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Cultura arqueológica



Una cultura arqueológica es la suma de los conjuntos de artefactos y demás elementos materiales (construcciones, restos de caminos, de canales, etc.) correspondientes a una época y un lugar (yacimiento o región) determinados. Los artefactos encontrados en yacimientos de una misma época que comparten características parecidas se reúnen en tipologías que, a su vez, se agrupan en conjuntos y todos ellos forman una cultura arqueológica.[1]

Así, una cultura arqueológica es solo una sistematización de los elementos materiales obtenidos durante las excavaciones, una convención de carácter artificial que sirve a los arqueólogos para ordenar los datos obtenidos en estas. No tiene por qué ser, ni mucho menos, el reflejo cultural de un grupo humano concreto y diferenciado de los demás grupos humanos, distorsión en la que se ha incurrido con suma facilidad hasta finales del siglo XX.

Por ello, según algunos autores, lo más indicado sería utilizar los términos cronocultura o complejo tecnológico/estilístico[2]​ para referirse a estos conjuntos artefactuales. Otros, en cambio, consideran que un tecnocomplejo es una fase evolutiva cultural independiente del espacio y del tiempo.[3]

La identificación de culturas arqueológicas con pueblos o razas fue utilizada abundantemente en los discursos de construcción de las identidades nacionales europeas, que presentaban a iberos, celtas o germanos como los gérmenes míticos que legitimaban históricamente los estados modernos. El término cultura se asimila a la gente, a sus tradiciones y costumbres asociadas, así que su uso en contextos arqueológicos otorga racionalidad a simples elementos materiales.[4]

La utilización del término cultura fue introducida en la arqueología a través de los etnógrafos alemanes del siglo XIX, al distinguir entre la Kultur de los grupos tribales o rurales, y la Zivilisation de los pueblos urbanos. En la segunda parte de ese siglo, arqueólogos de Escandinavia y Europa central incrementaron el uso del concepto alemán de cultura para describir los diferentes grupos que se distinguían en el registro arqueológico de yacimientos o regiones concretas, a menudo al lado y/o como sinónimo de civilización.[5]

Ya en el siglo XX el prehistoriador alemán Gustaf Kossinna convirtió el concepto de cultura arqueológica en algo básico en la disciplina: Kossinna veía el registro arqueológico como un mosaico de culturas claramente definidas (o Kultur-Gruppen) y fuertemente asociadas a la idea de raza. Estaba particularmente interesado en reconstruir los movimientos de lo que él veía como ancestros prehistóricos directos de los germanos, eslavos, celtas y otros grandes grupos indoeuropeos, con el objetivo de rastrear la raza aria hasta su tierra de origen (urheimat). El carácter racista de los postulados de Kossina no tuvo gran repercusión fuera de Alemania, pero sus conceptos básicos, despojados ya de sus connotaciones raciales fueron adoptados por V. Gordon Childe y Franz Boas, los más influyentes arqueólogos de Gran Bretaña y EE. UU., respectivamente. Childe, en particular, fue el responsable de la definición de cultura arqueológica que se ha aplicado generalmente hasta los años 1970:[6]

Esta definición presupone que los objetos son la expresión material de las reglas culturales que rigen la conducta de los individuos y forman sus ideas, delimitando así su cultura. Tal enfoque crea la tendencia a destacar las diferencias existentes entre los artefactos de supuestas culturas, en vez de intentar hallar las similitudes entre tales objetos; tiende a particularizar en vez de a generalizar. Además, genera una visión inmovilista de las culturas, explicando siempre los cambios como consecuencia de influencias externas, nunca como resultado de una evolución propia: o por migraciones de pueblos o por difusión de ideas.[7]​ Debido a ello, numerosos arqueólogos han puesto en duda posteriormente esta supuesta conexión intrínseca entre cultura material y sociedades humanas.

Los primeros en hacerlo fueron los seguidores de la Nueva arqueología, durante los años 1960 y 1970. La entonces nueva corriente de investigación defendía el uso de la teoría y del método científico en la arqueología, rechazando los procedimientos de los prehistoriadores "tradicionales" por simplistas y especulativos. Investigadores como Kent Flannery, Lewis Binford o Colin Renfrew criticaron la posibilidad de que existiera una equivalencia entre restos materiales y pueblos, y de que la difusión fuese capaz de explicar las causas de los cambios sociales.[8]

Uno de los principales detractores fue el británico Ian Hodder, gran divulgador de la arqueología postprocesual y director de las excavaciones en Çatalhöyük. Hodder realizó un estudio etnoarqueológico entre las tribus del lago Baringo (Kenia), donde llegó a la conclusión de que algunos elementos de la cultura material de estos pueblos se utilizaban como diferenciadores tribales, mientras que otros no, siendo usados de manera similar entre miembros de tribus diferentes. Esta apreciación puso sobre aviso a todos aquellos arqueólogos que sistemáticamente relacionaban, de una manera un tanto simplista, una determinada cultura material con unos supuestos grupos étnicos humanos. No se podía utilizar únicamente la cultura material para la reconstrucción de grupos humanos.[9]

Un ejemplo actual ilustrará fácilmente la cuestión: muchos de los objetos de la cultura material moderna se pueden encontrar en prácticamente todos los lugares del mundo (determinadas marcas de bebidas gaseosas, de ropa deportiva o de calle, de teléfonos móviles, etc.), generando una cierta uniformidad material universal, sin que por ello se nos ocurriría decir que todos sus usuarios pertenezcan a una misma cultura.



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