felipe de Side (c. 425). Puede ser que sus tratados, circulando anónimamente, fueron en un tiempo considerados como la obra de otro apologista. Sus escritos atestiguan su erudición y su cultura, su poder como filósofo y retórico, su fina apreciación del temperamento intelectual de su época, y su tacto y delicadeza al tratar con los poderosos oponentes de su religión.

Hacia 177-178 compuso Atenágoras una Súplica en favor de los cristianos, escrito que envió a los emperadores Marco Aurelio Antonino y su vástago Lucio Aurelio Cómodo, «arménicos, sarméticos y, lo que es máximo título, filósofos». En dicha Súplica defiende a los cristianos de las tres principales acusaciones que contra ellos se lanzaban desde la parte pagana: ateísmo, antropofagia e incesto. Desde las primeras frases, la Apología se hace notar por la moderación y por la cortesía de sus expresiones. Es una pieza maestra por su alto vuelo literario, por la lealtad de su argumentación y por la vasta erudición que en ella revela el autor. Su composición es clara y metódica, la fraseología redonda y rica en ideas, el razonamiento firme y vigoroso, el estilo sobrio, hasta rozar a veces la sequedad, pero siempre preciso. El conjunto de todo este escrito revela al verdadero filósofo y al maestro que discute según las reglas. En ella, a una habilidad dialéctica, mayor que la demostrada por San Justino en sus escritos, se añade una actitud más benévola y comprensiva, con respecto a la filosofía, que la demostrada por Taciano, contemporáneo suyo.

Escrita en vísperas de las matanzas de Lyon, la Apología contiene párrafos verdaderamente conmovedores como éste:

Lógica, aunque siempre respetuosa, es la conclusión: "Todo el Imperio goza de una paz profunda; solamente los cristianos son perseguidos, ¿por qué? Si se nos puede convencer de crimen, aceptamos el castigo; pero si somos perseguidos sólo por el hecho de llevar un nombre, entonces apelamos a vuestra justicia".

Otra obra que poseemos de Atenágoras es el tratado Sobre la resurrección de los muertos, ya anunciada al final de su Apología (cap. 36 y 37). En un estudio reciente R. M. Grant ha intentado probar que no es obra de Atenágoras, sino un escrito poco anterior al año 310, que pertenecería a la literatura origenista. El códice de Aeta, del año 914, sin embargo, dice expresamente que es obra de Atenágoras y la pone inmediatamente después de la Apología. El dogma en ella defendido es uno de los que los paganos admitían con mayor dificultad, como ya aparece en el discurso de San Pablo en Atenas (Act 17, 16-34), mientras para los cristianos, atribulados por el dolor y la persecución, resultaba uno de los más caros: la resurrección de los muertos. Es una discusión clara y fácil, dirigida a los filósofos, que se mantiene siempre en el terreno de la pura dialéctica.

Pretende, ante todo, demostrar la unicidad de Dios, frente al pluralismo politeísta de los paganos. Con este fin se empeña en demostrar, por vía especulativa, la unidad de Dios, atestiguada por los profetas. Sus argumentos tal vez no alcancen la precisión de una filosofía técnica, pero indudablemente ofrecen una sólida base de reflexión. En Atenágoras aparecen ya algo desarrolladas las primeras pruebas racionales de la existencia de Dios. La prueba favorita para él la constituye el orden del mundo. En el cap. 16 de su Súplica expone sus puntos de vista sobre el orden cósmico, atribuyendo la hermosura del mundo al Creador al considerar la naturaleza corruptible de lo creado; argumento reforzado en el cap. 22 al rechazar las mitologías paganas y por la comparación que establece entre el mundo y un navío, que, por muy perfecto que sea, necesita de un piloto que lo conduzca. A partir de Atenágoras esta prueba de la existencia de Dios por la vía del orden y del fin, aparece reproducida en todos los apologistas cristianos, aunque con diversos matices.

Atenágoras es un excelente expositor de la fe en la Trinidad Santa. En él encontramos también los primeros intentos de explicación científica del la Trinidad. Algunos han pretendido acusarle de subordinacionismo, pero no creemos que haya fundamento serio para tal aserto. Con mayor nitidez que los demás apologistas del s. II, afirma la unidad y la igualdad de las tres divinas Personas. Parece temerario tildar de subordinacionista a un autor que, en pleno s. II, esto es, mucho antes del concilio de Nicea, escribe en su Apología: «Así. pues, suficientemente queda demostrado que no somos ateos, pues admitimos a un solo Dios... ¿Quién, pues, no se sorprenderá de oír llamar ateos a quienes admiten a un Dios Padre ya un Dios Hijo y un Espíritu Santo, que muestran su potencia en la unidad y su distinción en el poder?» (Súplica, X).

Interesante es también la doctrina de Atenágoras sobre el matrimonio y sus fines. Para él la procreación es el primero y el último fin del matrimonio. «Al modo que el labrador echada la semilla en la tierra, espera a la siega y no sigue sembrando, así, para nosotros, la medida del deseo es la procreación de los hijos» (Súplica, XXXIII). En otros textos Atenágoras muestra la lucha que el cristianismo primitivo hubo de sostener para defender el derecho a la vida de las criaturas antes de nacer. Contra los paganos, que acusaban a los cristianos de cometer crímenes en sus funciones de culto, escribe: «Nosotros afirmamos que los que intentan el aborto cometen homicidio y tendrán que dar cuenta de él a Dios; entonces, ¿por qué razón habríamos de matar a nadie?... No, nosotros somos en todo y siempre iguales y acordes con nosotros mismos, pues servimos a la razón y no la violentamos» (Súplica, XXXV). Acérrimo defensor de la indisolubilidad del matrimonio, lleva su doctrina hasta el extremo de creer que ni siquiera la muerte puede disolver el vínculo matrimonial. En consecuencia, para él las segundas nupcias son «un adulterio decente».

Tal vez menos original que San Justino y Taciano, conviene hacer resaltar que él señala indudablemente un momento importante en la historia de las relaciones entre el cristianismo y la filosofía. Platónico de mentalidad, hace resaltar las concordancias que existen entre razón y fe. En sus discursos toma de la filosofía su método y sus formas, pero como buen filósofo cristiano procura mantener un sano equilibrio entre razón y fe. A pesar de su liberalismo filosófico y a pesar de la tentativa de una demostración racional de la fe, Atenágoras atribuye exclusivamente a la Revelación el conocimiento sólido y completo de la verdad: para llegar a Dios hay que «aprender de Dios a conocer a Dios» (Súplica, VII). Su teología resulta más clara y más lógica que la de otros apologistas de su época. No cabe duda de que con Atenágoras se da un paso importante hacia la ciencia teológica, hacia las relaciones serenas y fecundas entre el mundo de la fe y el de la razón. No sabemos hasta qué punto merece crédito la noticia de Felipe de Side, que hace de Atenágoras el jefe de la escuela teológica de Alejandría, pero, en cierto modo, este ateniense recuerda el pensamiento cristiano alejandrino.



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