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Cementerio



Un cementerio (en griego: κοιμητήριον, "dormitorio")[1][2]​ o camposanto es el lugar donde se depositan los restos mortales o cadáveres. Dependiendo de la cultura del lugar, los cuerpos pueden introducirse en ataúdes, féretros o sarcófagos, o simplemente envolverse en telas, para poder ser enterrados bajo tierra o depositados en nichos, mausoleos, panteones, criptas u otro tipo de sepulturas. También son utilizados para enterrar las cenizas de personas cremadas, las cuales son guardadas en un cofre o urna.[cita requerida]

La palabra cementerio viene del término griego koimetérion, que significa dormitorio, porque, según la creencia cristiana, en el cementerio, los cuerpos dormían hasta el día de la resurrección.[cita requerida] A los cementerios católicos se les llama también camposantos, dado que en Pisa, cuando ateniéndose a medidas de higiene la autoridad ordenó cerrar el cementerio, el cual había sido construido en el siglo XIII dentro de la ciudad, el terreno fue cubierto con una gran capa de tierra, que las galeras pisanas habían traído de los lugares santos de Jerusalén.[cita requerida]

La mayoría de los cementerios se destinan a cadáveres humanos, aunque, desde la Antigüedad, existían necrópolis para ciertos animales, como el Serapeum de Saqqara, en Egipto.[cita requerida] Actualmente también existen cementerios de animales para enterrar a las mascotas fenecidas. En el caso de los humanos, actualmente existen los cementerios parques, lugares que han sido muy comunes durante los últimos 30 años y que se han masificado para que las personas puedan ser sepultadas. Algunos de estos lugares se denominan cementerios privados, y la Ley establece sus condiciones de funcionamiento.[3]

Entre los romanos, los muertos eran enterrados en sus propias casas [«prius in domo sua quisque sepeliebaiur»], hasta que se proscribieron para evitar epidemias. La ley de las Doce Tablas extendió aún más las precauciones prohibiendo enterrar o quemar cadáver alguno en el recinto de la ciudad de Roma.[cita requerida] Esta prohibición fue varias veces renovada así en tiempo de la república como en tiempo de los emperadores. Por algunos edictos de Adriano y de Diocleciano se infiere que las ideas religiosas excluían de las ciudades a los muertos: «ne funestentur sacra civitatis». Desde entonces, las tumbas de los romanos se abrieron indistintamente ora en el campo, era en un jardín de pertenencia del difunto, ora en un terreno comprado al intento. La voluntad de los particulares o de su familia, de sus amigos o de sus patronos era, pues, la que fijaba el lugar de las sepulturas. Los individuos de la hez del pueblo y los esclavos, cuando morían eran echados a una especie de muladares llamados puticuli o culirue, proceso descrito así por Horacio «Hoc misera: plebi stabal commune sepulchrum».[cita requerida]

Mas si algún patrono u amo generoso quería honrar la memoria de un cliente o de un esclavo fiel y virtuoso, le compraba un terreno para erigirle una tumba o le daba lugar en la sepultura que tenía comprada para sí y para su familia. En las inscripciones sepulcrales se encuentra a menudo la fórmula Libertis libertabusque posterisque eorutn. Pero en todos los casos aquellas sepulturas quedaban perpetuamente de propiedad particular, y este derecho se hallaba garantizado por una disposición de la ley de las Doce Tablas, citada por Cicerón: Fori bustive Aeterna auctoritas esto.[4]

Los pueblos antiguos tenían por principio enterrar los difuntos fuera de las ciudades. Así lo hicieron también los primeros cristianos que, perseguidos por mucho tiempo, no pudieron tener un lugar especial para depositar sus muertos. Lo que hacían era observar bien el sitio donde se enterraban los mártires, procurando no confundir sus reliquias con los huesos de otros. Las catacumbas no fueron suficientes para contener los mártires y hubo que buscar otros lugares para dar sepultura a los cristianos.[5]

Entonces, por donación de algunos poderosos, se erigieron cementerios en los que se construían altares y capillas para las ceremonias fúnebres y ejercicios piadosos, observándose no obstante las leyes civiles que prohibían enterrar dentro de poblado. Con el tiempo hubo excepciones, enterrando dentro de las iglesias algunas personas notables. Cundió el deseo de hacerse enterrar en los templos y se consiguió colocar los sepulcros inmediatos a las iglesias. Varias leyes civiles, secundadas por los cánones, reprodujeron la necesidad de enterrar fuera de las poblaciones, pero el deseo de descansar al lado de los mártires y la pequeñez de algunos cementerios hizo que a fines del siglo VI casi todos los fieles se enterrasen en la iglesia.[5]​ El concilio de Elvira (sobre el año 330) prohibió encender cirios en los cementerios y pasar en estos la noche las mujeres. En el año 561 el concilio de Braga prohibió la inhumación dentro de las iglesias (canon 18). Las autoridades, por su parte, restablecieron la ley de las Doce Tablas. Pero los cementerios contiguos a las iglesias han continuado hasta nuestros días.[4]​ En los siglos octavo y noveno, los Concilios prohibieron en varios cánones el dar sepultura en las iglesias.

Así se determinaron lugares sagrados y especiales destinados a dar sepultura a los cadáveres de los fieles, los cuales en caso de profanación reciben nueva bendición y reconciliación.[5]

En España, la orden de construirse los cementerios fuera del poblado para quitar la costumbre insalubre de enterrar en las iglesias de España data del año 1773, como se demuestra en la Ley 1ª, tít. iii, lib. i de ley Novísima.[5]Carlos III de España mandó restablecer (1787) la disciplina de la Iglesia en el uso y la construcción de los cementerios según lo dispuesto en el ritual romano y en la ley 11, título 13, Partida 1.a, mandando además que se fuesen gradualmente estableciendo los cementerios rurales y que se aplicase en lo posible el bien meditado reglamento del cementerio del Real Sitio de San Ildefonso, de fecha 9 de febrero de 1785. Por el capítulo 2.° de las reales ordenanzas de 15 de noviembre de 1796 respectivas a la policía de la salud pública, se dispuso también que, mientras llegaba el feliz momento de quedar erigidos los cementerios rurales, se sepultasen los cadáveres con la profundidad competente, que no se expusiesen en parajes públicos los que hubiesen llegado a términos de una decidida y completa putrefacción y que las mondas se hiciesen en las horas, estaciones y estado de la atmósfera menos expuestos a propagar los miasmas que despiden los cadáveres y sus despojos. Carlos IV de España, en 1804, dictó varias medidas para activar la construcción de los cementerios extramuros.[4]

El rito y las ceremonias de la bendición de cementerios o campos santos corresponden al Obispo, quien delega a veces en el párroco u otro sacerdote de jurisdicción o dignidad, así como la reconciliación si hubiere necesidad por alguna profanación y todo en la forma que se lee en el Ritual.[5]



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