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Macario (película)



Macario es una película mexicana de 1960, dirigida por Roberto Gavaldón. Trata sobre acontecimientos en la relación entre el indígena Macario (Ignacio López Tarso) y la Muerte (Enrique Lucero). Se trata de una adaptación de la novela de B. Traven, con un final en el que se nota la influencia del cuento de La muerte madrina, (también conocido como El ahijado de la muerte) de los Hermanos Grimm[1]​, cuento del cual derivó la obra de B. Traven.[2]

Un humilde campesino y leñador llamado Macario (Ignacio López Tarso) vive obsesionado con la pobreza que sufre y el miedo a la muerte. Debido a la precaria situación al borde del hambre que él y su familia viven, comienza a añorar poder disfrutar de un banquete sin tener que compartirlo con nadie.

En su obstinación, decide dejar de comer hasta encontrar un guajolote (pavo) que pueda comer solo. Su esposa preocupada (Pina Pellicer) le roba un guajolote, y Macario sale a la soledad del bosque para comérselo a escondidas de sus hijos. En el bosque, conoce consecutivamente a tres enigmáticas personalidades. El primero es el Diablo (José Gálvez) en forma de rico terrateniente, quien primero le ofrece sus botas con espuelas de plata, pero Macario le dice que no tiene caballo, y luego le ofrece las monedas de oro de sus pantalones, pero Macario lo rechaza diciendo que le cortarían las manos por ladrón; finalmente, le ofrece el bosque, pero Macario le dice que el bosque no le pertenece a él, sino a Dios y que, además, teniendo el bosque, no dejaría de ser pobre, porque tendría que seguir cortando leña.

Tampoco lo comparte con el segundo personaje que aparece, Dios (José Luis Jiménez), en forma de anciano humilde; Macario sostiene que Él puede poseer lo que quiera, ya que todo lo posee y lo que quiere es un gesto, y, mientras Macario con vergüenza reconoce que no tiene ganas de compartir su guajolote ni siquiera con Dios, desaparece, antes de que Macario se arrepienta de su decisión.

Finalmente, se presenta la Muerte (Enrique Lucero), en forma de campesino indígena, a imitación de Macario, que le dice que hace miles de años que él no comió, y Macario accede a invitarle (no con miedo, sino por entendimiento), ya que Macario se da cuenta de que, ante su ineludible designio, nadie escapa, y también confiesa que lo invitó porque, mientras comía, retrasaría la muerte del propio Macario. Como muestra de agradecimiento, la Muerte le concede su amistad y le da a Macario agua milagrosa que curará cualquier enfermedad, con la condición de que Macario tenga que ver a la Muerte a los pies de los enfermos. Pero, si lo ve a la cabeza de la cama del paciente, nada ni nadie podrá salvarlo, porque ese ser ya era de la Muerte.

Macario regresa a casa y encuentra a su hijo frío por caer al pozo. Macario prueba el agua con su hijo y, a partir de allí, se le conoce como un sanador milagroso, incluso dejando al médico y al enterrado del lugar sin clientes. Aunque en un principio no quiso cobrar, la gente empezó a ofrecerle comida y dinero, que luego compartió con los demás pobres, y su fama comenzó a extenderse por toda la región, hasta llegar a oídos de la Inquisición. Las autoridades eclesiásticas ordenan su captura, para juzgarlo por brujería.

Para saber si Macario realmente tiene poderes mágicos, lo ponen a prueba, donde entre varios presos tendrá que decir quién vive y quién no. Entre estos condenados, ponen al verdugo del reino, un hombre fuerte y musculoso, y un condenado a muerte, esperando que Macario se equivoque. Para sorpresa de todos, Macario le dice que el único que morirá es el verdugo. Cuando la gente empieza a burlarse de él, llega un mensajero con una carta donde perdona la vida del condenado, y cuando se acercan al verdugo para pedirle que se levante, es hallado muerto, ya que tenía temor a los magos y la conmoción de ver a Macario le provocó un paro cardíaco. Los religiosos entonces lo condenan por adivinación al tormento y a la hoguera.

Ante esto, la esposa del virrey suplica a Macario, preso en espera de ejecución, que vea a su hijo enfermo. Cuando la llevan al niño, ella pide estar a solas con ella y se entera de que la Muerte ha decidido llevárselo; por mucho que Macario suplica que no lo haga (porque de esto depende su propia vida), la Muerte le dice que no hay alternativa. Temiendo, Macario huye, sabiendo que será condenado a muerte por no salvar al niño. Mientras todos lo persiguen, en el bosque se encuentra nuevamente con el Diablo y con Dios. Ambos le recuerdan que debería haber compartido el guajolote con ellos: el Diablo le recrimina que, si lo hubiera elegido, no le hubiera pasado nada, y lo invita a nuevamente a ir con él, pero Macario lo rechaza; Dios, en cambio, advierte a Macario que su propia muerte está cerca y que debe reflexionar sobre sus acciones. Cuando llega a la caverna de la Muerte (las grutas de Cacahuamilpa), encuentra una gran cantidad de velas, cada vela significando la vida de una persona y, si es pequeña, significa que está a punto de apagarse y que persona morirá. La Muerte afirma que Macario negoció con algo muy sagrado, que es la vida. Macario encuentra su propia vela a punto de apagarse e intenta huir con ella, pero ya es demasiado tarde; la Muerte le advierte que hay reglas que ni él mismo puede ignorar y que en realidad él no tiene poder para retrasar el momento en el que cada uno va a perecer, y le hace ver que es mejor prepararse para aceptar su destino en lugar de escapar, porque es inútil: nadie puede escapar de la Muerte.

Finalmente, la escena vuelve al lugar en que Macario compartió el guajolote con la Muerte. No volvió a casa desde entonces, y su esposa y algunos aldeanos buscan a Macario en el bosque solo para encontrarlo pacíficamente muerto, junto a un pavo dividido en mitades: uno comido, el otro intacto. Queda ambiguo si todo fue un sueño de Macario antes de morir o un breve preámbulo de la Muerte para jugar con él.

Este filme ocupa el lugar 59 dentro de la lista de las 100 mejores películas del cine mexicano, según la opinión de 25 críticos y especialistas del cine en México, publicada por la revista Somos en julio de 1994. Fue la primera película mexicana nominada al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera.[3]

En 1961 en Valladolid, España obtuvo el premio del Instituto Ciudad de Valladolid, placa de plata y pergamino.

En Santa Margherita Ligure (Italia) ganó el premio Copa de Plata.

En 1960 se le otorgó el premio Diploma al Mérito en el Festival de Edimburgo y premio a Ignacio López Tarso en el Festival de San Francisco.

Fue exhibida en el Festival de Cannes, donde obtuvo el premio a la mejor fotografía para Gabriel Figueroa.



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