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Cónclave papal



El cónclave es la reunión que celebra el Colegio Cardenalicio de la Iglesia católica para elegir a un nuevo obispo de Roma, cargo que lleva aparejados el de papa (sumo pontífice y pastor supremo de la Iglesia católica) y el de jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano.

El término cónclave procede del latín cum clavis («bajo llave»), por las condiciones de reclusión y máximo aislamiento del mundo exterior en que debe desarrollarse la elección, con el fin de evitar intromisiones de cualquier tipo. Este sistema de encerrar a los electores del papa, vigente al menos desde el II Concilio de Lyon (1274), fue mitigado por Juan Pablo II en la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis (UDG), sobre la Vacante Apostólica y la elección del nuevo pontífice (22 de febrero de 1996). Se establece en ella que los electores pueden residir, mientras dura el cónclave, en la recién construida Casa de Santa Marta, una residencia al efecto en el propio Vaticano, pero manteniendo la rigurosa prohibición de cualquier clase de contacto con el mundo exterior.

Desde hace siglos, los cónclaves tienen lugar en la Capilla Sixtina del Palacio Apostólico situado en la Ciudad del Vaticano.

A los primeros obispos los designaban los apóstoles o fundadores de sus iglesias. Posteriormente, se fue introduciendo el sistema de elección por los miembros de las comunidades, clérigos y laicos, así como por los obispos de las diócesis próximas. En Roma, la elección corría principalmente a cargo de los clérigos que, bajo la supervisión de los obispos, escogían un candidato por consenso o por aclamación, presentándolo después ante el pueblo para que este lo confirmara. Los frecuentes tumultos que este sistema provocaba fueron causa de que en ocasiones se eligiera a uno o más candidatos rivales, llamados antipapas.

El año 769 el Sínodo Laterano abolió el teórico derecho de elección papal que había tenido el pueblo de Roma. El Sínodo de Roma (862) se lo devolvió, pero limitado a la nobleza de la ciudad. El cambio más trascendente lo introdujo en 1059 el papa Nicolás II, quien decretó que serían los cardenales quienes eligiesen un candidato, que solo podría tomar plena posesión tras haber recibido la aprobación de los clérigos y del pueblo. Finalmente, un nuevo Sínodo Laterano, en 1139, eliminó el requisito de la aprobación del bajo clero y de los laicos. La elección papal era ya, como hoy, competencia exclusiva de los cardenales, solo cuestionada durante el Cisma de Occidente (13781418).

Junto al propósito de evitar influencias foráneas de los poderes civiles, el enclaustramiento de los electores tuvo su origen en las prolongadas situaciones de bloqueo que a veces se daban en las elecciones papales. Las autoridades recurrieron en ocasiones a la reclusión forzada de los cardenales electores, por ejemplo, en 1216 en Perusa, y en 1241 en Roma. Es célebre también el caso de la ciudad de Viterbo donde, tras la muerte del papa Clemente IV (1268) hubo que encerrar a los cardenales en el palacio episcopal. Después de casi tres años de Sede Vacante sin que se llegase a ningún acuerdo sobre el nuevo pontífice, los desesperados habitantes decidieron no suministrar alimento alguno a los electores, excepto pan y agua. Los cardenales debieron captar la indirecta, porque se apresuraron a elegir a Gregorio X.

Este mismo papa, quizá por la experiencia vivida en su elección, aprobó normas que –mediante la presión de las incomodidades materiales- buscaban reducir al mínimo las demoras en el cónclave. A partir de entonces los cardenales debían quedar siempre recluidos en un recinto cerrado; no se les permitían las habitaciones individuales, ni disponer de más de un sirviente que les atendiera, salvo caso de enfermedad; la comida se les debía suministrar por un ventanuco y, a partir del tercer día de cónclave, el suministro quedaba reducido a una sola comida al día. A los cinco días el régimen se reducía a pan y agua. Además, mientras durase el cónclave los cardenales dejaban de percibir sus rentas eclesiásticas. Adriano V abolió estas normas en 1276, pero Celestino V las reintrodujo en 1294, después de que su propia elección se produjese tras un periodo de sede vacante de dos años.

Gregorio XV publicó dos bulas pontificias (1621 y 1622) que regulaban todos los aspectos de la celebración del cónclave. En 1904 San Pío X recogió y unificó casi todas las dispersas normas de los papas anteriores a él en una Constitución, introduciendo ciertos cambios. Pío XII añadió nuevas aportaciones en 1945, Juan XXIII lo hizo en 1962 y Pablo VI en 1975. La reciente Universi Dominici Gregis de Juan Pablo II (1996) es la última reordenación en profundidad de la normativa sobre el cónclave.

El lugar de celebración del cónclave no se estipuló oficialmente hasta el siglo XIV. A partir del Cisma de Occidente los cónclaves siempre han tenido lugar en Roma, salvo el de 1800, cuando la ocupación de la ciudad por tropas del Reino de Nápoles obligó a celebrarlo en Venecia. El último cónclave celebrado fuera de la Capilla Sixtina fue el de 1846, que tuvo lugar en el Palacio del Quirinal.

El Colegio de Cardenales ha conocido dimensiones diversas, desde los siete miembros con que llegó a contar en el siglo XIII hasta los 183 del presente. En 1587 Sixto V limitó su número a 70 miembros, divididos en tres órdenes: seis cardenales obispos, cincuenta cardenales presbíteros y catorce cardenales diáconos (aunque repartidos nominalmente en estamentos con estos nombres, en la actualidad los cardenales son siempre obispos). En el siglo XX, sobre todo a partir de Juan XXIII, el Colegio de Cardenales incrementó su número con el fin de dotarlo de la máxima representatividad geográfica y nacional posible. Con todo, en 1970 Pablo VI reservó la condición de elector a los menores de 80 años y fijó su número máximo en 120. Con la constitución en 2003 de 31 nuevos cardenales, Juan Pablo II elevó el número de electores teóricos a 135. En octubre de 2010, tras los nombramientos efectuados por Benedicto XVI de cardenales, habría 121 que reúnen la condición de electores por no haber cumplido aún la edad límite.

De acuerdo con la práctica tradicional de la Iglesia, cualquier bautizado varón podría ser elegido papa. En 1179 el III Concilio de Letrán abolió las restricciones que se habían ido introduciendo desde el siglo VIII en el sentido de limitar la condición de candidato, primero a los clérigos en general, y posteriormente solo a los cardenales aunque, en la práctica, el último papa que no era cardenal en el momento de su elección fue Urbano VI (1378). En caso de resultar elegido un presbítero, diácono o laico, y habiendo aceptado su elección, se procedería en el acto a su ordenación como obispo. Pese a todo, y dado que para ser ordenado obispo se requiere actualmente llevar al menos cinco años como presbítero y haber cumplido los 35 años, cabe pensar que solo quien cumpliese estas condiciones podría ser objeto de elección como papa.

No existe ningún requisito referente a la nacionalidad, aunque la tradición de siglos impuso la costumbre de elegir papas italianos. El polaco Juan Pablo II fue el primero no italiano desde Adriano VI, neerlandés, elegido en 1522. Las recientes elecciones de pontífices no italianos, como el alemán Benedicto XVI en 2005 y el argentino Francisco en 2013, parece abolir definitivamente la tradición en favor de los italianos. Este último, Francisco, es el último papa electo y es el primero de origen americano; por lo que hasta la fecha, no ha sido elegido ningún papa de Oceanía.

Las mujeres, al no ser elegibles para el estado clerical, tampoco pueden convertirse en papas.

Los cardenales tienen estrictamente prohibido presentar su candidatura o hacer propaganda de sí mismos. Se permite, por otra parte, el intercambio de opiniones y buscar apoyos para terceros.

Tradicionalmente, la elección del nuevo papa podía realizarse de tres modos: por «aclamación», por «compromiso» y por «escrutinio». En caso de aclamación, los cardenales escogían al candidato de forma unánime «como inspirados por el Espíritu Santo». El «compromiso» era un expediente para salir de situaciones de bloqueo, en las que de forma reiterada se hacía imposible que un candidato alcanzase los votos suficientes. Se escogía entonces una comisión reducida de cardenales que procediese por sí misma a la elección. El «escrutinio» es la forma habitual, por medio de voto secreto. La última elección por compromiso fue la de Juan XXII en 1316, y por aclamación, la de Gregorio XV en 1621. Las nuevas reglas introducidas por Juan Pablo II en la UDG declaran abolidos los procedimientos de aclamación y compromiso, por lo que la elección deberá ser exclusivamente por escrutinio.

Hasta 1179 bastó con la mayoría simple en la elección. Ese año, el Concilio Laterano III incrementó hasta los dos tercios la mayoría requerida. A los cardenales no se les permitía votarse a sí mismos. Se estableció un sofisticado procedimiento para asegurar el secreto del voto, al tiempo que se impidiera que los cardenales se votasen a ellos mismos. Pío XII (1945) eliminó este sistema, pero incrementó la mayoría a dos tercios más uno de los votos. En 1996 Juan Pablo II restauró la mayoría de dos tercios, pero no la prohibición del auto-voto. La constitución UDG establece también que pasadas 34 o 33 votaciones fallidas (según se haya realizado la primera votación el día de la inauguración del cónclave o el siguiente), los electores podrán decidir, por mayoría absoluta, si cambian las normas electorales, pero siempre conservando como requisito el de exigirse al menos la mayoría absoluta en la elección.

En una decisión poco destacada en el 2007, Benedicto XVI cambió las reglas del cónclave de 1996 emitidas por Juan Pablo II para imponer nuevamente la mayoría tradicional de dos tercios necesaria para elegir a un papa, medida tomada para evitar un pontificado en disputa.

La Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis –nombre que recibe el documento de sus primeras palabras en la versión latina: «(Pastor de) Todo el Rebaño del Señor»–, aprobada por Juan Pablo II en 1996, regula todos los aspectos de la elección de un nuevo pontífice. Aunque revoca las normas anteriormente vigentes sobre el mismo tema, la mayor parte de sus disposiciones no hacen sino confirmar muchas de las prácticas ya establecidas, algunas con cientos de años de antigüedad.

Dos son las circunstancias que pueden dar lugar al final de un Pontificado (o «Vacante Apostólica»), iniciándose con ello el periodo de «Sede Vacante» y la necesidad de convocar el cónclave: el fallecimiento del papa o su renuncia. Una tercera opción, la deposición del papa, queda totalmente excluida, ya que ninguna autoridad está por encima de la suya ni siquiera a su mismo nivel.

La renuncia de un papa es un acontecimiento muy poco frecuente en la historia, pero sí previsto en el derecho de la Iglesia. Se requiere que sea libre y se manifieste de modo formal aunque, como máximo legislador, es el propio papa quien determina de qué forma ha de hacerlo. No es preciso que su dimisión sea aceptada por nadie. Cinco han sido los papas que a lo largo de la historia han declarado su renuncia al ministerio de Pedro: Benedicto IX (1045), Gregorio VI (1046), Celestino V (1294), Gregorio XII (1415) y Benedicto XVI (2013). A Celestino V lo condenó Dante Alighieri al infierno en su Divina Comedia por cobarde. En cambio, el papa Clemente V canonizó a Celestino en 1313, viviendo aún el poeta.

El concepto de «Sede Romana Impedida», previsto en el Código de Derecho Canónico, se refiere a los casos en los que, «por cautiverio, relegación, destierro o incapacidad» el papa se encontrara totalmente imposibilitado para ejercer sus funciones. Según el Código se ha de atender a lo estipulado en «las leyes especiales dadas para estos casos», pero no se ha hecho pública ninguna norma para una situación semejante. De cualquier modo, parece que no originaría un periodo de Sede Vacante ni la convocatoria del cónclave.

Habiéndose producido la Sede Vacante, el Colegio de Cardenales asume el gobierno de la Iglesia, pero de modo muy matizado. En efecto, solo puede tomar decisiones en los asuntos ordinarios e inaplazables, así como en lo referente a la preparación de las exequias del pontífice fallecido y la elección del nuevo. En ningún caso pueden innovar, particularmente en lo que se refiere a los procedimientos electorales, ni tampoco ejercer ninguna clase de «suplencia» del papa. Sus disposiciones solo seguirán siendo válidas en el siguiente pontificado si el nuevo papa las confirma expresamente.

Por lo que se refiere a los bienes materiales de la Santa Sede, su administración en este periodo corresponde al cardenal camarlengo ayudado por tres cardenales asistentes. En la actualidad, el cardenal camarlengo es Kevin Farrell,[1]​ desde el 14 de febrero de 2019, en que sustituyó al cardenal Jean-Louis Tauran quien falleció el 5 de julio de 2018.

Una vez conocida la muerte del papa, el cardenal camarlengo es el encargado de verificarla. Tradicionalmente realizaba esta tarea golpeando con suavidad la cabeza del papa con un pequeño martillo de plata y pronunciando su nombre de pila –no el papal– tres veces. También se colocaba una vela cerca de la nariz del pontífice y si la llama no se movía, el cardenal camarlengo constataba la muerte del obispo de Roma. En la nueva ordenación establecida por la Universi Dominici Gregis el camarlengo es introducido en los aposentos papales junto con el maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, los prelados clérigos, el secretario y canciller de la Cámara Apostólica. Una vez en la habitación del papa, el camarlengo se arrodilla en un cojín violeta, reza unas oraciones por el alma del difunto y, tras acercarse al lecho, descubre el rostro del pontífice y constata públicamente su muerte declarando: «Vere Papa mortuus est» (El papa realmente ha muerto). Igualmente, la Universi Dominici Gregis no prohíbe continuar con las tradiciones mencionadas. El secretario del la Cámara Apostólica debe extender entonces acta de la defunción. Lógicamente, ello requiere también la presencia de personal médico.

Inmediatamente después de constatada oficialmente la muerte del papa, el secretario de Estado entrega al camarlengo la matriz del sello de plomo y el anillo del Pescador –con los cuales son autentificadas las cartas apostólicas– para ser destruidos en presencia del Colegio de Cardenales, para evitar que se falsifiquen documentos papales. El camarlengo es responsable también de sellar el estudio y el dormitorio del papa. El personal que lo atendía puede seguir habitando en el apartamento papal solo hasta el momento de su sepultura, momento a partir del cual deberá ser evacuado y sellado en su totalidad hasta que tome posesión de él el nuevo pontífice.

Corresponde igualmente al camarlengo comunicar la noticia del fallecimiento del papa al cardenal vicario para la Urbe –para que lo notifique al pueblo de Roma–, así como al cardenal arcipreste de la Basílica Vaticana. El mismo camarlengo o el prefecto de la Casa Pontificia deben también anunciar la noticia al decano del Colegio Cardenalicio. Este es el responsable de hacer llegar la noticia a todos los cardenales del mundo, convocándolos a Roma. También es tarea suya notificarlo al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Hasta su elección como papa Benedicto XVI en el Cónclave de 2005 era decano del Colegio Cardenalicio el alemán Joseph Ratzinger.

Desde Pío IX, los tañidos fúnebres de la campana grande de San Pedro se han encargado de hacer pública la noticia del fallecimiento de los papas. Al tañer las campanas de la Basílica de San Pedro, las campanas de las iglesias de Roma les hacen eco en señal de duelo por la muerte de su obispo.

Si el fallecimiento (o renuncia) del papa se produce mientras se está celebrando un sínodo de obispos o incluso un Concilio Ecuménico, estos quedan automáticamente suspendidos y no pueden continuar por ninguna razón, aunque sea gravísima, y mucho menos proceder por sí mismos a la elección de nuevo papa. Es siempre necesario convocar al Colegio de Cardenales.

Durante la Sede Vacante, los Cardenales desarrollan sus funciones mediante dos tipos de comisiones, llamadas «Congregaciones»: la Particular y la General.

Integran la Congregación Particular el cardenal camarlengo y otros tres cardenales «asistentes» (uno por el orden de los Obispos, otro por el de los Presbíteros y otro por el de los Diáconos) elegidos por sorteo entre los electores (es decir, los que no han cumplido los 80 años) llegados ya a Roma. Cada tres días se procede a un nuevo sorteo para renovar a los cardenales asistentes. La Congregación Particular se ocupa de los asuntos ordinarios de menor entidad que se vayan presentando durante la Sede Vacante. Lo que una Congregación Particular haya decidido, resuelto o denegado no lo pueden revocar las que se constituyan los días siguientes. La Congregación Particular cesa en sus funciones en el mismo momento en que se elige un nuevo papa.

La Congregación General está compuesta por la totalidad del Colegio Cardenalicio y está en funciones hasta el momento de iniciarse el Cónclave. Los cardenales electores tienen obligación de incorporarse a la Congregación General tan pronto como les sea posible, una vez conocido el fallecimiento del papa. En cambio, a los no electores se les permite abstenerse de participar si así lo desean.

La Congregación General se ocupa de los asuntos más importantes que se vayan presentando y tiene también competencia para revocar las disposiciones de una Congregación Particular. Sus encuentros se celebran a diario y los preside el cardenal decano. Una vez iniciado el Cónclave, es también el decano quien preside la asamblea hasta que salga elegido un nuevo papa. Las decisiones se toman por mayoría, siempre mediante voto secreto.

Las principales obligaciones de la Congregación General se refieren a la organización de las exequias del difunto papa, determinar la fecha de inicio del Cónclave (entre 15 y 20 días desde que comenzó la Sede Vacante), velar por la destrucción del Anillo del Pescador y el sello de plomo, designar a dos eclesiásticos de probada doctrina (normalmente frailes o monjes) para que les dirijan sendas meditaciones sobre los problemas de la Iglesia en el momento actual y aprobar los gastos necesarios desde la muerte del pontífice hasta la elección del sucesor.

Corresponde a la Congregación de Cardenales preparar todo lo necesario para las exequias del difunto papa y fijar el día de inicio de las mismas. En cambio, lo que se refiere a su sepultura es competencia del cardenal camarlengo –tras recabar la opinión de los responsables de los tres órdenes del Colegio Cardenalicio- salvo que el mismo pontífice hubiera dispuesto algo en vida. Los últimos papas se han enterrado habitualmente en la Cripta de la Basílica de San Pedro (o Grutas Vaticanas), próximos a la tumba del Apóstol, pero no es obligatorio. Puede realizarse en una catedral, una iglesia parroquial, un santuario, etc. A la muerte de Juan Pablo II, por ejemplo, se especuló con la posibilidad de que hubiera dispuesto ser enterrado en la catedral de Cracovia, sede de la que había sido obispo.

Los cardenales deben decidir, en primer lugar, el día y hora del traslado del cadáver a la Basílica Vaticana para ser expuesto a la veneración de los fieles. Antes de ese momento, y una vez preparado el cuerpo del papa, debe ser llevado a la Capilla Clementina, en el Palacio Apostólico, para la veneración privada de la Casa Pontificia y de los cardenales. Tras el fallecimiento de Juan Pablo II (2005) se calcula que entre dos y tres millones de personas desfilaron ante su cuerpo –expuesto frente al Baldaquino de la Confesión, en la Basílica de San Pedro– para rendirle su último homenaje.

Las exequias del papa duran nueve días consecutivos –denominados con la expresión latina de novemdiales– a partir del día de la Misa exequial, que preside el cardenal decano. Previamente a esta se colocan los restos mortales en el féretro. A su término, se procede a su traslado al sepulcro y al entierro.

Además de las innumerables Misas ofrecidas en todo el mundo por el pontífice fallecido, las exequias oficiales contemplan nueve celebraciones eucarísticas en Roma, a cargo de diversas comunidades que representan la universalidad de la Iglesia. El orden de las celebraciones durante los novemdiales es así: el primer, quinto y noveno días se realizan en la Capilla Papal; el segundo día se destina a los fieles de la Ciudad del Vaticano; el tercero a la Iglesia de Roma; el cuarto a los Capítulos de las Basílicas Patriarcales; el sexto a la Curia Romana; el séptimo a las Iglesias Orientales (o católicos de rito oriental); el octavo a los miembros de Institutos de Vida Consagrada.

Las normas de la UDG sobre la celebración del Cónclave amplían por primera vez el ámbito en que transcurrirá la vida de los cardenales mientras dure la elección del nuevo papa. El proceso electoral mismo se mantiene, como es tradición, dentro de los límites de la Capilla Sixtina, pero se incorporan tanto la Casa de Santa Marta, residencia vaticana de reciente creación, como las capillas para las celebraciones litúrgicas, las áreas por donde deban desplazarse los cardenales para ir de un punto a otro, e incluso los mismos jardines vaticanos, donde pueden pasear y descansar. Sin embargo, se mantiene en pie la prohibición de todo contacto con el mundo exterior (televisión, prensa, radio, teléfono, correspondencia, Internet…), y nadie no autorizado puede acercarse a los cardenales o hablar con ellos mientras dura el Cónclave. En el de 2005 se procedió, incluso, a efectuar un barrido electrónico para detectar cualquier posible mecanismo transmisor o receptor camuflado en el ámbito de la clausura, y se colocó un aparato que restringía las señales de radio dentro de la Capilla Sixtina y lugares las áreas próximas a ella.

La Universi Dominici Gregis aclara los motivos de esta reclusión cardenalicia: salvaguardar a los electores de la indiscreción ajena y de los intentos de afectar a su independencia de juicio y libertad de decisión, así como garantizar el recogimiento que exige un acto tan vital para la Iglesia entera.

El día señalado por la Congregación General de Cardenales (entre 15 y 20 tras el fallecimiento del pontífice), tiene lugar por la mañana una solemne misa votiva Pro eligendo pontificem (para la elección del pontífice), normalmente presidida por el cardenal decano, en la que se pide a Dios que ilumine las mentes de los electores.

Ya por la tarde, los cardenales, reunidos en la Capilla Paulina, se encaminan en procesión solemne a la Capilla Sixtina –debido a unas obras en curso, el Cónclave de 2005 partió de la Capilla de las Bendiciones– cantando las letanías de los Santos de Oriente y Occidente. Una vez llegados a la Capilla Sixtina, los electores entonan a coro el Veni Creator, oración con la que se invoca al Espíritu Santo, y proceden a prestar juramento solemne de guardar las normas que rigen el Cónclave, cumplir fielmente el ministerio petrino en caso de ser elegidos, y mantener el secreto de todo cuanto se refiera a la elección del nuevo pontífice.

Una vez prestado el juramento, leído conjuntamente y ratificado de forma individual ante los Evangelios, el maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias da la solemne orden de Extra omnes! («¡Fuera todos!»), indicando que todos aquellos ajenos al Cónclave deben salir del recinto. Solo permanecen él mismo y el eclesiástico encargado de predicar a los cardenales la segunda de las meditaciones sobre los problemas de la Iglesia contemporánea. Terminada esta, tanto el predicador como el maestro de las Celebraciones deben salir también. Las puertas quedarán cerradas y con guardias suizos protegiéndolas.

A partir de ese momento se puede proceder a la primera votación (única del día) o aplazarla hasta el día siguiente.

El proceso de votación en el cónclave se divide en tres partes: pre-escrutinio, escrutinio propiamente dicho y post-escrutinio.

Comienza la fase de pre-escrutinio cuando, antes de cada sesión de votaciones (diariamente hay dos sesiones, una por la mañana y otra por la tarde, con dos votaciones en cada una, salvo resultado positivo en la primera), el último cardenal diácono extrae por sorteo público los nombres de tres escrutadores, tres enfermeros y tres revisores. Se distribuyen entonces a los electores dos papeletas de forma rectangular, que llevan impresa la frase: «Eligo in Summum Pontificem» («Elijo como sumo pontífice»), y debajo un espacio en blanco para el nombre del elegido. Los cardenales deben escribirlo con letra clara, pero lo más anónima posible. Si se escribe más de un nombre el voto es declarado nulo.

Hasta el siglo XX ciertos monarcas católicos (España, Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico, sustituido este último por el Imperio austrohúngaro) ostentaban cierto derecho de exclusión en las elecciones papales, pudiendo vetar la elección de un cardenal al considerarlo persona non grata, esta práctica fue prohibida definitivamente bajo pena de excomunión por el papa Pío X tras haberse dado en su elección papal el último ejemplo de la misma con el veto al cardenal Rampolla por parte de Francisco José I de Austria-Hungría.

La fase de escrutinio propio se inicia cuando cada cardenal, por orden de precedencia, habiendo doblado dos veces su papeleta de voto, la lleva en alto hasta el altar, delante del cual están los Escrutadores y sobre el que se ha colocado una urna cubierta con un plato para recoger los votos. Una vez allí, el cardenal votante pronuncia en voz alta el juramento: «Pongo por testigo a Cristo Señor, el cual me juzgará, que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido». Deposita entonces la papeleta en el plato y con este la introduce en la urna. Se inclina luego ante el altar y regresa a su sitio. Si un cardenal –enfermo o anciano– no puede acercarse hasta el altar, un Escrutador se acerca a él, recoge su juramento y su voto y se encarga de depositar la papeleta en la urna. Si su enfermedad le obliga a permanecer en la Casa de Santa Marta, son entonces los Enfermeros los que acuden a recoger su voto siguiendo un procedimiento similar al descrito.

El post-escrutinio lo llevan a cabo los tres cardenales escrutadores, elegidos al azar, contabilizando delante de todos los Electores los votos recogidos. Si el número de votos es distinto del de votantes, se queman las papeletas y se repite la votación. Los nombres de los votantes se van anotando en una relación, mientras que los votos contabilizados se van cosiendo con aguja e hilo para mantenerlos unidos. A continuación, los tres Revisores supervisan las notas de los escrutadores y revisan los votos, para asegurarse de que aquellos han cumplido correctamente su cometido.

Si ninguno de los candidatos obtiene la mayoría de dos tercios, concluida cada sesión (dos votaciones) se queman en una estufa las papeletas de los votos junto con las notas de los Escrutadores. Se agregan sustancias químicas al fuego para que el humo sea negro e indique una elección sin éxito.

La UDG establece que todo resultado debe ser registrado en un acta, que se archiva en el Vaticano y no puede abrirla nadie, hasta pasados 50 años desde que se elaboró el acta.

El cónclave dura todo el tiempo que sea necesario. Sin embargo, hay establecidos periodos de descanso y coloquio si no se alcanza acuerdo (día 5º, tarde del 7º, tarde del 9º), con una exhortación del cardenal decano.

En ningún caso se contempla la abstención de los electores.

Conseguida la mayoría necesaria en cualquier votación, el candidato elegido debe expresar de inmediato su aceptación o no del ministerio. El último de los cardenales diáconos convoca a la Capilla Sixtina al secretario del Colegio de Cardenales y al maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias. Presentes estos, el cardenal decano o el que le siga en orden y antigüedad pide el consentimiento al elegido con la siguiente pregunta: «Acceptasne electionem de te canonice factam in Summum Pontificem?» («¿Aceptas tu elección canónica como sumo pontífice?»)

Si el candidato electo da el consentimiento, se le pregunta entonces: «Quo nomine vis vocari?» («¿Con qué nombre deseas ser conocido?»)

El ya papa indica el nombre que ha escogido con estas palabras: «Vocabor N.» («Me llamaré N.») por ejemplo: «Vocabor Pius XIII.» («Me llamaré Pío XIII»), u otras similares. Entonces el maestro de las Celebraciones, en funciones de notario, levanta acta de la aceptación del nuevo pontífice y de su nombre.

En el caso de que el elegido no sea uno de los cardenales presentes o, incluso, que no resida en la ciudad de Roma, se avisa al Sustituto de la Secretaría de Estado, quien se encargará de que el escogido como nuevo papa llegue al Vaticano lo antes posible, evitando absolutamente que se enteren los medios de comunicación. Una vez llegado al cónclave, el cardenal decano convocará al resto de los electores a la Capilla Sixtina para proceder al mismo ritual de aceptación. Si el elegido acepta y no es obispo, el cardenal decano le ordenará de inmediato como tal.

A partir del momento de la aceptación –y ordenación en su caso– el elegido pasa a ser obispo de Roma, papa y cabeza del Colegio Episcopal. En ese mismo momento adquiere la plena y suprema potestad sobre la Iglesia universal. Los cardenales se acercarán entonces a él por turno para expresarle su respeto y obediencia. También podrán acercarse a él el Sustituto de la Secretaría de Estado, el secretario de la Sección para las Relaciones con los Estados (una especie de Ministro de Asuntos Exteriores de la Santa Sede), el prefecto de la Casa Pontificia y cualquier otro que deba tratar con el nuevo pontífice asuntos necesarios en ese momento.

Una de las tradiciones más pintorescas y conocidas a nivel mundial en relación con el cónclave es la de la «fumata», un sistema secular de comunicar al pueblo la marcha de un proceso electoral que transcurre bajo estricto enclaustramiento.

Tras cada sesión de escrutinio (dos votaciones) las papeletas de voto y las notas de los Escrutadores se queman en una estufa preparada al efecto. El humo sale entonces por una chimenea sobre el tejado de la Capilla Sixtina. Cuando el resultado de las votaciones ha sido negativo, los papeles se queman junto con paja húmeda, lo que produce un humo negro. Si de la elección ha salido elegido un candidato, y este ha aceptado la responsabilidad, los papeles se queman usando paja seca, lo que da lugar a un humo de color blanco. Es la señal que anuncia al mundo la elección de un nuevo papa.

En los cónclaves de 1978 y 2005, para desesperación de los periodistas, el sistema no parece haber funcionado correctamente y el humo que debía ser blanco se ha visto gris. En la última de estas ocasiones se incorporó una estufa auxiliar con el propósito de quemar productos químicos que tiñeran claramente el humo de uno u otro color, aunque tampoco tuvo demasiado éxito.

Tras haber aceptado su elección, el ya nuevo papa es conducido por el camarlengo y el maestro de las Celebraciones Pontificias a la sacristía de la Capilla Sixtina, llamada comúnmente «Sala de las lágrimas», ya que parece que todos los elegidos, sin excepción, lloran allí en relativa intimidad ante la magnitud de la responsabilidad que acaban de asumir. En la sala se encuentran tres maniquíes con sotanas blancas de diversos tamaños: grande, mediana y pequeña, que la sastrería romana Gammarelli se encarga de confeccionar desde el siglo XVIII. De ser necesario, un equipo de religiosas hacen los arreglos pertinentes. Se dice que a Pío XII las tres le quedaban largas, mientras que a Juan XXIII le resultaban estrechas. También hay a mano un barbero por si el papa necesita un afeitado antes de presentarse ante el pueblo –puede ser elegido por la tarde-.

Tras la manifestación del respeto de los cardenales, se canta un Te Deum (oración de solemne acción de gracias a Dios),

Inmediatamente, el cardenal protodiácono (el primero de ese orden entre los cardenales), se dirige al balcón principal de la Basílica de San Pedro, donde se han instalado rápidamente cortinajes y colgaduras de fiesta. Allí hará público el anuncio de la elección con las frases rituales.

Pocos instantes después el nuevo papa, precedido por la cruz procesional y por los primeros de los cardenales entre los órdenes de los obispos, presbíteros y diáconos, sale al balcón y desde allí saluda al pueblo con las primeras palabras de su pontificado. A continuación imparte la bendición apostólica Urbi et Orbi («para la ciudad y para el mundo»), que en adelante solo dará de ordinario en Navidad y Pascua.

Aunque desde el mismo momento de su aceptación -y consagración episcopal, de ser precisa- el elegido es ya verdadero papa, el Pontificado se inaugura de modo oficial con una misa solemne que se celebra a los pocos días de concluido el cónclave, normalmente en la explanada de la Basílica de San Pedro. En esa celebración, el nuevo papa es investido de sus nuevos símbolos: su Palio, y su anillo del Pescador.

La tiara pontificia, trirregno o triple corona papal, no se usa desde que el papa Pablo VI dejara de utilizarla tras su coronación, porque rechazaba los poderes terrenales que simboliza. Hoy, cada papa decide si se corona o no.

También en fecha inmediata deberá el nuevo pontífice tomar posesión de la Archibasílica Patriarcal Lateranense (San Juan de Letrán), que es la catedral de Roma y se considera cabeza y madre de todas las demás iglesias del mundo.

Es tradición que cada papa tenga su escudo de armas. Cada escudo de armas es personal y lo diseña cada pontífice a su gusto. Sin embargo, siempre aparecen las Llaves del Cielo entregadas a San Pedro y la tiara papal (aunque Benedicto XVI y Francisco han colocado una mitra con tres bandas en lugar de la tiara en sus respectivos emblemas). El escudo de armas es mostrado al mundo por el periódico vaticano L'Ossevatore Romano, que lo publica. También debe dibujarse para ser archivado en la Biblioteca Vaticana. De ahí en adelante, el papa sellará sus cartas apostólicas, encíclicas y escritos con la matriz de su escudo y también este será bordado en sus sotanas y grabado en los anillos de los cardenales.



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