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Jerónimo Jacinto Espinosa



Jerónimo Jacinto de Espinosa (1600-1667) fue un pintor barroco español, nacido en Cocentaina (Alicante) y establecido en Valencia donde, a partir de la muerte de los Ribalta en 1628, se convirtió en el pintor de mayor prestigio de la ciudad y cabeza indiscutible de la escuela valenciana. Formado con su padre, Jerónimo Rodríguez de Espinosa, fue un artista precoz de quien se conoce una pequeña tabla firmada con doce años. En la formación de su estilo fue determinante la influencia de Francisco Ribalta aunque su obra también estuvo influenciada por Juan Ribalta, de su misma edad pero con más avanzada estética, y Pedro de Orrente.

Su producción fue muy abundante y, a pesar de las muchas pérdidas documentadas, se conserva un elevado número de obras. Aunque centrado básicamente en la pintura religiosa hagiográfica y del Nuevo Testamento, cultivó también el retrato al que le predisponía su formación naturalista. Con dotes de buen colorista, su estilo, basado esencialmente en el naturalismo tenebrista de entonación cálida a la manera de los Ribalta, apenas evolucionó, aislado en Valencia de las corrientes del barroco decorativo que triunfaban contemporáneamente en Madrid y en Sevilla.

Hijo de Jerónimo Rodríguez de Espinosa, natural de Valladolid, y de Aldonza Lleó, de familia hidalga, fue bautizado el 20 de julio de 1600 en Cocentaina.[1]​ Su padre, pintor discreto de formación manierista, se había establecido en aquella población en 1596 y con él hubo de formarse Jerónimo Jacinto, quien ya en 1612 firmaba como «inventor» una pequeña tabla representando el Nacimiento de un santo mártir, inspirada en un grabado de Cornelis Cort sobre una composición de Federico Zuccaro.[2]​ Aunque Palomino[3]​ afirma, y así se ha repetido, que fue discípulo de Ribalta, cuando llegó a Valencia acompañando a su familia, quizá el mismo año en que firmó la pequeña tablita, su formación como pintor había ya comenzado y todo indica que prosiguió su aprendizaje dentro del seno familiar.

En 1616 se inscribió en el Colegio de Pintores junto con su hermano Antonio Luis, de diez años, y un tal Juan Dose, discípulo también de Jerónimo Rodríguez Espinosa, que Pérez Sánchez supone se trate de Juan Do, quien más tarde aparecerá en Nápoles trabajando con José de Ribera.[4]​ Sin embargo, no fue admitido todavía como oficial, imponiéndosele como condición continuar trabajando para su padre tres años más —había declarado llevar uno a su servicio— aunque si su padre muriese antes de ese tiempo se le tendría como maestro examinado. El Colegio de Pintores era una poderosa organización gremial impulsada por Francisco Ribalta y fundada en 1607, sobre la que pesaba una orden de prohibición dictada por un edicto real el mismo año del ingreso de Espinosa, al haberse opuesto a su actividad otros pintores. Pero prueba de su pujanza es que el Colegio, a pesar de ese edicto, no desapareció, y todavía en 1686 sus miembros se oponían a la creación de una academia de arte local, que le hubiese hecho la competencia. A su existencia, y a la prohibición de trabajar en la región a los artistas que no fuesen de Valencia, según fijaban sus estatutos, achaca Jonathan Brown el aislamiento en que vivió la pintura valenciana del siglo XVII.[5]

Viviendo todavía en la casa de su padre y sin mudar de residencia, en 1622 Espinosa contrajo matrimonio con Jerónima de Castro, hija de un comerciante valenciano. Un año después firmó su primera obra importante, El milagro del Cristo del Rescate, recogiendo una piadosa tradición local cuya devoción difundían los agustinos del convento de Santa Tecla para el que se pintó. Espinosa mostraba ya en ese lienzo un estilo plenamente formado, por lo que no tardarían en llegarle nuevos encargos de otros conventos valencianos, además de un primer retrato magistralmente resuelto, el del dominico Jerónimo Mos conservado actualmente en el Museo de Bellas Artes de Valencia.[6]

En 1631 nació su segundo hijo, Jacinto Raimundo Feliciano, quien —muerto prematuramente el mayor— continuará el oficio paterno. Noticias documentales para estos años y hasta 1640 dan cuenta de los encargos de numerosas obras, en su mayor parte perdidas, ejecutadas tanto para conventos de las más diversas órdenes como para la nobleza local. En años sucesivos, y especialmente en los últimos diez años de su vida, en los que firmó muchas de sus obras maestras, tendrá también como clientes a la catedral, para la que pintó varios retratos de obispos con destino a la Sala Capitular, la Universidad y la propia Ciudad, especialmente con ocasión de las fiestas por el Breve Pontificio de 1661 por el que se autorizaba el culto a la Inmaculada Concepción, para las que pintó el gran lienzo de la Inmaculada y los jurados con los retratos de los síndicos.

Ninguna noticia altera lo que parece una vida tranquila y familiar. En su casa disponía de dos sirvientas y en algunos momentos de un aprendiz, además de acoger a una cuñada. Su religiosidad se pone de manifiesto con su pertenencia a una cofradía en el convento de Santa Catalina de Sena y, más aún, con ocasión de la peste de 1646, cuando, al sufrir una «destilación de la cabeza, que le caía en la garganta, y le fatigaba muchos días», seguido de la formación de un bubón en la garganta, hizo voto a san Luis Beltrán de pintarle un cuadro para el retablo de su capilla. Una vez sano, atribuyó su curación a un milagro del santo, según hacía constar en la declaración testifical que prestó con tal motivo, publicada en 1743 por el padre Vidal en su Vida de san Luis Beltrán.[7]

Cumpliendo con el voto, en 1653 hizo entrega al convento de Santo Domingo del cuadro dedicado a la Muerte de san Luis Beltrán, colocado en el retablo de su capilla para la que dos años más tarde pintó otros cuatro lienzos con milagros del santo, pagados estos por el convento. Fue en este convento donde pidió ser enterrado en el testamento que dictó apresuradamente el 20 de febrero de 1667, vestido con hábito dominico y en la iglesia, frente al altar de ánimas, en la tumba de los Ivars, familia noble de Cocentaina. Debió de morir ese mismo día, pues el 21 fue enterrado conforme a sus disposiciones testamentarias.[8]

Al morir dejaba una obra inacabada de infrecuente iconografía, el Martirio de san Leodicio y santa Gliseria, conservado en el colegio del Corpus Christi de Valencia, que sería concluido por su hijo Jacinto Espinosa de Castro (1631-1707), el más directo seguidor del estilo paterno que se prolongará con él hasta entrado el siglo XVIII. Influencias de su estilo se perciben también en pintores como Urbano Fos, Pablo Pontons o el murciano Mateo Gilarte, aunque de ninguno de ellos pueda afirmarse con seguridad que fuese discípulo directo.

La primera obra pública, El milagro del Cristo del Rescate de 1623, es ya una obra maestra de fuerte naturalismo y composición prieta, con el característico horror al vacío del círculo ribaltesco. La novedad del asunto, sin precedentes iconográficos, obligó al pintor a inventar composición y tipos. Ciertas semejanzas con los Preparativos de la crucifixión, obra también primeriza de Juan Ribalta, a quien aproxima igualmente el tratamiento vibrante de los detalles de naturaleza muerta, en nada desmerecen su originalidad. La iluminación demuestra ya su pleno dominio de la técnica tenebrista con la que resaltará el carácter escultórico del crucifijo puesto sobre la balanza, en escorzo y bien resuelta su anatomía. Las figuras llevadas a primer término son auténticos retratos que con sus gestos acompañan la acción. Su sentido narrativo se completa al disponer en las lejanías, con un salto en las escalas, los momentos previos del naufragio y el rescate del crucifijo en escenas nocturnas iluminadas con luces plateadas. Se trata de un recurso narrativo que de igual modo empleará en algunas de sus obras postreras de composición más compleja, como la Aparición de san Pedro y san Pablo a Constantino del Museo de Valencia. Su conocimiento del mundo ribaltesco, pero también lo más personal de su estilo, quedaban, pues, anunciados en esta primera obra maestra.[9]

La siguiente obra firmada, el Retrato del padre Jerónimo Mos, anterior a 1628, demuestra sus excepcionales condiciones para el retrato a la vez que su maestría en los detalles de naturaleza muerta.[10]​ La intensidad de su naturalismo y la gama de color proceden de Ribalta, pero la pincelada se hace más fluida y ligera de pasta, con los toques restregados y ligeros que serán característicos de su obra posterior.[11]​ Él Retrato de don Felipe Vives de Cañamás y Mompalau, envuelto en la capa de la Orden de Montesa, firmado y fechado en 1634, con el Retrato de don Francisco Vives de Cañamás, conde de Faura, seguramente de fecha próxima, retratado junto a un mastín de carácter naturalista, corroboran las dotes del pintor para este género aunque a lo largo de su carrera lo cultivará poco, siendo ampliamente superado por la pintura de género religioso que forma el grueso de su producción.

Perdidas buena parte de las obras documentadas en iglesias y conventos valencianos, y faltando la documentación para muchas de las obras conservadas, no es posible una ordenación cronológica de su abundante producción, raramente firmada. Impermeable a los cambios que se experimentan en la corte, apenas se percibe evolución en su obra. Naturalismo y tenebrismo, tomados de Francisco Ribalta y presentes en sus primeras obras, nunca serán abandonados. Siendo la suya una pintura esencialmente religiosa, destinada tanto a conventos, para los que trabajó con frecuencia proporcionándoles extensas series hagiográficas, como para las iglesias y la devoción privada, su naturalismo consistirá en infundir a los relatos hagiográficos la inmediatez de lo cotidiano.

El rigor de sus composiciones, en las que a menudo caerá en arcaísmos, y la monumentalidad de sus figuras, solemnes y graves, «se hermana bien con la austera concreción naturalista, consiguiendo figuras de noble apostura y muy humana calidad».[12]

El encuentro con Pedro de Orrente, evidente sobre todo en las escasas obras de tema bíblico, reforzará en Espinosa la atracción por lo cotidiano y la representación exacta de los objetos de uso y los animales. En obras de pequeño formato, como el Nacimiento de la Virgen de la parroquia de san Nicolás de Valencia, la aproximación a Orrente es máxima, y se revela en el color veneciano y en el tratamiento de las telas aterciopeladas tanto como en la disposición general.[13]​ También de Orrente parece provenir el tratamiento de las glorias de ángeles, con escorzos aún manieristas, de las que hará una muy personal interpretación en dos de sus obras maestras, la Muerte de san Luis Beltrán y la Comunión de la Magdalena, al conjugar las actitudes movidas de los angelotes característicos con el poderoso naturalismo de sus ángeles mancebos.

Pero Espinosa no dudará, además, en recurrir a modelos del pasado, vinculándose a toda la tradición valenciana, adaptando al lenguaje naturalista la Visitación de Vicente Macip, actualmente en el Museo del Prado, o la célebre Muerte de la Virgen de Fernando Yáñez en las puertas del retablo de la Catedral de Valencia.[14]

Más problemático es el conocimiento de la obra de Zurbarán, según defendió Elías Tormo, que se podría advertir en algunas obras fechadas en torno a 1650 y singularmente en la Muerte de san Luis Beltrán, que parece recordar el Entierro de san Buenaventura pintado por Zurbarán en 1629 para el Colegio de san Buenaventura de Sevilla.[15]​ En la documentación valenciana relativa a Espinosa existen algunos vacíos temporales, principalmente entre 1640 y 1647, años en los que el pintor podría haberse ausentado de la ciudad, pero el hipotético conocimiento de la obra de Zurbarán tropieza con una doble dificultad: la ausencia de documentos que acrediten la realización de viajes fuera del Reino de Valencia por una parte y, por la otra, la muy escasa o nula receptividad del pintor a las corrientes artísticas más avanzadas que también hubiera encontrado en el hipotético viaje a Sevilla.

A partir de 1653, lienzos para la capilla de san Luis Beltrán del convento de Santo Domingo, se encuentra lo mejor de su producción. Sus asuntos, milagros del santo cuando aún no había sido canonizado ―lo sería en 1668― carecían de precedentes iconográficos pero arraigaban en la tradición local. Los aciertos del pintor, en composición y creación de tipos humanos, se advierten tanto como sus limitaciones al continuar utilizando la luz fuerte y directa del tenebrismo para iluminar a sus personajes, localizados en amplios paisajes.[16]​ Para la Casa Profesa de los jesuitas pintó en 1658 una nueva versión de la Visión de san Ignacio que ya había abordado hacia 1630 con mayor sumisión a los modos propios de la pintura manierista. Pero la mayor sobriedad de la nueva versión, más ajustada además a la iconografía tradicional, se acompaña de un rompimiento de gloria muy semejante en tipos e iluminación al de la versión pintada casi treinta años atrás. En este sentido, las Inmaculadas que pintó también en estos años, en pleno fervor inmaculista, solemnes y frontales, son muy significativas del rezagamiento del pintor.

La Intercesión de san Pedro Nolasco por unos frailes enfermos, el Milagroso hallazgo de la Virgen del Puig o la Aparición de la Virgen a san Pedro Nolasco (1661), pintadas en sus últimos años para los mercedarios de Valencia, son otras tantas obras maestras sobriamente compuestas. La maestría en el tratamiento de los hábitos blancos, realzados por la luz dirigida, y el realismo de los rostros en los que se manifiesta intensa e intima la piedad de los monjes, sólo serán superados por la Comunión de la Magdalena de 1665, última obra firmada, tan extraordinaria por el rigor en la composición, la atención a los detalles, los efectos de contraluz en el rompimiento de gloria o la emoción en los rostros, como arcaica por el tratamiento tenebrista de la luz, la presencia del donante o los robustos angelotes.[17]

Vendedores de frutas es, por su asunto, obra excepcional en la producción del pintor, aunque su habilidad en el tratamiento de los objetos de bodegón se pone de manifiesto también en algunas de sus escenas religiosas. Adquirido por el Museo del Prado en 2008, solo la aparición de la firma «Hierº Jacintº de Espinosa f.» hizo posible su atribución al pintor, del que no se conocía ninguna otra obra de género costumbrista ni referencias documentales que indicasen su dedicación a ese género.[18]​ Un segundo óleo, Cuatro pícaros timando a un vendedor de quesos de cassoleta, mientras juegan a la apatusca, con ciertas semejanzas en el tratamiento de rostros y manos, se le ha atribuido posteriormente, abriendo la posibilidad de identificar nuevas obras de esta naturaleza relacionadas con el pintor o con su círculo.[19]

Trabajador concienzudo, han llegado de él algunos dibujos que permiten hacerse una idea de su sistema de trabajo, con estudios hechos del natural en los que se apoya el realismo de su pintura.[20]​ Por el contrario, la técnica empleada en la preparación de sus lienzos, a base de una capa de cola y otra de aceite de linaza, le facilitaba el trabajo rápido. Sobre la base, de tono cálido y brillante, restregaba el pincel a la manera veneciana, con veladuras y pasta fluida. El resultado, la brillantez del color elogiada por sus contemporáneos, ha tenido también como consecuencia la ruina de muchos de sus cuadros, al adherirse deficientemente el color a la tela por la dureza de la preparación.[21]



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