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Caída de la Dictadura de Primo de Rivera



La caída de la Dictadura de Primo de Rivera tuvo lugar el 28 de enero de 1930 cuando el general Miguel Primo de Rivera presentó su dimisión al rey de España Alfonso XIII y este la aceptó, dando paso a la Dictablanda de Dámaso Berenguer. El fin de la dictadura es la culminación de un proceso que comenzó varios meses antes. La historiadora Genoveva García Queipo de Llano sitúa el inicio de la decadencia de la dictadura a mediados de 1928, momento en que confluyeron varios factores: el agravamiento de la diabetes que padecía el dictador (y que poco después de dejar el poder le llevaría a la muerte); el fracaso de la dictadura para instaurar un régimen nuevo; y el papel creciente de la oposición, a la que se sumó un sector del Ejército que organizó varias conspiraciones armadas contra el régimen.[1]​ Ángeles Barroso la sitúa un poco antes, a finales de 1927, cuando con la constitución de la Asamblea Nacional Consultiva quedó claro que Primo de Rivera, a pesar de que desde el principio había presentado su régimen como "temporal", no tenía ninguna intención de volver a la situación anterior al golpe de Estado de septiembre de 1923.[2]

Los sectores sociales y políticos que inicialmente habían prestado su apoyo a la Dictadura —formando la "alianza de 1923", como la ha llamado Shlomo Ben Ami—[3]​ fueron retirándoselo: los nacionalismos periféricos cuando la dictadura incumplió lo prometido sobre la "descentralización" y acabó disolviendo la Mancomunitat de Cataluña; las organizaciones empresariales descontentas con el aumento de la influencia de la UGT en las relaciones laborales —"la UGT reforzó sus organizaciones y comenzó a extenderlas a la agricultura, lo que subvertía las tradicionales relaciones entre jornaleros y patronos en el campo. En las ciudades, donde lo que dominaba era el pequeño y mediano patrono, el auge del poder sindical se traducía en obligaciones respecto a horarios, jerarquías de oficios, definición de tareas y de salarios a los que no estaban acostumbrados", afirma Santos Juliá—; los sectores intelectuales y universitarios que abandonaron su "benévola expectativa", desengañados con su "regeneracionismo" conservador; diversos grupos sociales y políticos liberales que veían cómo la Dictadura pretendía perpetuarse en el poder, incumpliendo su promesa de ser un "régimen temporal"; etc.[4]​ Asimismo la progresiva pérdida de apoyos sociales y políticos, hizo que el rey, según Santos Juliá, comenzara "a considerar que tal vez la Corona corría algún riesgo si seguía atada a la figura del dictador".[4]

La política económica proteccionista e intervencionista de la Dictadura perjudicó los intereses de ciertos sectores económicos que por ello le fueron retirando progresivamente su apoyo. Fue el caso de los propietarios del sector de la agricultura comercializada que se quejaban de la política de altos aranceles porque perjudicaba a las exportaciones de aceite, vino y naranjas —así lo manifestó, por ejemplo, la Cámara de Comercio de Valencia en una fecha tan temprana como octubre de 1923—. O el de los comerciantes, ya que la política proteccionista suponía precios altos en el mercado interior lo que limitaba su volumen de actividad y reducía sus beneficios –sin embargo Primo de Rivera los culpaba a ellos de la subida de los precios, achacándolo al "lujo excesivo" de sus tiendas-.[5]

Las pequeñas y medianas empresas también protestaron por la política intervencionista que consideraban que estaba destinada a favorecer a las grandes empresas y a las compañías monopolísticas y además perjudicaba al consumidor porque «la libre competencia es una condición indispensable para una producción de mejor calidad y más barata», como afirmó a finales de 1925 el Consejo Superior de Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, y reiteró a comienzos de 1929: «El gobierno hace ya tiempo que ha abandonado su función armonizadora. Invade ahora un terreno que, debido a las exigencias naturales de la vida económica, debería permanecer cerrado a cualquier intervención oficial». La Confederación Gremial Española, la asociación de pequeños productores que había apoyado de forma entusiástica el golpe de Primo de Rivera, criticó también «la actuación de los comités reguladores de la producción nacional» y «la concesión de monopolios, de la clase que sean» ya que «solo con una absoluta libertad en el establecimiento de los negocios se estimulará la iniciativa individual y se empujará el perfeccionamiento de la producción».[6]

También fueron objeto de protestas el incremento de los impuestos, un «obstáculo al desarrollo normal de la producción», según los patronos, y las medidas contra el fraude fiscal, como la obligación de llevar un «libro diario de ventas». Una organización patronal se quejó de que resultaba «una pesadilla constante de los comerciantes e industriales que se les presente como los únicos defraudadores de Hacienda», a pesar de que eran quienes habían recibido todo el «peso de la reforma fiscal».[7]​ También las grandes compañías se quejaron de los altos impuestos y en 1929 comenzaron a criticar asimismo la política económica intervencionista, que tanto les había beneficiado hasta entonces, por la carga fiscal que suponía.[8]

Mayor oposición si cabe despertó entre los patronos y los hombres de negocios la política social del régimen que según ellos había «multiplicado las ventajas de la legislación social» y que se estaba haciendo a su costa al verse obligados a pagar más impuestos para financiarla. Los Comités Paritarios de la Organización Corporativa Nacional fueron objeto de una dura campaña en su contra por parte de las asociaciones patronales que exigían su eliminación o su reforma, campaña en la que participó activamente la prensa conservadora y católica, sobre todo cuando estos sectores percibieron que los grandes beneficiados del sistema corporativo, que siempre habían defendido, no estaban siendo los Sindicatos Libres sino los socialistas de la UGT. Las patronales se quejaban de que los Comités Paritarios no eran órganos exclusivamente dedicados a la conciliación y al arbitraje, sino que se ocupaban de asuntos que hasta entonces habían sido monopolio exclusivo de los patronos, como, por ejemplo, la disciplina o la organización del trabajo. Llegaron a decir que en los comités paritarios «se incuba a la hora presente la más grave lucha de clases de nuestra historia». El ministro de Trabajo Eduardo Aunós les respondió que los comités paritarios eran un instrumento clave en la «revolución desde arriba» de Primo de Rivera, la única que podía evitar «una catastrófica y anárquica revolución desde abajo», cuya principales víctimas serían las clases propietarias.[9]

La unidad mostrada por el Ejército durante el golpe de Estado de Primo de Rivera en cuanto este obtuvo el respaldo del rey, no se mantuvo mucho tiempo. "Cuando el orden social ya no estuvo inmediatamente amenazado, se hubo resuelto el problema marroquí y el rey comenzó a dar muestras inequívocas de encontrarse a disgusto con la dictadura, se hizo evidente una creciente enajenación de las fuerzas armadas respecto a Primo de Rivera", afirma Shlomo Ben Ami.[10]​ En esto tuvo mucho que ver, según Eduardo González Calleja, la política militar de la Dictadura que "resultó caótica y contradictoria" como se pudo comprobar en la cuestión de Marruecos —primero defendiendo la postura "abandonista", apoyada por los militares junteros y cuestionada por los militares africanistas, y luego la intervencionista, defendida por los africanistas y criticada por los junteros— y en la política de ascensos, convertida "en el reino de la contradicción y la arbitrariedad".[11]

La gestión de los ascensos siempre había sido un tema muy polémico, especialmente en el Arma de Infantería, pues los junteros defendían que sólo se tuviera en cuenta la antigüedad, mientras que los africanistas patrocinaban los méritos de guerra. Progresivamente la Dictadura fue tomando el control de la Junta de Clasificación de generales y coroneles, por lo que fue Primo de Rivera quien en última instancia decidía los ascensos, recompensando a los militares afines y castigando a los críticos. Un Real Decreto de 4 de julio de 1926 estableció que no era necesario comunicar los motivos de por qué determinados jefes y oficiales no habían sido ascendidos y además se les negaba cualquier posibilidad de recurso. La arbitrariedad resultante en los ascensos —que se hizo evidente sobre todo tras el desembarco de Alhucemas en que se produjo un aluvión de promociones por méritos de guerra— motivó el distanciamiento de algunos jefes y oficiales que empezaron a conspirar contra la Dictadura contactando con políticos de los partidos del turno desalojados del poder. "Muchas de las memorias y obras políticas escritas por militares durante estos años y en los posteriores dejan traslucir agravios personales, antes que una militancia antidictatorial cimentada en profundas convicciones ideológicas", afirma González Calleja.[12]

En ese contexto de enfrentamientos internos se decretó el 20 de febrero de 1927 el restablecimiento de la Academia General Militar, que ya había existido en Toledo entre 1882 y 1893, con la finalidad, no sólo de mejorar la formación de la oficialidad, sino de restablecer "la unidad de la familia militar fomentando el compañerismo", según Eduardo González Calleja. Este mismo historiador interpreta el nombramiento como director de la misma del general Franco "como un gesto de reconciliación con los africanistas, lograda tras las operaciones del verano de 1925".[13]

El principal conflicto militar al que tuvo que hacer frente la Dictadura fue la rebelión del Arma de Artillería, que se opuso a la supresión, por un Real Decreto de 9 de junio de 1926, de la escala cerrada —los ascensos por antigüedad— que era la que regía en ese Cuerpo, así como en el resto de los cuerpos más técnicos del Ejército -Ingenieros y Sanidad Militar-. Las protestas fueron inmediatas y llegaron al rey. Primo de Rivera se vio obligado a llegar el 17 de junio a un pacto transaccional verbal para evitar que los artilleros se sumaran al golpe de Estado que estaba urdiendo el general Aguilera, y que sería conocido como la Sanjuanada: los ascensos por méritos de guerra sólo se concederían de forma excepcional y serían recurribles ante la Sala Tercera del Tribunal Supremo.[14]

Sin embargo, la tregua sólo duró un mes porque el gobierno, superado el peligro de la Sanjuanada, aprobó el 26 de julio de 1926 un Real Decreto en el que se otorgaba la facultad de conceder ascensos "especiales" en determinadas circunstancias, lo que volvió a levantar las protestas de los artilleros. El 4 de septiembre los jefes y oficiales en activo iniciaron un "plante" consistente en la reclusión voluntaria en sus acuartelamientos. Al día siguiente Primo de Rivera decretó el estado de guerra en toda España, clausuró la Academia de Artillería de Segovia y suspendió de empleo, sueldo y fuero a todos los oficiales en activo (unos 1.200) excepto los que estaban destinados en Marruecos, al tiempo que tomaba el control de los Parques de Artillería. Estas medidas suponían la disolución de facto del Cuerpo de Artillería. Los artilleros acabaron cediendo y en diciembre fueron restablecidos en sus funciones tras aceptar la reforma y comprometerse a ser fieles al rey y al Gobierno. Sin embargo, "la indignación contra el régimen y el rey fue duradera, ya que los artilleros participaron en adelante en todos los complots antidictatoriales, como el que estallaría en Ciudad Real y Valencia a inicios de 1929. Tras el fracaso del complot, Primo de Rivera disolvió de nuevo el Cuerpo de Artillería y cerró la Academia de Artillería de Segovia, lo que ahondó el distanciamiento de los artilleros del régimen.[15]

El conflicto con los artilleros dañó gravemente la relación entre el rey Alfonso XIII y Primo de Rivera ya que cuando aquel intentó mediar proponiendo una especie de pacto entre caballeros, Primo de Rivera se opuso radicalmente amenazando con dimitir y recordándole al rey que el Ejército estaba bajo su mando.[16]​ Por otro lado, la aceptación del rey de la disolución del arma fue interpretada por los artilleros como una connivencia entre Alfonso XIII y Primo de Rivera.[17]​ Así, "el conflicto con los artilleros no dejó de tener repercusiones en los sucesivo, y la más importante de ellas fue que acentuó el progresivo distanciamiento del rey".[16]

Hubo dos intentos de golpe de estado para desbancar a Primo de Rivera del poder y retornar al sistema constitucional. El primero fue conocido como la Sanjuanada porque estaba previsto para el 24 de junio de 1926. En la conspiración participaron los generales liberales Weyler y Aguilera, y destacados miembros de la "vieja política" como Melquiades Álvarez.[16]​ El segundo intento de golpe tuvo lugar en enero de 1929 en Valencia y su principal protagonista fue el político conservador José Sánchez Guerra.[1]​ En este último tuvieron un papel destacado los artilleros.[18]

Los intentos de golpes de estado eran una novedad que había legitimado la propia Dictadura —era lícito recurrir a la fuerza militar (al viejo pronunciamiento) para derribar un gobierno y cambiar un régimen— y "en este sentido, la Dictadura fue como un retorno a la política del siglo XIX", afirma Santos Juliá-.[19]​ Por otro lado, las fricciones internas "alentaron el proceso de radicalización de un sector minoritario del Ejército", especialmente tras el golpe frustrado de enero de 1929.[20]

Las primeras protestas estudiantiles tuvieron lugar en la primavera de 1925 promovidas por la recién creada Unión Liberal de Estudiantes (ULE) que agrupaba a los estudiantes republicanos. El incidente más grave estuvo protagonizado por los estudiantes de la Escuela de Ingenieros Agrónomos encabezados por Antonio María Sbert quienes no asistieron a un acto presidido por el rey en señal de protesta porque Primo de Rivera rechazó la petición que querían presentarle por no estar hecha por el conducto reglamentario. La reacción del dictador fue expulsar a Sbert de la Escuela y confinarlo en Cuenca.[21]

A finales de 1926 Sbert y otros dos estudiantes crearon en Madrid la Federación Universitaria Escolar (FUE), como alternativa a la hasta entonces hegemónica Asociación de Estudiantes Católicos (AEC). La primera huelga importante que convocó la FUE fue en marzo de 1928 como protesta por el expediente abierto al catedrático Luis Jiménez de Asúa con motivo de una conferencia que pronunció en la Universidad de Murcia sobre el control de la natalidad, pero el movimiento más importante que impulsó la FUE fue la protesta en contra de la Ley Callejo promulgada en mayo de 1928, cuyo artículo 53 permitía expedir títulos universitarios a los dos centros de estudios superiores privados existentes entonces en España, ambos propiedad de la Iglesia Católica —los Agustinos de El Escorial, y los jesuitas de Deusto—. En principio, como ha señalado, Eduardo González Calleja, era "una respuesta de autodefensa de los estudiantes encaminados a profesionales liberales contra la plétora de licenciados procedentes de los establecimientos educativos confesionales".[22]

La protesta contra la "Ley Callejo" se acentuó en 1929. El 27 de febrero una asamblea de asociaciones estudiantiles convocó una huelga para el 7 de marzo. El Gobierno respondió con la expulsión de la universidad del líder de la FUE Sbert, lo que soliviantó aún más los ánimos. En la fecha prevista se produjeron algaradas y manifestaciones callejeras que tuvieron un gran impacto público ya que eran las primeras que se realizaban en el interior de España contra la Dictadura y la Monarquía. También hubo manifestaciones y tumultos en otras universidades españolas, en las que en ocasiones se gritó ¡No somos artilleros!. El día 9 de marzo Primo de Rivera destituía al rector de la Universidad de Madrid y a los decanos de todas las facultades, siendo sustituidos por una Comisaría Regia. El día 10 la policía y la guardia civil tomaban al asalto los edificios universitarios, mientras los estudiantes apedreaban la casa del dictador y la sede del diario conservador ABC. El día 11 Primo de Rivera ordenó al Ejército la ocupación de las facultades y amenazó con la pérdida de matrícula a todos los estudiantes que persistieran en la huelga. Sólo los afines a la Asociación de Estudiantes Católicos (un 5%) volvieron a clase. Los días siguientes los estudiantes continuaron la huelga y levantaron barricadas en el centro de Madrid. El 13 se produjeron graves incidentes en Valladolid y Valencia. El 16 de marzo el gobierno cerró la Universidad de Madrid, a la que siguieron otras seis. Más de cien profesores y catedráticos mostraron su solidaridad con los estudiantes. El 24 de abril se volvieron a reabrir las universidades, y la mayoría de los estudiantes volvieron a clase, pero una semana antes fue cerrada la Universidad de Barcelona tras producirse enfrentamientos entres estudiantes y jóvenes de la Unión Patriótica. El 19 de mayo Primo de Rivera comenzó a ceder al restablecer en sus funciones a las autoridades académicas y finalmente el 21 de septiembre derogó el polémico artículo 53 de la Ley Callejo.[23]

Según Shlomo Ben Ami, la capitulación final de Primo de Rivera ante el movimiento estudiantil también se debió a la presión del mundo de los negocios. La Cámara de Comercio de Madrid pidió al gobierno que cediera a las reivindicaciones estudiantiles «en beneficio del comercio», y el diario conservador ABC pidió «indulgencia» hacia los estudiante «con el fin de garantizar el éxito de las exposiciones» internacionales de Sevilla y de Barcelona que se inauguraron ese año. Primo de Rivera también tuvo presente que los desórdenes estudiantiles podían poner en peligro la reunión de la Asamblea de la Sociedad de Naciones que iba a celebrarse en Madrid.[24]

Sin embargo la derogación del artículo 53 no detuvo la protesta estudiantil –"una dictadura que capitula es un régimen vencido, y los estudiantes se daban perfecta cuenta de ello", advierte Ben Ami-.[25]​ La FUE exigió la rehabilitación de Sbert, el levantamiento de las sanciones contra los profesores y el reconocimiento de la libertad de asociación de los estudiantes. Así la agitación estudiantil se reanudó en enero de 1930.[26]​ "El 28 de enero, Primo de Rivera presentó la dimisión al rey, sonándole aún en los oídos el eco de los clamores estudiantiles", comenta Shlomo Ben Ami.[25]

Como ha señalado Shlomo Ben Ami, Primo de Rivera "no hizo el menor esfuerzo por captar a los intelectuales. Hombre de acción, despreciaba a los semiintelectuales, hombres de letras y palabras, por los que decía sentir una mezcla de lástima y desprecio".[27]

El primer conflicto de la Dictadura con los intelectuales se produjo a las pocas semanas del golpe y tuvo como epicentro el Ateneo de Madrid cuando a mediados de noviembre de 1923 la Junta presidida por Ángel Ossorio dimitió y suspendió las actividades previstas como protesta a que un delegado gubernativo estuviera presente en cada uno de los actos que se celebraran, para evitar que se criticara al Directorio como ya había sucedido en la conferencia pronunciada el 7 de noviembre por el exdiputado Rodrigo Soriano titulada "Ayer, hoy y mañana". El 31 de enero de 1924 se celebraron elecciones, resultando ganadora la candidatura presidida por el "conciliador" Armando Palacio Valdés pero este dimitió tres semanas después cuando reaparecieron los debates políticos en el seno de la institución, que fue cerrada el 22 de febrero por orden de Primo de Rivera.[28]

El siguiente conflicto tuvo como protagonista al escritor y catedrático Miguel de Unamuno, que fue desterrado el 21 de enero de 1924 a la isla de Fuerteventura por haber publicado en el semanario Nosotros una carta en la que atacaba al Directorio. Un mes después, el 22 de febrero de 1924, el mismo día del cierre del Ateneo de Madrid, la prensa publicó la suspensión de empleo y sueldo de Unamuno y la pérdida de todos sus cargos académicos en la Universidad de Salamanca. Meses más tarde Unamuno no se acogió a la amnistía decretada el 4 de julio de 1924 por el Directorio y se autoexilió en Francia, transformándose, como ha destacado Eduardo González Calleja, "en el mito más duradero del movimiento de oposición intelectual al régimen".[29]​ Desde el extranjero se sumó también a la crítica hacia la Dictadura el escritor republicano Vicente Blasco Ibáñez que publicó dos folletos contra el Directorio y contra el rey –uno de ellos titulado Alphonse XIII demasqué ('Alfonso XIII desenmascarado')- que fueron introducidos clandestinamente en España.[30]

Poco después de la sanción a Unamuno, tuvo lugar la primera protesta colectiva de intelectuales contra la Dictadura. Fue un manifiesto de marzo de 1924 contra la persecución de la lengua catalana, que había sido redactado por Pedro Sáinz Rodríguez. Tres meses después apareció un nuevo manifiesto crítico con la Dictadura con motivo de la creación de la Unión Patriótica y que iba firmado por 175 personas, entre ellas Sáinz Rodríguez y José Ortega y Gasset. Este último fue respondido con una despectiva "nota oficiosa" de Primo de Rivera, que "fue el primer indicio del violento antiintelectualismo que a partir de 1926 atenazaría al dictador y erosionaría de forma irreversible sus relaciones con la élite de la inteligencia española", afirma González Calleja.[31]

El siguiente conflicto también tuvo como protagonista al catedrático Sáinz Rodríguez, quien en la apertura del curso 1924-1925 en la Universidad Central criticó a la Dictadura. El 27 de octubre de 1924 se organizó un banquete en su honor en el Hotel Palace al que asistieron 300 comensales, entre ellos destacados políticos de los partidos del turno. Fue disuelto por la policía en medio de gritos a favor de la libertad, tras pronunciarse varios discursos antidictatoriales. Entre los detenidos se encontraban los generales Dámaso Berenguer y Leopoldo Sarabia que también habían asistido al banquete.[32]

El enfrentamiento definitivo de Primo de Rivera con los intelectuales críticos con su régimen se produjo con motivo de la inauguración de un monumento en homenaje a Santiago Ramón y Cajal en el Parque del Retiro de Madrid el 24 de abril de 1926. Cuando el dictador tuvo conocimiento de que se iba organizar una ceremonia paralela hizo pública una nota oficiosa contra los que a sí mismos se califican de intelectuales. Pocos días después los estudiantes protestaron por haberse cubierto la cátedra que Unamuno había dejado vacante en la Universidad de Salamanca, con quienes se solidarizó el catedrático Luis Jiménez de Asúa, por lo que fue deportado a las islas Chafarinas el 30 de abril, de donde pudo regresar el 18 de mayo gracias a la amnistía dictada con motivo del cuarenta cumpleaños del rey.[33]

A partir de entonces proliferaron los ensayos críticos con la Dictadura y con la Monarquía y que exigían el establecimiento de un régimen democrático. Asimismo en junio de 1928 se fundó la Liga de Educación Social integrada por los más destacados intelectuales contrarios al régimen: Luis Jiménez de Asúa, Gregorio Marañón, Ramón María del Valle-Inclán, Ramón Pérez de Ayala o Manuel Azaña. Por el contrario, otros intelectuales apoyaron a la Dictadura, adoptando posiciones antidemocráticas y antiliberales, como Ramiro de Maeztu y Eugenio D'Ors, que les acercaron a la extrema derecha tradicional, representada por José María Pemán y José Pemartín.[34]

Según Eduardo González Calleja,[35]

El único conflicto que tuvo la Dictadura con la Iglesia católica fue con motivo de la resistencia de los obispos catalanes, encabezados por el arzobispo de Tarragona, Francesc Vidal i Barraquer, y por el obispo de Barcelona Josep Miralles, a ordenar a los párrocos que predicaran en castellano. Primo de Rivera presionó a la Santa Sede para que los obligara a obedecer, llegando a amenazar con la creación de una Iglesia nacional si no lo hacía. Finalmente Roma cedió y entre mediados de 1928 e inicios de 1929 los prelados catalanes recibieron cinco decretos con indicaciones sobre el uso del catalán en la liturgia y sobre las reglas de conducta que debían seguir en los asuntos políticos –Primo de Rivera había acusado al clero catalán de favorecer el "separatismo"-.[36]

Uno de los puntos clave de la propaganda de la Dictadura había sido que había logrado restablecer el valor de la peseta —la «depreciación de la moneda» había sido una de las razones aducidas para justificar el golpe de Estado—. Cuando llegó al poder Primo de Rivera el cambio del dólar era de 7,50 pesetas y en los años siguientes la moneda española se revalorizó tanto respecto al dólar como a la libra esterlina. En 1927 el cambio del dólar era de 5,18 pesetas —y el de la libra esterlina de poco menos de 28 pesetas—.[37]​ El problema era que la revalorización de la peseta era en gran medida artificial ya que se debía fundamentalmente a los movimientos especulativos de capital extranjero atraídos por los altos tipos de interés y por las perspectivas alcistas de la moneda —que respondían a disminución del déficit de la balanza comercial y, sobre todo, a la consolidación del régimen dictatorial con la victoria en la guerra del Rif y el paso del Directorio militar al Directorio civil en diciembre de 1925—.[38]

La revalorización de la peseta, por otro lado, alertó a los sectores exportadores encabezados por los industriales catalanes que protestaron porque dificultaba las ventas al exterior. Francesc Cambó acusó al gobierno de estar fomentando la especulación sobre la moneda.[39]​ Primo de Rivera y su ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo, en cambio, vieron la subida de la peseta como «el símbolo de resurgir de la nación», y destacaron que se estaba acercando a su paridad con el oro fijada en 25,22 pesetas por libra esterlina. «¡Paridad con el oro para la peseta! ¡Viva España!», dijeron, lo que alimentó aún más la especulación sobre la moneda española.[37]

Pero en 1928 el movimiento especulativo cambió de signo —el capital extranjero empezó a abandonar el país— y se inició una depreciación progresiva de la peseta, alimentada por las dudas sobre la continuidad del régimen y por el elevado déficit presupuestario del Estado, que en 1928 superó los 1000 millones de pesetas —el programa de obras públicas, que había sido otro de los logros que había destacado la propaganda de la Dictadura, se estaba financiando con la emisión de deuda pública, ya que los ingresos del Estado no habían aumentado al no haberse implantado ningún tipo de reforma fiscal—. La respuesta del ministro de Hacienda José Calvo Sotelo fue crear en junio de 1928 un Comité de Intervención de los Cambios (CIC) dotado con un fondo de 500 millones de pesetas para que interviniera en el mercado de Londres y sostuviera la peseta, llevándola a la paridad con el oro —"para Calvo Sotelo, una peseta inestable o una peseta estable a una tasa devaluada… era incompatible con el vigor de la patria", señala Ben Ami-.[37]​ Pero pronto se comprobó que la medida era insuficiente —Calvo Sotelo llegó a culpar a los "enemigos" del régimen de la pérdida de valor de la peseta—. La siguiente se acordó en diciembre de 1928 —la subida de medio punto de los tipos de interés— que no dio resultado, como tampoco lo dio el intento de restringir las importaciones para reducir el déficit de la balanza comercial.[40]

En octubre de 1929 se suspendió la política de intervención de cambios porque los 500 millones de pesetas del CIC ya se habían gastado y no habían servido para nada ya que la peseta había continuado cayendo –una libra costaba entonces 35 pesetas—.[41]​ Al mes siguiente se decidió atajar uno de los problemas de fondo, el elevado déficit presupuestario, y se puso fin al Presupuesto Extraordinario, el artificio contable que había ideado Calvo Sotelo para aumentar el gasto público sin que esto supusiera aparentemente un aumento del déficit, pero Calvo Sotelo se siguió negando a devaluar la peseta, porque lo consideraba una decisión antipatriótica —además implicaba reconocer la debilidad de la Dictadura—. Su alternativa fue emitir un nuevo empréstito por valor de 350 millones de pesetas que debería ser suscrito por la banca española, confiando, según Eduardo González Calleja, "en que el patriotismo del capitalismo español cubriese la emisión". Pero el empréstito fracasó estrepitosamente y Calvo Sotelo no tuvo más remedio que presentar su dimisión el 21 de enero de 1930, sólo una semana antes de la dimisión de Primo de Rivera.[42]​ La paridad de la peseta había caído a 40 pesetas por libra, "una realidad difícil de digerir", comenta Ben Ami.[43]

En cuanto a la influencia de la crisis monetaria y financiera en la caída de Primo de Rivera, el historiador Eduardo González Calleja afirma lo siguiente:[44]

Según Shlomo Ben Ami,[45]

Los partidos del turno, el Partido Conservador (España) y el Partido Liberal, prácticamente desaparecieron como consecuencia de su desalojo del poder y de la política de "descuaje del caciquismo".[46]​ Buena parte de sus dirigentes, que al principio de la Dictadura se habían mantenido a la expectativa, rompieron con el rey cuando comprobaron que Alfonso XIII la apoyaba firmemente sin importarle violar la Constitución de 1876. Entre éstos destacó el conservador José Sánchez Guerra, convertido en el símbolo del legalismo constitucional -se negó a ser monárquico de la Monarquía absoluta-. En cambio otros políticos de los partidos del turno decidieron colaborar con la Dictadura, como el conservador Juan de la Cierva o como una parte importante del maurismo (José Calvo Sotelo, José Antonio Gamazo, César de la Mora o César Silió).[47]

Los antiguos miembros de los partidos del turno más críticos con Alfonso XIII como Sánchez Guerra o Manuel de Burgos y Mazo, del partido conservador, o Santiago Alba, del liberal, se unieron al Bloque Constitucional fundado por el reformista Melquiades Álvarez, que defendía la abdicación del rey y la convocatoria de Cortes Constituyentes. Otros irían aún más lejos y se pasarían abiertamente al campo republicano, como Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura Gamazo, que fundaron la Derecha Liberal Republicana.[48]

Entre los miembros de los partidos del turno, de la vieja política, que se enfrentaron a la Dictadura destacó el conservador José Sánchez Guerra, quien, tal como había prometido, cuando se convocó la Asamblea Nacional Constituyente se exilió de España, y más tarde participó en el intento de golpe de estado de enero de 1929.[49]​ Poco después de que Primo de Rivera anunciara el 5 de septiembre de 1926 su firme propósito de institucionalizar su régimen, Sánchez Guerra envió una carta al rey en la que le decía que la convocatoria de la proyectada Asamblea Nacional Consultiva supondría «la ruptura definitiva y el apartamiento inmediato del Monarca, cuando no de la Monarquía, de todos los hombres monárquicos constitucionales de España», idea que le reiteró cuando se entrevistó con él el 22 de septiembre en San Sebastián. Para Sánchez Guerra, la convocatoria de la Asamblea era «un acto ilegítimo y faccioso» y prometió que si este hecho finalmente se producía él se autoexiliaría de España, promesa que cumplió al año siguiente, 12 de septiembre de 1927, el mismo día en que Alfonso XIII firmó el decreto de convocatoria. En el manifiesto que hizo público, en el que recogía la carta que había enviado al rey un año antes, proponía la convocatoria de un Parlamento mediante el cual "«la nación soberana disponga libremente de sus destinos y establezca las normas dentro de las que habrá de moverse y desenvolver su acción los gobernantes futuros»". Diversos miembros de la vieja política se adhirieron al manifiesto como Miguel Villanueva, el conde de Romanones, Francisco Bergamín o Manuel de Burgos y Mazo.[47]​ A principios de 1929 Sánchez Guerra protagonizó un intento de golpe de Estado para derribar a la Dictadura.

Los republicanos se vieron reforzados por la aparición de un nuevo partido Acción Republicana. Su promotor era Manuel Azaña, antiguo miembro del Partido Reformista de Melquiades Álvarez. Azaña, como la mayoría de las personalidades que abandonaron el partido tras el golpe de Estado de Primo de Rivera, había dado por liquidado el proyecto reformista de alcanzar la democracia en el seno de la Monarquía, y apostaba ya por la República, tal como lo expuso en el manifiesto Apelación a la República que hizo público en mayo de 1924. Para alcanzarla proponía crear «una nueva conjunción republicano-socialista capaz de oponer al bloque avasallador de las fuerzas oscurantistas coligadas, la resistencia primero, la contraofensiva después de la voluntad liberal latente so la mentida resignación del país».[50]

Azaña criticó a los viejos republicanos como Alejandro Lerroux o Vicente Blasco Ibáñez y propuso un nuevo republicanismo. Esta iniciativa se concretó en mayo de 1925 con el nacimiento del llamado "Grupo de Acción Republicana", que estaba integrado por intelectuales, algunos de ellos procedentes como Azaña del Partido Reformista, como Ramón Pérez de Ayala o José Giral, y otros no como Luis Jiménez de Asúa, Luis Araquistain, Honorato de Castro o Martí y Jara.[51]

La unión entre el nuevo y el viejo republicanismo se alcanzó el 11 de febrero de 1926 con la fundación de la Alianza Republicana, el mismo día en que se celebraba el aniversario de la Primera República Española.[52]​ Formaban parte de la Alianza los viejos Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux y Partido Republicano Democrático Federal, junto con las nuevas formaciones de Acción Republicana de Azaña y el Partit Republicà Català, fundado por Marcelino Domingo y Lluís Companys.[53]

En el manifiesto que hizo público la Alianza Republicana el mismo día que se creó, el 11 de febrero de 1926, se pedía la convocatoria de «unas Cortes Constituyentes elegidas mediante sufragio universal, en las cuales lucharemos por la proclamación del régimen republicano». El manifiesto recibió un amplio respaldo de los centros republicanos, unos 450, que decían agrupar a cerca de 100.000 personas. Todos los partidos firmantes se comprometieron a permanecer unidos hasta conseguir la caída de la Dictadura.[54]​ La Junta Provisional de la Alianza quedó constituida por Manuel Hilario Ayuso Iglesias, Roberto Castrovido, Marcelino Domingo, Alejandro Lerroux y Manuel Azaña.[55]

Según la historiadora Ángeles Barrio, "la importancia de la Alianza estribaba en que representaba una renovación del republicanismo capaz de lograr, como se demostró a raíz de la proclamación de la Segunda República Española, lo que hasta entonces no le había sido posible: atraer al proyecto político de la República a unas bases sociales principalmente urbanas, de clases medias y medias bajas, así como a amplios sectores de los trabajadores".[56]​ La Alianza tuvo un papel secundario en el fracasado golpe de Estado de junio de 1926, conocido como la Sanjuanada, pero participó activamente en el intento de golpe de Estado de enero de 1929 encabezado por Sánchez Guerra. En los meses siguientes abandonaron la Alianza los republicanos federales y el Partido Radical de Lerroux sufrió una escisión por su izquierda encabezada por Álvaro de Albornoz, al que se unió Marcelino Domingo, que dio nacimiento al Partido Republicano Radical-Socialista, de ideología obrerista, anticlerical y laicista. Sin embargo, estas defecciones no debilitaron a la Alianza que en julio de 1929 decía contar con unos 200.000 afiliados.[55]

Según Shlomo Ben Ami, el crecimiento del republicanismo estuvo íntimamente relacionado con el descontento de las clases medias con la Dictadura. El republicanismo "empezó a abarcar y dar expresión a la pequeña burguesía urbana, a los pequeños empresarios amenazados con la quiebra de sus negocios por la carga fiscal y por el favoritismo del régimen hacia los monopolios, a los comerciantes que habían tenido que reducir el ámbito de sus negocios debido a la política de altos aranceles de la dictadura. Es revelador que en los programas de la mayoría de los partidos republicanos se hablara del libre comercio y la defensa de la pequeña empresa, frente al expansionismo y el proteccionismo de las grandes compañías. Esos partidos atraían también a las clases profesionales, sobre todo en provincias, donde el maestro, el médico, el ingeniero y el abogado encontraban cada vez más difícil ganarse decorosamente la vida, debido al constante aumento de precios y, a partir de 1929, a la escasez de nuevas oportunidades de empleo. Ir al monte de piedad ya se había vuelto costumbre para las amas de casa de clase media deseosas de mantener las apariencias de un nivel de vida decoroso".[57]

Las dos organizaciones nacionalistas catalanas que desplegaron mayor actividad en su oposición a la Dictadura fueron Acció Catalana y, sobre todo, Estat Catalá. Respecto de la primera, como ha señalado Montserrat Baras, durante este periodo "únicamente se puede hablar de acciones aisladas de individuos o de núcleos de notables y el mantenimiento de conexiones basadas principalmente en relaciones personales" debido a que Acció Catalana no era un propiamente un partido político sino un aplec de patriotes ['reunión de patriotas'], lo que explica también que sus dirigentes actuaran de diferentes formas. Mientras su presidente Jaume Bofill i Mates se exilió voluntariamente en París, Lluís Nicolau d'Olwer llevó el «caso catalán» a la Sociedad de Naciones[58]​ y Antoni Rovira i Virgili, líder del sector más republicano y más socialmente avanzado, fundó en 1927 un periódico propio, La Nau, del que surgiría poco después de la caída de Primo de Rivera un nuevo partido llamado Acció Republicana de Catalunya.[59]

En cuanto a Estat Català, liderado por Francesc Macià, apostó decididamente por la vía insurreccional creando los escamots y recaudando fondos para la compra de armas.[60]​ En enero de 1925 Macià fundó en París el Pacto de la Libre Alianza, a la que se sumaron la CNT y los nacionalistas vascos y gallegos, por el que se creaba un Comité General Revolucionario, o Comité de Acción, que sería el que dirigiría el levantamiento simultáneo en Cataluña y en el País Vasco.[61]

En junio de 1925 grupos clandestinos de Estat Catalá y de Acció Catalana organizaron el llamado complot de Garraf, un atentado fallido contra los reyes de España en los túneles de ferrocarril de las costas de Garraf por donde tenía que pasar el tren que los llevaba a Barcelona.[62]

Tras el fracaso del golpe de Estado de la Sanjuanada de junio de 1926, Macià puso en marcha el plan previsto de invasión de Cataluña por un pequeño ejército integrado por escamots que tras cruzar la frontera por Prats de Molló, tomaría Olot y después caería sobre Barcelona, donde simultáneamente se declararía la huelga general, y con la colaboración de una parte de la guarnición se proclamaría la República catalana.[63]​ Pero el llamado complot de Prats de Molló fue un desastre porque uno de los que participaban, el italiano Riciotti Garibaldi, era un agente doble de Mussolini, quien alertó a Primo de Rivera.[64]​ Así que la policía francesa, que también estaba sobre aviso, no tuvo muchas dificultades para detener cerca de la frontera española, entre los días 2 y 4 de noviembre, a la mayoría de los hombres comprometidos en la invasión (115). Macià también fue detenido y conducido junto con otros 17 de los implicados a París para ser juzgado. El juicio se celebró en enero de 1927 siendo condenados a penas muy leves de cárcel, y desterrados a Bélgica.[65]​ El complot y el juicio tuvieron un amplio eco internacional lo que dio "origen al persistente mito de l'Avi [Macià], precisamente en el momento de más baja popularidad de la Dictadura y sus cómplices en Cataluña". Macià desarrolló a partir de entonces una febril actividad propagandística de la "causa catalana", especialmente por América Latina, que culminó en Cuba, donde en octubre de 1928 convocó una autodenominada Asamblea Constituyente del Separatismo Catalán, de la que surgiría el Partit Separatista Revolucionari Català y donde se aprobó la Constitución Provisional de la República Catalana.[66]

En cuanto a los nacionalistas vascos, el sector más radical aberriano que entonces controlaba el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y que fue el más duramente perseguido por la Dictadura —mientras los moderados de la Comunión Nacionalista Vasca eran relativamente tolerados-, optó como Estat Català por la vía insurreccional. En noviembre de 1924 doce aberrianos se reunieron en Ordizia con el activista irlandés Ambrosse Martin, pero todo fueron detenidos, lo mismo que le sucedió al líder de los aberrianos Elías Gallastegui cuando el 3 de mayo de 1925 encabezó un acto de afirmación nacionalista, aunque finalmente consiguió huir al País Vasco francés, donde a finales de año fundó un Comité Pro-Independencia Vasca, que publicó el periódico Lenago Il ('Primero morir'), autotitulado Órgano oficial del Ejército de Voluntarios Vascos. Al igual que los nacionalistas catalanes los aberrianos también presentaron el "caso vasco" ante los organismos internacionales y participaron en el Pacto de la Libre Alianza promovido por Macià. Se llegó a planificar una operación que consistía en el desembarco en Bilbao de 300 combatientes armados que llevarían a cabo un levantamiento armado como el de Dublín de 1916. Por otro lado, los gudaris vascos no participaron en el complot de Prats de Molló. Gallastegui, como Macià, realizó un viaje por América Latina y Estados Unidos recorriendo los centros vascos. En México fundó la revista Patria Vasca, en Argentina lanzó el periódico Nación Vasca y en Nueva York volvió a editar Aberri.[67]

El nacionalismo gallego conservador encabezado por Vicente Risco y Antonio Losada había acogido la llegada de la Dictadura con ciertas esperanzas, pero cuando se les presionó para que se integraran en el partido único de la Dictadura, la Unión Patriótica, tanto Risco como Losada se pasaron a las filas de la oposición. Sin embargo, las Irmandades da Fala sólo comenzaron a actuar a partir del año 1928. Al año siguiente la Irmandade da Fala de A Coruña encabezada por Antonio Villar Ponte se unió a los republicanos de Santiago Casares Quiroga, lo que daría nacimiento después de la caída de la Dictadura a la ORGA.[68]

La colaboración con la Dictadura fracturó al socialismo español entre los partidarios de la misma –encabezados por Francisco Largo Caballero, Julián Besteiro y Manuel Llaneza- y los opuestos a ella –encabezados por Indalecio Prieto y Teodomiro Menéndez-.[69]​ Cuando el 25 de octubre de 1925 Francisco Largo Caballero tomó posesión de una vocalía del Consejo de Estado, como miembro del Consejo de Trabajo que había absorbido al Instituto de Reformas Sociales, se ahondó la fractura pues ese mismo día Indalecio Prieto dimitió de su cargo en la Comisión Ejecutiva del PSOE en señal de protesta.[70]

Tras incorporarse UGT a la Organización Corporativa Nacional creada en noviembre de 1926, el debate interno socialista se volvió a abrir con motivo de la invitación que les hizo Primo de Rivera para que participaran en la Asamblea Nacional Consultiva que iba a debatir un nuevo proyecto de Constitución. Ahora se trataba de una colaboración claramente política, y el sector contrario a la participación encabezado por Indalecio Prieto logró imponerse en los Congresos Extraordinarios del PSOE y UGT del 7-8 de octubre de 1927, por lo que los socialistas anunciaron que no acudirían a la Asamblea Nacional Consultiva, lo que causó una profunda decepción a Primo de Rivera.[71]

La ruptura definitiva con la Dictadura se produjo en 1929 con motivo del anteproyecto de nueva Constitución corporativa y autoritaria presentado por la Asamblea Nacional Consultiva el 6 de julio. Tanto el PSOE como la UGT lo rechazaron y reclamaron una Constitución auténticamente democrática, que sólo creían posible con el advenimiento de la República. En un último intento de integrar a los socialistas en su proyecto Primo de Rivera les ofreció cinco puestos en la Asamblea designados por ellos mismos, pero los socialistas los rechazaron en un manifiesto titulado A la opinión pública hecho público el 13 de agosto. Largo Caballero, que se había distanciado de Julián Besteiro, quien seguía defendiendo la colaboración, proclamó la voluntad de «realizar nuestros fines a un Estado republicano de libertad y democracia, donde podamos alcanzar la plenitud de poder político que corresponde a nuestro creciente poder social». Tras la caída de la Dictadura el PSOE y la UGT se sumaron al Pacto de San Sebastián del que surgió el comité revolucionario que tras la proclamación de la Segunda República Española en abril de 1931 se convirtió en el Gobierno Provisional de la Segunda República Española, que contó con tres ministros socialistas.[72]

La implacable represión a la que sometió la Dictadura a la CNT suscitó un debate interno entre los sindicalistas como Joan Peiró o Angel Pestaña, que abogaban por buscar fórmulas que permitieran a la CNT actuar en la legalidad, y los anarquistas "puros" como Diego Abad de Santillán y Emilio López Arango, que acusaban a Peiró y a Pestaña de "reformistas" y que defendían la "acción directa" y el espontaneísmo revolucionario de las masas. Estos últimos encontraron un amplio respaldo entre los cenetistas exiliados en Francia, que en febrero de 1924 constituyeron en París un Comité de Relaciones Anarquistas que proponía el asalto al Estado por medio de un "Ejército revolucionario", por lo que fueron motejados por los sindicalistas con el sobrenombre burlón de "anarcobolcheviques".[72]

La primera "acción directa" fue un intento de invasión de España desde Francia por Vera de Bidasoa (Navarra) y por la frontera catalana, que tuvo lugar a principios de noviembre de 1924, y que fue acompañado del intento de asalto del Cuartel de las Atarazanas y de la Maestranza de Artillería de Barcelona. Las dos operaciones resultaron un completo fracaso, porque al parecer la policía española estaba informada de ellas. El 7 de noviembre hubo un enfrentamiento armado en Vera de Bidasoa en el que murieron dos guardias civiles, un carabinero y tres insurrectos, y tres más resultaron heridos. Fueron detenidos catorce revolucionarios, y el resto logró huir a Hendaya, donde la Gendarmerie arrestó a veinte españoles y a un francés. En cuanto al grupo que debía invadir España por Cataluña, dirigido por Francisco Ascaso y Juan García Oliver, fue interceptado por la Gendarmerie, que había sido alertada por la policía española. Cuando intentaban cruzar la frontera fueron detenidos 22 insurrectos, mientras el resto conseguía escapar. Los dirigentes anarquistas que lograron huir abandonaron Francia y buscaron refugio en Bélgica o en América Latina. Esta última fue el destino de Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, "Los Errantes", donde desarrollaron "una amplia labor de propaganda anarquista plagada de acciones violentas rayanas en el delito común".[73]

El fracaso de la intentona de Vera de Bidasoa abrió el debate sobre la participación de la CNT en conspiraciones de tipo político para derribar la Dictadura, lo que ahondó las diferencias entre los sindicalistas y los anarquistas "puros". En la primera discusión que tuvo lugar en el Congreso Nacional celebrado clandestinamente en Barcelona en abril de 1925 ganaron los primeros al ser aprobada la propuesta de la colaboración «con cuantas fuerzas tiendan a la destrucción del régimen actual por medios violentos» aunque con la salvedad de que "«estos pactos no supongan que se contraen compromisos de ningún género para limitar el alcance y desarrollo de la revolución que, en todo momento, deberemos propulsar hasta sus extremos radical y positivo»".[74]​ Fruto de este acuerdo fue la entrada de la CNT en la Libre Alianza creada por el líder catalanista Francesc Macià y que organizaría el frustrado complot de Prats de Molló.[75]

En 1927 comenzó la ruptura del sector sindicalista cuando Angel Pestaña planteó como medio para recuperar la legalidad participar en las elecciones para Comités Paritarios de la recién creada por la Dictadura Organización Corporativa Nacional, en los que la representación obrera estaba siendo copada por la UGT, pero la propuesta fue rechazada por la mayoría encabezada por Joan Peiró ya que rompía con los principios "apolíticos" que definían a la CNT desde su fundación. La ruptura entre Peiró y Pestaña se consumó cuando este fundó en Barcelona en octubre de 1929 una Unión Local de Sindicatos y Asociaciones Obreras situada al margen de la Federación Local de Sindicatos Únicos de Barcelona de la CNT, y además se acercó a nacionalistas catalanes y republicanos para formar un frente antidictatorial. La ruptura no duró mucho tiempo porque la dimisión de Primo de Rivera en enero de 1930 impidió que la organización de Pestaña pudiera participar en la OCN, y así en marzo aquel y Peiró se reconciliaron.[76]

La fractura en el sector sindicalista propició el crecimiento del sector anarquista "puro" que defendía la coordinación orgánica entre la CNT y las organizaciones anarquistas. Concretamente Diego Abad de Santillán en su obra El anarquismo en el movimiento obrero (1925) propuso recurrir a la táctica de la "trabazón" aplicada por la FORA argentina —y que consistía en el establecimiento de órganos de enlace entre los sindicatos obreros y los grupos específicamente anarquistas— para asegurar el predominio libertario en la CNT. La organización específica de carácter anarquista que aplicaría en España la táctica de la "trabazón" fue la FAI.[77]

La Federación Anarquista Ibérica fue fundada en Valencia el 24-26 de julio de 1927 a partir de la fusión de la Uniâo Anarquista Portuguesa, la Federación Nacional de grupos Anarquistas de España y la Federación de grupos Anarquistas de Lengua Española, fundada en Francia para la organización de los cenetistas exiliados. La FAI propugnaba el establecimiento de formas de representación orgánica de la misma en los órganos de gobierno de la CNT —la trabazón— para asegurar el carácter anarconsindicalista de la Confederación. Según el historiador Eduardo González Calleja, "el objetivo declarado era la conversión de la FAI en la vanguardia inspiradora del sindicato" por lo que "sus miembros actuaban como militantes de choque, y se reunían en grupos de afinidad de tres a diez miembros, organizados a escala federal de forma paralela a la CNT, con la que se coordinaban a través de los comités de relaciones y los comités mistos [CNT-FAI] de acción".[78]

Siguiendo la táctica de la "trabazón", la FAI controló Comité de Acción de la CNT afincado en Badalona, que entró en conflicto con el Comité Nacional presidido por Peiró y radicado en Mataró, a causa de que la FAI proponía lanzar un movimiento insurreccional en solitario, contando con el apoyo de algunos militares afines como el capitán Fermín Galán, mientras que el Comité Nacional apostaba por la participación en la conspiración encabezada por el conservador José Sánchez Guerra y que culminaría en el intento de golpe de Estado de enero de 1929. El fracaso del golpe obligó al Comité Nacional a dimitir, siendo sustituido por un Comité Nacional oficioso formado por Pestaña.[79]

La Dictadura llevó a cabo una reestructuración y ampliación del servicio de Policía, cuyo presupuesto aumentó considerablemente y cuidó especialmente la acción policial en el extranjero, que era coordinada por el embajador en París, ya que en Francia vivían la mayoría de los exiliados y refugiados españoles. El embajador José María Quiñones de León, además de presionar a las autoridades francesas para que los deportaran, como a Francesc Macià, y de conseguir la colaboración de la Sûreté, creó en París una oficina de propaganda.[80]

Tras la Sanjuanada, un Real Decreto publicado el 3 de julio de 1926 otorgó al dictador facultades discrecionales para imponer «las sanciones que estén dentro de sus facultades y proponiéndome las que excedan de ella, incluso los destierros y deportaciones que crea necesario, sea cualquiera su número y la calidad de las personas que lo merezcan», sin otro límite que «el que señalen las circunstancias y el bien del país y le inspire su rectitud y patriotismo». Además se establecía que los sancionados no podrían apelar a los tribunales de justicia.[81]

El 17 de junio de 1928 otro Real Decreto imponía el permiso de la autoridad gubernativa para la celebración de actos de tipo político, que estuvo acompañado de los confinamientos arbitrarios, las multas exorbitantes y las violaciones de la correspondencia.[81]

El nuevo Código Penal aprobado en septiembre de 1928, y que sería derogado por la Segunda República Española, incluyó en el delito de rebelión las huelgas y los paros laborales, así como consideró atentado a la autoridad la agresión a los miembros del Somatén, aunque no se hallasen ejerciendo las funciones de su cargo.[82]

El 22 de diciembre de 1928 se eliminaron las últimas trabas legales que quedaban para que el gobierno controlara completamente el poder judicial. A partir de entonces el Directorio civil pudo "separar, destituir, suspender o trasladar a magistrados, jueces y funcionarios judiciales sin necesidad de expedientes ni de informe previo, y sin posibilidad de apelación o recurso", afirma Eduardo González Calleja.[83]

Tras el fracaso golpe de Estado encabezado por Sánchez Guerra de enero de 1929 el Directorio Civil endureció las medidas represivas. Pocos días después, el 4 de febrero, creó un Tribunal Especial vinculado a la Dirección General de Seguridad, que virtualmente ponía el poder judicial en manos del gobierno. El Tribunal estaría presidido por un juez militar e instruiría los sumarios que afectasen a la seguridad del Estado, y podría abrir sumarios rápidos por delitos de conspiración, rebelión, etc., lo que significaba en la práctica que el gobierno podía, por ejemplo, suspender de empleo y sueldo a los funcionarios que fueran hostiles al régimen. La creación del Tribunal Especial fue acompañada de una Circular de la Presidencia del gobierno de 8 de febrero por la que se facultaba a la policía para fiscalizar las conversaciones o los actos que pudieran conducir a alteraciones del orden público, se atribuían tareas policiales a la Unión Patriótica y al Somatén, y se amenazaba con multas gubernativas de hasta 25.000 pesetas y detenciones de 14 días a «toda persona que en un lugar público augurase males al país o censurase con propósitos de difamación o quebrantamiento de autoridad y prestigio, a los ministros de la Corona o altas autoridades». Asimismo se crearía un registro de funcionarios en el que entre otras cosas figuraría si «con publicidad y escándalo, se manifiestan enemigos del régimen y procuran su desprestigio y quebranto».[84]​ Por último, la censura de prensa se hizo aún más restrictiva prohibiéndose de forma expresa todo tipo de crítica a la gestión del gobierno, y se impuso a los periódicos la obligación de insertar las notas oficiosas del Directorio civil.[85]

En abril de 1929 se discutió un proyecto de Ley de Orden Público, que ampliaba los poderes discrecionales del gobierno para suprimir las garantías constitucionales, para proceder a detenciones y registros sin mandamiento judicial, así como la expulsión de extranjeros peligrosos, y para declarar el estado de guerra. A esta reforma se opuso el rey, lo que, según González Calleja, "precipitó la dimisión de Primo en enero de 1930".[86]

Ante las duras críticas que estaba recibiendo el anteproyecto de Constitución, en agosto de 1929 Primo de Rivera propuso debatir una salida consensuada a la Dictadura en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente a la que pidió que se incorporarán personalidades de la vieja política, representantes de las Reales Academias, las Universidades y los Colegios de Abogados, y de UGT, pero todos ellos rehusaron participar, lo que, según Eduardo González Calleja, "rompió todos los puentes para una salida institucional a la Dictadura" y acentuó "la crisis terminal del régimen".[87]

Según Shlomo Ben-Ami, "los últimos meses de la dictadura fueron la agonía de un dictador desconcertado". "Abrumado por las dificultades que se acumulaban, el dictador perdió definitivamente la confianza en sí mismo y, en consecuencia, formó una serie de planes de transición confusos y a menudo contradictorios", pero "ninguno encontró acogida favorable". El objetivo de Primo era "pasar el poder de manera ordenada" y "que [se] respetara el legado y las instituciones de la dictadura".[88]

Su último plan de transición fue discutido en una comida (o cena) de trabajo del gobierno, y a la que también asistió el presidente de la Asamblea Nacional Consultiva José Yanguas Messía, celebrada en el restaurante Lhardy a principios de diciembre en conmemoración del cuarto aniversario de la constitución del Directorio civil. Allí Primo de Rivera les confirmó su intención de abandonar el poder y de acortar la duración del régimen, proponiendo al rey el nombramiento de un gobierno de transición, que no fuera «ni dictatorial ni constitucional», presidido por un civil «de corte derechista», que podría ser el conde Guadalhorce.[89][90]​ Según la historiadora Genoveva García Queipo de Llano el plan de transición discutido en Lhardy incluía la convocatoria de una Asamblea formada por 250 senadores y 250 diputados.[91]

El 31 de diciembre de 1929 el Consejo de Ministros presidido por el rey debatió el "plan Lhardy", pero "Alfonso XIII pidió unos días para reflexionar…, lo que supuso una retirada tácita de la confianza regia y la apertura oficial de la crisis postrera del régimen", afirma González Calleja.[92]​ José Calvo Sotelo, ministro de Hacienda escribió más tarde: «Aquel día quedó firmada la sentencia de muerte de la dictadura».[93]​ Según Shlomo Ben Ami, durante la reunión del Consejo de Ministros el rey "no pudo dejar de advertir que se hallaba ante un gobierno incoherente, dirigido por un dictador desconcertado, que le presentaba un plan hecho de remiendos. El monarca advirtió también que, a pesar de la fachada de solidaridad que trataban de presentar, los ministros no apoyaban el plan de Lhardy o, cuando menos, estaban divididos acerca de él".[93]

Primo de Rivera tras el Consejo de Ministros con el rey declaró:[94]

Por esas mismas fechas tomaba cuerpo una conspiración militar para derribar a la Dictadura que tenía su epicentro en Andalucía y que se desarrollaba casi a la luz pública.[91]​ La conjura estaba dirigida por el mismo comité constitucionalista presidido por Miguel Villanueva que había organizado el fracasado golpe de Estado de enero de 1929. Contaban con el general Manuel Goded, gobernador militar de Cádiz, que estaba dispuesto a una «repetición de la marcha de Alcolea» y que debía empezar en Cádiz el 15 de febrero, y también con la aquiescencia del rey Alfonso XIII, quien, como ha señalado González Calleja, "había terminado por comprender que desembarazarse de Primo cuanto antes era la única oportunidad que disponía para salvar su propia situación y la de la Monarquía". De hecho, el 18 de enero el infante Carlos de Borbón, capitán general de Andalucía, le pidió a su primo que destituyera a Primo de Rivera —y este a su vez le pidió al rey que aceptara su relevo por considerarlo cómplice de la "conspiración andaluza", a lo que Alfonso XIII se negó—.[95]​ Lo mismo le dijo al rey el hijo del conde de Romanones enviado por este, para atajar así el golpe que se estaba preparando y cuyas consecuencias eran imprevisibles.[96]

El 21 de enero dimitía el ministro de Hacienda José Calvo Sotelo, ante el fracaso estrepitoso de su política monetaria y financiera.[44]​ Primo de Rivera lo sustituyó por el conde de los Andes, un hombre de confianza del rey, intentando con ello recuperar el apoyo del monarca pero no lo consiguió.[92]​ Al día siguiente, 22 de enero, comenzó una nueva huelga en todas las universidades, que ya tuvo un carácter marcadamente republicano y que fue apoyada por los sindicatos.[26]

El 26 de enero Primo de Rivera hizo un último intento para detener el golpe que se estaba preparando contra él, y cuya fecha Goded había adelantado al 5 de febrero. Ese día anunció mediante una "nota oficiosa" que iba a consultar a los capitanes generales, para que valorasen la labor de la Dictadura y para que con su autoridad zanjasen las «intrigas altas y bajas» que se estaban desarrollando en aquellos momentos. Según Eduardo González Calleja, "la famosa encuesta al Ejército fue un paso en falso en varios aspectos. En primer lugar, era un reconocimiento tácito de que la legitimidad última del régimen permanecía depositada en el Ejército, no en fantasmales plebiscitos populares o en ficciones pseudoparlamentarias. En segundo término, colocaba a unas Fuerzas Armadas asaltadas por una grave crisis de disciplina interna ante la incómoda tesitura de tener que juzgar la labor y la licitud de un régimen que había sobrevivido casi en exclusiva gracias a su apoyo institucional. En tercera instancia, era un último desaire al rey, quien había provocado la crisis de confianza, pero al que, como en septiembre de 1923, se le colocó ante un hecho consumado que anulaba su potestad de arbitraje, desaparecida de hecho con la ruptura del consenso constitucional".[97]​ Esta última consideración es compartida por Shlomo Ben Ami: "El llamamiento de Primo de Rivera a los generales fue un imposible intento de contragolpe de Estado, esta vez contra el rey. La afirmación de Primo de Rivera de que la opinión de los militares había sido la fuente de su elevación al poder, era una afrenta a la corona y una violación del marco político en el cual el soberano era la suprema fuente de poder".[98]

El 27 de enero Primo de Rivera recibió las ambiguas respuestas de los capitanes generales que respondían, según Shlomo Ben Ami, a su deseo de distanciar al Ejército de la Dictadura, "un buque que se estaba hundiendo" y a que la mayor parte de ellos eran amigos del rey o muy leales a él como soberano. Todos ellos reiteraron su total obediencia al rey y al gobierno que tuviera su confianza. El más explícito en la contestación fue el capitán general de Cataluña, el general Emilio Barrera, colaborador estrecho y amigo personal de Primo de Rivera, quien criticó abiertamente la consulta al considerar que «tiene los visos de otro golpe de Estado», añadiendo a continuación: «la consulta significa debilidad de un lado y de otro mezclar al ejército en cuestiones políticas, de las que debe permanecer alejado. […] Entonces [el 13 de septiembre de 1923] fue lógica la intervención del ejército; en el caso de hoy tiene ya el significado de querer mezclarlo en lo que no es su función…».[99]

Según Shlomo Ben Ami, Primo de Rivera a pesar de la respuesta que había recibido de sus compañeros de armas no estaba dispuesto a dimitir. El rey encargó al nuevo ministro de Hacienda y hombre de su confianza, el conde de los Andes, para que persuadiera al dictador, pero finalmente fue la intervención del general Severiano Martínez Anido, su amigo y ministro de la Gobernación, quien le convenció para que no tratara de resistir. En la tarde del 28 de enero de 1930 Primo de Rivera presentó su dimisión al rey.[100]

"Alfonso XIII, que era desde hacía seis años un rey sin Constitución, nombró al general Dámaso Berenguer [entonces jefe de la casa militar del rey][101]​ presidente del gobierno con el propósito de retornar a la normalidad constitucional", afirma Santos Juliá.[102]​ Según González Calleja, "la designación de Berenguer como nuevo primer ministro dejó burladas las expectativas políticas de los constitucionalistas, cifradas en la formación de un Gabinete presidido por José Sánchez Guerra, que convocaría Cortes Constituyentes. Tal solución fue rechazada de plano por don Alfonso, que parecía dispuesto a seguir adelante y no retroceder, puesto que consideraba que el primer día de las Constituyentes sería el último de mi reinado".[103]

Según Genoveva García Queipo de Llano, que Primo de Rivera eligiera la dimisión, el "procedimiento más insospechado" para dar una salida a la situación, se debió a "su mal estado de salud y [a] las ganas que tenía de abandonar el ejercicio de sus responsabilidades". Tras su dimisión, salió de España y poco después fallecía en un modesto hotel de París.[91]

Según Ángeles Barrio,[104]



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