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KV7



KV7 es una tumba egipcia del llamado Valle de los Reyes, situado en la orilla oeste del Nilo, a la altura de la moderna ciudad de Luxor. Perteneció a Ramsés II el Grande, el tercer faraón de la dinastía XIX y uno de los faraones más conocidos de esta civilización.

Debido al inmenso legado de templos que nos ha dejado Ramsés II, su largo reinado (1289-1222 a. C., aproximadamente) está perfectamente documentado y es, de todos los faraones egipcios, de quien más vestigios han quedado sobre el país del Nilo, por encima de otros no menos famosos como Thutmose III, Amenhotep III o Tutankamón. Y es que Ramsés -coronado con el nombre de Usermaatra-Setepenra Ramsés-Meriamón- merece su epíteto de el Grande.

Su intensa actividad constructora se tradujo en decenas de templos extendidos por todo Egipto y Nubia, pero no sólo se conformó con esto sino que también erigió a su antojo una nueva capital en el Bajo Egipto, Pi-Ramsés, en un intento de alejarse del poderoso clero tebano. Es innegable su capacidad como monarca, sobre todo en sus primeros años: pudo reorganizar toda la administración, erigir Pi-Ramsés, planificar ambiciosos templos (muchos de ellos dedicados a sí mismo) y luchar contra los hititas. También fue el faraón de una próspera paz, en un tratado con Hattusili III en el que gran beneficiado fue el propio Ramsés II.

Sin embargo, ya en la segunda mitad de su reinado comienzan a adivinarse los problemas que acabarían por derrumbar a la dinastía y, a la larga, a todo el Imperio Nuevo. La avanzada edad del rey le haría delegar cada vez más en otras personas, y el continuo empobrecimiento de la población a coste de la pujanza de la clase militar en el Delta, de los sacerdotes en el Alto Egipto, y de la corte del virrey de Nubia en el extremo sur comenzaron a crear tensiones. Aunque Ramsés II, que siempre pecó de megalómano, presumiera de ser un dios encarnado y el rey de reyes, lo cierto es que acabaría por sentenciar su país con un reinado tan largo y treinta años de imapsibilidad ante los problemas internos.

Aun así, los nubarrones aún estaban lejos de alcanzar a las clases pudientes. Con un despliegue de medios hasta entonces nunca visto, Ramsés II compaginó la construcción de grandes templos como el Rameseo, los dos de Abu Simbel, la ampliación de Karnak, la finalización de Abydos y todo el diseño de Pi-Ramsés con su enorme tumba en el Valle de los Reyes y otra, vecina a ella, destinada a albergar a la mayor parte de sus cerca de 150 hijos reconocidos.

KV7 está situada en la mitad norte de la necrópolis, al sur de KV2 y justo enfrente de KV6. También está muy próxima a los descansos eternos de los hijos de Ramsés II, en KV5 y KV8. Presenta muchas cualidades que la hacen destacar entre el resto de sepulcros del Valle de los Reyes. Podría decirse que es un híbrido entre las tumbas de la dinastía XVIII y las de la época ramésida.

Si bien no es la más grande de todas las tumbas, sí es la de mayor área (con la excepción de KV5, única en su género), y además es especial en cuanto a que retorna al diseño en planta de eje doblado —pues el resto de los reyes de las dinastías XIX y XX optaron por el pasaje recto— y numerosas cámaras anexas. Además, es la penúltima tumba del valle que presenta un pozo funerario. No obstante, ya se advierte en ella la escasa inclinación de los corredores y la forma de la sala de pilares que después imitarían casi todos los sucesores de este carismática faraón.

El recorrido por KV7 comienza con un corredor de entrada (A) y tres más (B, C y D) hasta llegar al pozo (E). Tras él encontramos la sala de pilares (F), que comunica con una cámara lateral (Fa), a su vez anexa a un pequeño almacén (Faa). Seguidamente, seguimos descendiendo en otros dos pasillos en forma de rampa de escasa pendiente (G y H) hasta llegar a la antecámara (I). A la derecha estará por fin la cámara sepulcral, tanto de lado como en ángulo respecto al resto de la tumba.

Esta enorme sala con ocho pilares tiene cuatro pequeñas cámaras laterales (Ja, Jb, Je y Jf), así como dos habitaciones con dos pilares cada una, también de tamaño considerable (Jc, y Jd). Para rizar el rizo y hacer aún más grande la imponente construcción, la habitación lateral Jd tiene anexa otra (Jdd), y esta una más, también con pilares (Jddd). La función de tantas cámaras posteriores a la cámara sepulcral no se explica con claridad, pero probablemente serían construidas al ver la longevidad del rey y su lógico afán por acumular la mayor cantidad de efectos personales en su viaje al otro mundo.

Para su tumba, Ramsés II siguió la misma decoración que utilizaría su padre, Sethy I, aunque con evidentes ampliaciones. Desgraciadamente, la mala calidad de la piedra y las numerosas y violentas inundaciones que ha sufrido el lugar ha borrado en su mayor parte las pinturas, y ha cubierto de escombros toda la tumba, lo que nos ha privado de contemplar la que quizás fuera una de las tumbas más hermosas del Valle de los Reyes en toda su gloria.

Aun así, se pueden reconstruir en su mayor parte los frescos y casi todos los motivos que en su día adornaron la enorme tumba:

Como la mayoría de la tumba estuvo abierta desde la Antigüedad, también hay varios grafitos de la época grecorromana. Sin embargo, no hay muestras de haber sido visitada en época copta, y sólo a partir del siglo XVIII parece que vuelve a resurgir el interés por KV7.

Muchas expediciones a lo largo de los tres últimos siglos han pasado por la tumba de Ramsés II, desde la organizada en tiempos de Napoleón en 1799 hasta la del Museo de Brooklyn en 1978, pasando por Champollion, Henry Salt, Lepsius o Harry Burton, trabajando este último para Theodore Davis. Pero, tarde o temprano, todos estos acabaron por desanimarse ante el estado de conservación de la tumba, la inmensa tarea de desescombro por la que tendría que pasar un lugar tan grande y por la improbabilidad de encontrar información u objetos interesantes.

Sin embargo, no todo lo referente a KV7 han sido fracasos y frustraciones. En 1993, una expedición francesa dirigida por Christian Leblanc comenzó la tarea de desescombro, excavación, conservación y epigrafía de la tumba de Ramsés II, el Grande; duros trabajos que continúan en la actualidad, y que han traído a la luz fragmentos de vasijas y equipamiento funerario.

Se cree que la primera incursión de ladrones de tumbas en KV7 fue en el año 29 del reinado de Ramsés III, más de cincuenta años después de que fuera sellada. Afortunadamente, el cadáver del faraón no sufrió ningún daño, y no sería hasta la dinastía XXI que sería trasladado a un lugar más seguro, destino que sufrieron prácticamente todos los reyes enterrados en el Valle.

Al parecer, antes de llegar al escondite de DB320 donde sería hallada su momia, el cuerpo de Ramsés II estuvo un tiempo en KV17, junto con los restos de su abuelo Ramsés I y su padre Seti I, el propietario de la tumba. Ya en el siglo XX, su momia ha sido la que más interés ha despertado entre las encontradas en Deir el-Bahari, siendo Ramsés II uno de los pocos faraones que ha viajado al extranjero para ser analizado por las más modernas técnicas, cuando en 1976 fue trasladado temporalmente al Museo del Hombre de París para atajar su deterioro debido a una infestación de hongos.

Hoy en día, contemplar el cuerpo de Ramsés II, quizás el faraón más universal de todos, es una experiencia única. El cadáver no muestra al grandioso monarca que hizo erigir templos que deberían durar millones de años, y tampoco al faraón que derrotó a los hititas en las puertas de Qadesh. Nada más lejos: la momia nos muestra a un anciano nonagenario —un mérito en unos tiempos en que la esperanza de vida no superaba los 35 años—, que sufría artritis que le curvaba la espalda, de coronilla calva y los dientes desgastados. El gran monarca tuvo una vejez llena de complicaciones óseas y vasculares que sin duda le impidieron dedicarse a sus obligaciones. Se descubrió que paliaba sus dolores artríticos con infusiones de corteza de sauce —que contiene el mismo principio activo que la aspirina— y que murió por un absceso dental que se le infectó.[1]

Las únicas huellas que quedan de su autoridad son su nariz aguileña y su más de metro setenta, que lo convertirían en vida en algo más de metro noventa, un auténtico coloso. El análisis de cabello ha demostrado también, para sorpresa de los expertos, que Ramsés II pudo ser pelirrojo, algo muy infrecuente en Egipto y que solía estar asociado al maligno dios Seth. Quizás este sea el porqué de que el faraón y toda su familia lo tuviera en tanta estima y lo elevara a la misma categoría que Amón, Ra y Ptah.



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