La romería de San Isidro es una de las Pinturas negras que formaron parte de la decoración de los muros de la casa —llamada la Quinta del Sordo— que Francisco de Goya adquirió en 1819. Esta obra ocupaba probablemente la pared derecha de la planta baja según se entraba.
El cuadro, junto con el resto de las Pinturas negras, fue trasladado de revoco a lienzo, a partir de 1874, por Salvador Martínez Cubells, por encargo del barón Émile d’Erlanger, un banquero francés, de origen alemán, que tenía intención de venderlos en la Exposición Universal de París de 1878. Sin embargo, las obras no atrajeron compradores y él mismo las donó, en 1881, al Museo del Prado, donde actualmente se exponen.
Antes del traslado a lienzo, J. Laurent fotografió en 1874 esta pintura mural en la Quinta de Goya, en una pared del salón de la planta baja. El negativo de vidrio original, del formato 27 x 36 centímetros, se conserva en el Archivo fotográfico Ruiz Vernacci, en Madrid. Entonces la pintura estaba completamente rodeada de papeles pintados, probablemente fabricados a mediados del siglo XIX, después de la muerte de Goya.
Esta obra muestra una visión de la romería hacia la ermita de San Isidro de Madrid totalmente opuesta a la que plasmó más de veinte años antes el mismo Goya en La pradera de San Isidro. Si entonces se trataba de reflejar las costumbres de un día festivo de los habitantes de Madrid y proporcionar una vista bastante fiel de la ciudad, ahora la escena refleja un grupo de personajes en la noche, al parecer ebrios y cantando con rostro desencajado.
También en esta obra aparecen personajes de diversos ámbitos sociales. En primer término aparece un grupo de extracción social humilde; más al fondo, sin embargo, se ven sombreros de copa y tocados de monja.
El tema de la procesión se usaba para destacar aspectos teatrales o satíricos; en este sentido el cuadro tiene paralelismos con El entierro de la sardina, pintado entre 1812 y 1819, poco antes de ejecutar en los muros de su quinta sus pinturas más negras.
Es recurrente en Goya presentar una muchedumbre en la lejanía, que se va perdiendo poco a poco en la distancia. Ya estaba presente en la mencionada Pradera de San Isidro y más tarde lo llevará a cabo habitualmente en la serie de estampas de Los desastres de la guerra. En último término de este cuadro la silueta de las elevaciones rocosas y la de la multitud que desfila acaban coincidiendo; así, el espacio abierto destaca todo el resto de la masa sólida y compacta, deshumanizando a los individuos en un grupo informe; con una excepción: a la derecha, un personaje del que solo vemos el busto parece gemir o quizá cantar. Se confirma, pues, lo enigmático de toda la serie de estas pinturas, preludio de la ausencia de mímesis del arte contemporáneo.
Como en todas las Pinturas negras, la gama cromática se reduce a ocres, tierras, grises y negros. El cuadro es un exponente de las características que el siglo XX ha considerado como precursoras del expresionismo pictórico.
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