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Carnéades



Carnéades (en griego Καρνεάδης ο Κυρηναίος) (ca. 214 a. C. – ca. 129 a. C.) filósofo y orador de la Antigua Grecia. Nació en la colonia griega de Cirene, convirtiéndose más tarde en ciudadano de Atenas. Fue director de la Academia desde ca. 160 a. C. hasta ca. 137 a. C., fundando la tercera Academia después de haber oído las lecciones de Hegésimo.

Sus doctrinas filosóficas fueron difundidas por su discípulo Clitómaco, dado que él no las publicó. Carnéades era un escéptico contrario a todo dogmatismo, sosteniendo tanto la imposibilidad de la certeza total como de la incertidumbre completa, de igual modo negaba la posibilidad del conocimiento cierto y el carácter científico de las leyes naturales, proponiendo la noción de probabilismo.

Formó parte de una embajada ateniense a Roma en el año 155 a. C. con el propósito de intentar aminorar la multa de quinientos talentos, impuesta por los romanos a los atenienses en castigo por la destrucción y saqueo de la ciudad de Oropo. Le acompañaron filósofos atenienses como Critolao, y Diógenes de Babilonia.[1]

Se cuenta que, gracias a su habilidad como orador consiguió la reducción de la multa, circunstancia por la cual Filóstrato lo incluye en el Libro I de su obra «Vidas de los Sofistas» como ejemplo de este tipo de filósofos.

Durante su vida, Carnéades dio un discurso en el senado a favor de la justicia, y al día siguiente otro en contra. Los romanos se molestaron y enviaron a Carnéades de vuelta a Atenas.[1]

Carnéades estaba de acuerdo con Arcesilao que no se puede conocer nada, pero no apoyaba la suspensión de las creencias.

En contraposición con la doctrina de un conocimiento cierto y verdadero de la realidad, Carnéades propuso la noción de probabilismo. Según el enfoque probabilista todo aquello que se experimenta, todo aquello que nos afecta de algún modo, todo pathos, solo puede ser considerado probable o verosímil, pero no verdadero. Por este motivo, nuestros juicios al respecto solo podrán ser verosímiles. En este sentido, las condiciones para la verosimilitud de un juicio serían tres: no debe ser vago o confuso, no debe ser contradicho y debe haber sido examinado en todos sus detalles.

Ahora bien, en muchas ocasiones este planteamiento ha sido cuestionado señalándose que para que exista algo verosímil debe existir alguna verdad que sirva como fundamento de esa verosimilitud. No obstante, este tipo de cuestionamiento no parece haber considerado suficientemente al menos dos aspectos importantes del asunto.

En primer lugar, no se ha considerado que cuando el probabilismo habla de un pathos o de un juicio verosímil se refiere a un pathos o a un juicio que cumpliría con algunas exigencias de la noción de verdad de los dogmáticos sin adecuarse exactamente a ella, a causa del alto grado de incertidumbre que aun entrañaría la verosimilitud. Así, para el probabilismo la noción de verdad de los dogmáticos solo expresaría una serie de características a las que aspiraría un juicio, sin suponer necesariamente la existencia de algo verdadero.

En segundo lugar, tampoco se ha considerado que el probabilismo no niega el acaecer de los fenómenos, el hecho de que haya algo que nos afecta de un modo u otro y que sirve también como criterio de verosimilitud de un juicio. Lo que podría resumirse diciendo: nada es cierto, excepto el fenómeno (es decir, solo hay conocimiento de probabilidades). Y la certeza en relación a los fenómenos no supondría necesariamente la existencia de una verdad (en cuanto posesión directa de la realidad por parte del espíritu), sino solo una simple adhesión, una creencia verosímil.

Con los escritos de Cicerón, que estudió filosofía en los años 79 y 78 a. C., el escepticismo continuo dominado la Academia durante muchos años después de su muerte. La academia original donde enseñaba Carnéades fue destruida en el curso de la primera guerra mitridática por el general romano Sulla (Sila) en el 86 a. C.[1]

Sus ideas fueron objetadas con ingenio por San Agustín en su obra Contra los académicos, ya que estos académicos negaban la posibilidad de conocer la verdad, pero afirmaban que se podían conocer las cosas por probabilidad o verosimilitud (es decir, por semejanza a la verdad); por eso, en la obra mencionada, a un discípulo suyo que defiende a los académicos le responde: «...son dignos de risa tus académicos, que en la vida quieren seguir lo verosímil, lo semejante a la verdad, ignorando ésta» (II, 7, 19). Aunque finalmente San Agustín sostiene que es «el secreto de Arquesilao» el que les hace aparentar la duda universal o relativa.



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