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Control de constitucionalidad



El control de constitucionalidad es el conjunto de recursos jurídicos diseñados para verificar la correspondencia entre los actos emitidos por quienes decretan el poder y la Constitución, anulándolos cuando aquellos quebranten los principios constitucionales.[1]​ Dicho de otra forma, el control de constitucionalidad es el conjunto de herramientas jurídicas por el cual, para asegurar el cumplimiento de las normas constitucionales, se realiza un procedimiento de revisión de los actos de autoridad, incluyendo normas generales, y en caso de contradicción con la Constitución se procede a la invalidación de las normas de rango inferior que no hayan sido hechas en conformidad con aquellas. El fundamento de este control es el mantenimiento del Principio de Supremacía Constitucional.

El control de constitucionalidad tiene como fundamento el principio de supremacía constitucional, esto es que la Constitución de un país es la norma de mayor jerarquía a la cual deben sujetarse las normas de rango inferior, entendiéndose por tales a las leyes dictadas por el parlamento, los decretos y demás resoluciones dados por el Poder Legislativo o por entidades autárquicas y las sentencias y demás resoluciones de los jueces, por lo cual las normas que presuntamente no se ajusten al texto o normas constitucionales serán sometidas a este procedimiento.

La Constitución es un documento de origen político cuya estructuración y consecuencias son jurídicas, puesto que la misma, derivado de su naturaleza suprema y supralegal, genera efectos que irradian en todo el sistema jurídico que, a su vez, es el resultado de dicho documento supremo.[2]​ Por ejemplo, tenemos que es la Constitución quien determina el contenido material y formal del orden jurídico que se origina a partir del sistema jurídico.

La Constitución recoge de manera general las decisiones políticas básicas de una sociedad, estableciendo el cómo se debe organizar el Estado, quién puede acceder al poder –contenido formal-, señalando el catálogo de derechos humanos que las autoridades estarán obligadas a respetar y procurar –contenido material o sustantivo-.[3]​ De este modo, la Constitución determina las reglas formales y materiales a las cuales los titulares del poder deberán sujetarse, ello mediante cláusulas escritas o positivizadas. Es a través de estas cláusulas que se deja ver la naturaleza de la Constitución: un pacto político que tiende a organizar una sociedad, así como las instituciones constituidas mediante las cuales se ejerce el poder.[4]​ Consecuentemente, las instituciones determinadas por la Constitución se encontrarán influenciadas a la luz de dos planos, veamos:[5]

Una Constitución, para ser considerada como tal, debe reconocer y proteger derechos públicos subjetivos mínimos, mismos que habrán de ser denominados como derechos fundamentales. Sucede que la exponenciación de valores como la libertad o la democracia se logra en la medida en que el Estado se subordina a la protección de los referidos derechos fundamentales. Aunado a lo anterior, la Constitución también establece la organización del Estado, creando instituciones, fijándoles competencias y dotándolas de facultades dentro de las cuales éstas podrán actuar. De esta manera, el Estado se encuentra limitado y sujeto a lo que el constituyente hubiere determinado en el texto fundamental.

Así las cosas, tenemos que la Constitución es el origen del sistema jurídico, es la máxima expresión política de la sociedad. Como consecuencia de ello, en la misma encontraremos herramientas que garantizan su supremacía con respecto a otros ordenamientos al organizar el poder político mediante la constitución de la serie de órganos competentes que hablan y actúan en su nombre, legitimándolo y limitándolo; de esta forma se dota al poder, mediante esta regulación, de una mayor estabilidad y regularidad.

Por último, sucede que, toda vez que la Constitución es el resultado o reflejo de los factores reales del poder, la misma puede ser definida como el conjunto de los más importantes procesos políticos de la sociedad que se desarrollan en las instituciones que para tal efecto fueron creadas. En esa tesitura, podemos observar que la protección de la Constitución, entendida ésta como la máxima expresión de la voluntad de una sociedad y como constituyente de los principios e instituciones fundamentales, adquiere un papel fundamental en el moderno Estado Constitucional de Derecho, ya que no puede haber institución sin fundamento en un principio ni principio que no pueda ser materializado y protegido por una institución o herramienta, según sea el caso. En conclusión, la Constitución fija las formas de expresión del poder y determina su control,[6]​ siendo un imperativo que todo acto de autoridad, sea judicial, legislativo o administrativo, se encuentre ajustado a los principios fundantes básicos, imponiéndosele, en caso de no ser así, la sanción de nulidad.

El control de la regularidad constitucional es un elemento esencial para mantener la vigencia de la propia Constitución. El cambio de concepción de la Constitución como documento político a norma jurídica, da como resultado la posibilidad de que ésta prevea las garantías necesarias para hacerla prevalecer frente a todo aquel acto que la quebrante.[5]​ De acuerdo a esto, el control de la constitucionalidad de los actos se torna en un eje de la eficacia constitucional, reforzando el carácter de obligatorio de la propia Constitución y dotando de equilibrio a los derechos fundamentales y las estructuras institucionales determinadas por el acuerdo constitucional. Entonces, los medios de control de la constitucionalidad se identifican como los recursos jurídicos diseñados para verificar la correspondencia entre los actos emitidos por quienes detentan el poder y la Constitución, anulándolas cuando aquellas quebranten los principios constitucionales,[1]​ de esta forma también se desprende la naturaleza correctiva de los medios de control, por lo que destruyen actos ya emitidos.

Es con motivo de esta característica constitucional por virtud de la cual podemos afirmar que los derechos y principios contenidos en la Constitución adquieren la naturaleza de norma jurídica, específicamente de una regla, que puede ser oponible frente a todos aquellos actos que la reten, adquiriendo firmeza inquebrantable al invalidar todos aquellos actos que transgredan su esencia. De ser los principios dúctiles como antes lo mencionábamos, la misma interpretación de ellos y la fijación de sus alcances, convierte a éstos en reglas, porque, al definirse el alcance de un principio, es posible conocer con claridad qué actos lo transgreden y, de ser así, determinar su invalidez. Dicho de otra forma, la ductilidad del principio se convierte en una regla inquebrantable con motivo de la interpretación que se haga del mismo puede ser al mismo recurso constitucional

Como consecuencia de esto, a toda autoridad, incluyendo a la legislativa, se le impone el deber de desarrollar debidamente la justificación de su actuar mediante la argumentación jurídica adecuada,[8]​ lo cual, a su vez, impone el deber de que el ejercicio de estos mecanismo de control se encuentre respaldado debidamente por la argumentación correspondiente. Por virtud de lo anterior, es que los diversos sistemas reconocen la existencia de distintos mecanismos de control, mismos de los cuales se distinguen dos corrientes: la americana y la europea, siendo creada la primera con motivo del desarrollo jurisprudencial de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, específicamente del caso Marbury v. Madison fallado en 1803, mientras que la segunda deriva del debate entre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre quién debe ser el guardián de la Constitución.

Por lo que respecta a la corriente americana, vemos que el judicial review, o el control judicial de las normas, es la tesis de la inaplicación de la norma inferior que desconoce a la Constitución. Este sistema es el que hoy en día conocemos como el control difuso de la constitucionalidad de leyes, toda vez que la facultad de analizar la regularidad constitucional de las normas generales no recae en un solo órgano, sino en la totalidad de los tribunales que conforman el poder judicial. De esto obtenemos que dicho sistema procura un medio de control indirecto, ya que el estudio de verificación al régimen constitucional se efectúa mediante un acto concreto de aplicación de la norma correspondiente; sin embargo, este medio de control, al no analizar en abstracto la norma en cuestión, únicamente tiene el alcance de determinar que la ley no es aplicable para ese caso en particular, desconociéndole efectos generales. Esto demuestra que esta clase de herramientas judiciales –como el juicio de amparo- no persiguen la protección de la totalidad la constitución, sino únicamente de los derechos individuales.[1]

Por otro lado, tratándose del modelo concentrado, éste se ejerce únicamente por un solo ente autorizado para ello y que es conocido como Tribunal Constitucional, creándose para ese efecto una jurisdicción constitucional, misma que contará con diversos medios de control de la constitucionalidad cuyos efectos dependerán de la naturaleza de los actos sujetos a control, pero éstos normalmente serán recursos judiciales directos –sin necesidad de un acto de aplicación-, pudiendo ser los efectos de sus sentencias generales o particulares, según dependa de la naturaleza del acto impugnado.[1]

En principio, es conveniente aclarar que la Constitución Argentina es de tipo positivo.

El mecanismo de control de constitucionalidad no está explícitamente previsto en la Constitución, pero se deriva implícitamente de los artículos 31 y 75.22 de la misma (pues este último otorga, a algunos instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos, jerarquía idéntica a la de la Constitución). Se ha optado por seguir el sistema difuso de control de constitucionalidad, basándose en el régimen de la Suprema Corte estadounidense (Marbury v. Madison -1803-, equiparado a Municipalidad de la Capital c. Elortondo -1886-,[9]​ de la Corte Suprema argentina).

A su vez, el artículo 116 de la constitución establece en su Segunda Parte -al referirse a las "Autoridades de la Nación"-, en su Capítulo Segundo, que regula las "Atribuciones del Poder Judicial", lo siguiente: "Corresponde a la Corte Suprema de Justicia y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación". del cual se infiere que el control de constitucionalidad estaría a cargo de la Corte Suprema, pero también de los tribunales inferiores.

Respecto del órgano de control, se trata de un modo judicialista y difuso: cualquier juez puede conocer en cuestiones de inconstitucionalidad durante el ejercicio de su función. Además, como la propia Constitución prevé que para ostentar el cargo de juez es necesario el título de Abogado, se trata de un sistema letrado.

El procedimiento sólo puede ejercerse una vez que la norma haya entrado en vigencia y haya lesionado o amplificado un derecho subjetivo individual o particular o colectivo, lo cual le da derecho a presentarse el beneficio de litigar al afectado, a una asociación que defienda los intereses respectivos, o al Defensor del Pueblo, ante la Justicia, de lo cual se deriva que se está ante un modo reparador y concreto: sólo se puede ejercer cuando una de las partes se encuentre afectada por la norma cuestionada de inconstitucional ("a petición de parte"), por lo que se trata de un sistema amplio. Sin perjuicio de lo cual, el Máximo Tribunal ha introducido la cuestión de constitucionalidad por vía de oficio (casos Mill de Pereyra -2001-[10]​ y Banco Comercial de Finanzas -2004-).[11]

La decisión del órgano judicial es decisoria y produce -en principio- efectos entre las partes involucradas en el proceso (inter partes), pero la jurisprudencia de la Corte ha resuelto que algunas declaraciones tengan efectos erga omnes (como se observa en el caso Halabi -2009-,[12]​ referente a los derechos de incidencia colectiva y class actions, o en Monges -1996-,[13]​ relacionado con planes de estudio universitarios).

El método por excelencia, en el sistema judicial federal, para obtener la dilucidación de cuestiones federales, es el recurso extraordinario federal, que tramita ante la Corte Suprema, sin perjuicio de los regímenes provinciales destinados a la protección de su propia Constitución (tales como los recursos de nulidad o de inaplicabilidad de ley existentes en el nivel subnacional).



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