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Feminización de la pobreza



Feminización de la pobreza es una expresión acuñada a finales de los años 70 para cuestionar el concepto de pobreza, sus indicadores y sus métodos de medición, y señalar un conjunto de fenómenos que, dentro de la pobreza, afectaban con mayor frecuencia a las mujeres. En el debate que desde entonces se viene planteando, se han propuesto diversos conceptos o sentidos de la expresión, llegando a sugerirse su sustitución por otras expresiones como "feminización de las causas de la pobreza" o "feminización de las obligaciones y responsabilidades".[1]

Medeiros y Costa[2]​definen la feminización de la pobreza como un proceso, un cambio en los niveles de pobreza, con una tendencia en contra de las mujeres o los hogares a cargo de mujeres (jefatura de hogar). Este proceso no debe confundirse con la pobreza como estado, esto es, “un nivel más elevado de pobreza”.

Otras investigaciones sostienen que la feminización de la pobreza ha de entenderse como un proceso que hace aumentar la brecha de pobreza entre géneros. Sin embargo, la sola permanencia del diferencial de pobreza entre mujeres y hombres no es suficiente para concluir que la pobreza se feminiza.[3]

A los diversos enfoques que existen para definir el fenómeno de la pobreza, la perspectiva de género aporta las críticas a índices y mediciones de la pobreza así como la necesidad de incorporar otros factores y mediciones. Es muy significativo el cuestionamiento de la medición por ingresos.

La perspectiva de género permite entender mejor aspectos de la pobreza como son la familia, pues desde la perspectiva de género se estudian las relaciones entre varones y mujeres

El concepto "feminización de la pobreza" fue acuñado a finales de la década de los 70 en Estados Unidos. La primera mención del término se atribuye a la investigadora Diana Pearce en su trabajo "The feminization of poverty: Women, work, and welfare"[5]​ referido al aumento de los hogares encabezados por mujeres en EE. UU. y la correlación de este hecho con el deterioro de sus condiciones de vida en términos de pobreza por ingresos.[1]

En la década de 1980[6]​ se desarrolló la noción para cuestionar conceptos, indicadores y mediciones de la pobreza que impedían ver que había una mayor cantidad de mujeres pobres que la de hombres, una pobreza femenina más aguda que la de los hombres y una tendencia a un aumento más marcado de la pobreza femenina relacionada con el aumento de los hogares con jefatura femenina. Desde entonces estos indicadores se vienen cuestionando en el debate sobre la “feminización de la pobreza”. Concretamente, se ha discutido que la jefatura del hogar sea un buen indicador de pobreza.[4]​ A pesar de las investigaciones que se llevaron a cabo, el impacto del concepto feminización fue bastante más limitado en la práctica, porque no fue seguido de suficientes estudios empíricos y porque se centró en dos indicadores: “las mujeres jefas del hogar" y la "maternidad precoz".

En la IV Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer, celebrada en Pekín en 1995, se afirmó que el setenta por ciento de los pobres del mundo eran mujeres. En esta Conferencia se acordó que la Plataforma de Acción dedicara una de las doce áreas críticas, a la erradicación de la pobreza que enfrentan las mujeres.

Naciones Unidas reconoció en el 2009 que «las crisis financieras y económicas» tenían «efectos particulares sobre las cuestiones de género y constituían una carga desproporcionada para las mujeres, en particular las mujeres pobres, migrantes y pertenecientes a minorías». Los recortes del gasto público en el sector social incidían negativamente en la economía asistencial», agravando las responsabilidades hogareñas y asistenciales de las mujeres.[7]​ La Comisión reconocía la necesidad de integrar una perspectiva de género en los marcos macroeconómicos, haciendo un análisis de las políticas económicas y auditorías desde la perspectiva de género.

Respecto a la autonomía económica, la situación actual presenta una gran cantidad de mujeres cónyuges que viven tanto en hogares pobres como en hogares no pobres, y que debido a su actividad principalmente doméstica están en una posición de dependencia con relación al jefe del hogar, siendo ésta una de las formas de la violencia de género.

Por otra parte, la violencia inhabilita a las personas para gozar de autonomía en la medida en que dificulta el acceso de las mujeres al mercado de trabajo.[4]

En cuanto a los patrones de gasto, las mujeres invierten una parte mayor de sus ingresos en el bienestar de los niños en el hogar. Los hombres tienden a reservar una parte significativa de sus ingresos para el consumo personal. Además, si sus ingresos disminuyen, tienden a mantener su consumo personal(Falta fuentes).

La CEPAL ha definido la pobreza tomando en consideración sus diversas dimensiones.

La medición de la pobreza desde la perspectiva de género incluye la medición del trabajo no remunerado, bien mediante la imputación de un valor monetario o bien mediante la asignación de tiempo.

Por otro lado se aportan criterios para la medición de dimensiones no monetarias de la pobreza. Estas dimensiones son el uso del tiempo y la carga de trabajo, los tipos de gastos y la violencia de género.[4]

Otros autores proponen ir más allá de la perspectiva de género.[7]

Mujeres y varones mantenemos posiciones diferenciadas en la estructura social, algo que se ve en las cuentas nacionales de Argentina. La feminización de la pobreza se observa en los informes del INDEC: más de 7 de cada 10 personas del grupo poblacional con menores ingresos son mujeres. No es casual que la relación se invierta para el grupo de mayores ingresos, donde más del 70% son varones.

Una fuente central de la desigualdad de género es el trabajo doméstico no remunerado, esto es, todas las tareas que quedan invisibilizadas en los hogares y que a pesar de no tener paga, conllevan tiempo y esfuerzo. En nuestro país las mujeres realizan casi el 75% del trabajo doméstico no pago, que demanda una media de 6,4 horas al día. Esto deja a las mujeres con menos horas disponibles para destinar al mercado de trabajo remunerado y repercute en sus oportunidades reales.

En el mismo sentido, el hecho de que las mujeres tengan una licencia por maternidad de tres meses mientras que los varones, a nivel nacional, mantengan una de dos días demuestra que para el Estado argentino la crianza y cuidado de los hijos e hijas es responsabilidad plena de las madres. Además, aunque la licencia sea pagada por ANSES, para el empleador se vuelve un diferencial, ya que supone que una mujer en edad fértil quedará embarazada y no podrá contar con ella por al menos 3 meses.

Estas desigualdades muestran sus implicancias en el mercado laboral, donde las mujeres se encuentran en una posición de mayor vulnerabilidad. Si vemos el informe del INDEC del 2° trimestre de 2018, la tasa de desocupación subió a 9,6%. Casi en dos dígitos, es el peor resultado en los últimos 12 años. Pero es aún peor para las trabajadoras: las mujeres tenemos un 10,8% de desempleo, mientras los varones mantienen un 8,7%. La situación de mayor emergencia se da en las mujeres menores de 29 años, con 21,5%. A las mujeres les cuesta más conseguir trabajo, y el que consiguen suele ser de peor calidad. El 36% de las trabajadoras está en la informalidad, sin aportes ni obra social. A su vez, hay una continuidad entre el trabajo que realizamos en los hogares y los que luego conseguimos remuneradamente, como si existieran cualidades naturalmente femeninas que dispusieran a las mujeres a concentrarse en los trabajos de docencia, enfermería y servicio doméstico. No es casual que estos sectores tengan salarios promedio más bajos que los sectores masculinizados, como logística y construcción.

La diferencia promedio entre los ingresos femeninos y masculinos en Argentina es del 28,2%. Es la cereza del postre de la desigualdad económica, donde las mujeres tenemos mayores niveles de desempleo, precarización laboral y menores ingresos.[8]

"El trabajo doméstico no remunerado es una clave para leer la desigualdad. Suele quedar afuera del aparato conceptual de la economía porque ‘no tiene precio'. Cuidar a una persona mayor, llevar a los chicos a la escuela, lavar, planchar, cocinar: son trabajos que se hacen cotidianamente, en promedio en Argentina unas 6 horas por día. Y eso genera variadas consecuencias: que las mujeres no puedan salir a buscar trabajo, que solo puedan trabajar en jornadas reducidas o en trabajos mal remunerados. Esto genera lo que llamamos ‘la feminización de la pobreza''.[9]​​ Mercedes D'Alessandro en una entrevista en el marco del Global Media Forum.



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