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Capitán donatario



Capitán de donataria, o simplemente Capitán donatario, fue un cargo administrativo tardo-feudal portugués.

Fueron miembros de la pequeña nobleza la que recibió en donación extensos territorio.[1]​ Creado inicialmente para el poblamiento de las islas atlánticas (Azores y Madeira)[2]​, fue extendido a Brasil donde se impuso el régimen de la donataria.

Correspondía a los capitanes, en sus respectivas Capitanías, representar la autoridad y los intereses de los donatarios, garantizándoles el provechos y la administración de sus bienes. También servían de interlocutor entre la población y los donatarios. Los capitanes, autoridad máxima en su Capitanía, gozaban de amplios poderes administrativos, judiciales y fiscales. Tenían el deber de poblar, repartir las tierras, explotarla económicamente, traer colonos, defender el territorio [3]​ y mantener el orden, aplicando justicia, siéndoles vedadas solo las penas de amputación de miembros y de ejecuciones. Respondían por sus actos directamente ante el donatario, y eran remunerados con el diezmo, la llamada redízima, de los rendimientos que daba la tierra a los donatarios. Tenían el monopolio de los molinos, del comercio de la sal y de los hornos de cocción de pan.

El cargo solía ser hereditario, sujeto a un regimiento específico y, en general, a la confirmación real. En ausencia de hijo varón, se aplicaba, con algunas excepciones, la ley sálica.

El capitán del donatario recibía poderes, tanto en el campo civil y como en el criminal, pero estaba obligado a presentar a las partes enfrentadas ante jueces locales, quienes debían aplicar el derecho, es decir, el derecho general legislado, el derecho consuetudinario, ampliado por la legislación creada en el archipiélago y que desembocará en el régimen autónomo del siglo XIX. El Capitán era también la instancia de recurso a la que podían apelar las partes. En cuanto a los hechos criminales, el propio Capitán era quien decidía, y podía aplicar a los culpables penas de prisión, destierro y azotes, sin que los reos pudieran apelar a otras instancias.

Sin embargo, cuando se trataba de crímenes graves, castigados con penas de amputación de miembros (mano, pie o lengua) o pena de muerte, los acusados ​​debían ser juzgados y, si eran condenados, solo podían apelar al Infante que debía enviar el proceso a la Casa del Rey, que resolvía finalmente el recurso. El infante determinó además que quien violara esta regla y usurpase sus poderes, le pagaría mil reales por vez, además de las penas que la ley general preveía para el caso. En cuanto a los escribanos (notarios) prevaricadores, el Capitán les suspendía inmediatamente de oficio, y comunicaba el hecho al Infante quien determinaba la pena a aplicar.



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