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Estatuto Municipal de 1924



El Estatuto Municipal de 1924 fue la norma reguladora de los ayuntamiento en España promulgada por la Dictadura de Primo de Rivera el 8 de marzo de 1924.[1]​ Pretendía «regenerar» la vida municipal para «descuajar el caciquismo», pero el Estatuto no se aplicó porque las prometidas elecciones nunca se celebraron y los concejales y los alcaldes fueron nombrados por los gobernadores civiles, a su vez designados por el Directorio militar, convirtiéndolos así en un apéndice de la Unión Patriótica, el partido único de la Dictadura.

Primo de Rivera se consideró a sí mismo el «cirujano de hierro» que debía lograr el «descuaje del caciquismo» del que había hablado Joaquín Costa a principios de siglo,<[2]​ como ya quedó reflejado en la retórica regeneracionista utilizada en el Manifiesto con el que justificó el golpe de Estado.[3]

Tras la declaración del estado de guerra,[4]​ Primo de Rivera sustituyó a las autoridades provinciales y locales (gobernadores civiles, alcaldes, presidentes de las diputaciones) por militares, aunque a partir de abril de 1924 los gobernadores civiles fueron sustituidos progresivamente por personal civil. Sin embargo, algunas de sus funciones más importantes, como la censura o el orden público, permanecieron en manos de autoridades militares.[5]

Para auxiliar a los gobernadores se nombraron en cada partido judicial delegados gubernativos, también militares, una de cuyas funciones era acabar con la corrupción —más de ochocientas corporaciones locales fueron investigadas y se incoaron más de cien expedientes por haberse detectado irregularidades en ellas; 152 secretarios de ayuntamiento fueron destituidos—.[6]​ En el artículo 1º del Real Decreto de 20 de octubre de 1923 que los creaba se decía:[7]

Los 9.254 ayuntamientos que existían entonces en España, disueltos por el Real Decreto de 30 de septiembre de 1923, fueron sustituidos inicialmente por una Juntas de Vocales Asociados, establecidas en la Ley Municipal de 2 de octubre de 1887, que estaban integradas por las diversas categorías de contribuyentes elegidos por sorteo. Más tarde, el 1 de enero de 1924, los delegados gubernativos recibieron la orden de sustituir las Juntas de Vocales Asociados por unas nuevas corporaciones formadas por «personas de alto prestigio social, de solvencia acreditada y a ser posible con título profesional, o en su defecto, mayores contribuyentes».[8]

A continuación Primo de Rivera encargó la tarea de reformar el sistema jurídico-administrativo que regiría los nuevos ayuntamientos al joven abogado José Calvo Sotelo, un político conservador procedente del maurismo, al que puso al frente de la Dirección General de Administración Local. Calvo Sotelo nombró un equipo de exmauristas y de católicos de derechas, como José María Gil Robles, el conde Vallellano, Josep Pi i Suñer, Miquel Vidal i Guardiola y Luis Jordana de Pozas que colaboraron con él en la elaboración del Estatuto Municipal de 1924 y del Estatuto Provincial de 1925.[9][10]

En el preámbulo del Estatuto, promulgado el 8 de abril de 1924, se decía que «el Estado para ser democrático ha de apoyarse en municipios libres» [2]​ y se afirmaba el carácter autónomo de los municipios, por lo que podrían dotarse de sus propios regímenes de gobierno y mantener una gestión económica independiente del Estado central. En el articulado se establecía la elección democrática por sufragio universal de dos tercios de los concejales. Podrían votar los varones mayores de 23 años –rebajándose en dos años la edad de voto anterior- y las mujeres que reunieran determinados requisitos, como no estar casadas, lo que es un antecedente directo del sufragio femenino que instaurará la II República. Las localidades menores de 500 habitantes funcionarían en régimen de concejo abierto. También se preveía la creación de un cuerpo de secretarios municipales.[11]

Los ayuntamientos tendrían plena autonomía para desarrollar la política urbanística, de infraestructuras y de servicios, y en cuanto a la financiación el Estado les cedería determinados tributos y arbitrios. Por último, el Estatuto reguló detalladamente el crédito municipal y el recurso a los presupuestos extraordinarios.[12]

El nuevo sistema de financiación se aplicó inmediatamente con el resultado, según el historiador Eduardo González Calleja, de que los ayuntamientos tuvieron "mayores recursos ordinarios y extraordinarios" con los que "pudieron ejecutar obras públicas y mejorar los servicios indispensables (enseñanza, sanidad) para brindar un mínimo de nivel de vida y de consumo a los vecinos". Pero este aumento del gasto municipal —que pasó de representar en 1924 el 14% del gasto total de las Administraciones Públicas al 15,8 en 1926— supuso también el incremento de la deuda municipal que pasó de 792 millones en 1923 a 1.388 en 1929.[13]

El reconocimiento de la autonomía financiera de los municipios chocó con la Diputación Foral de Navarra que envió una delegación a Madrid, que se entrevistó con Calvo Sotelo, con Primo de Rivera y con el rey, para advertirles que la Ley Paccionada de 1841 preveía la intervención directa de la Diputación Foral en la administración económica de los municipios navarros. La Dictadura cedió enseguida. En una Real Orden de 11 de abril de 1924 se reconoció que el Estatuto municipal se aplicaría en Navarra solo en «lo que no se oponga al régimen establecido por la Ley de 16 de agosto de 1841» y además concedía a la Diputación foral la facultad de «dictar las reglas necesarias para armonizar su régimen privativo con la autonomía que el Estatuto concede a todos los Ayuntamientos de la Nación».[14]

La prometida democratización de los ayuntamientos no se produjo porque las elecciones nunca se celebraron.[15]​ Durante toda la Dictadura los concejales y los alcaldes fueron designados por los gobernadores civiles, a su vez nombrados por el gobierno, "con el objeto no declarado de contar con corporaciones monolíticas de la Unión Patriótica", según Eduardo González Calleja.[13]



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