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Masculino genérico



En español, el masculino es el género no marcado (sirve para designar a los individuos del sexo masculino y a toda la especie sin distinción de sexos) y el género marcado es el femenino (solo sirve para asignar al género femenino tanto en singular como en plural). Esto significa que, cuando el sujeto plural no requiere de distinción de género, es concordante con el hecho de referirse a unos seres (ya sean humanos o animales).

Se utiliza la expresión no marcado para referirse al miembro de una oposición binaria capaz de abarcar a todo el conjunto.[1]​ Tal es el caso del género gramatical masculino en español. Al utilizar una palabra como niños, es posible, si el contexto lo permite, designar a todos los niños sin distinción de sexo, pudiendo abarcar así tanto al sexo masculino como al sexo femenino a la vez y de forma indiscriminada (ej. Que los niños vayan con sus padres).

Aun así, es polémica la cuestión entre gramáticos sobre la naturaleza referencial del género gramatical en las palabras que designan entidades animadas. Theóphile Ambadiang, por ejemplo, afirma que es, en esencia, el sexo de estas entidades el que determina la referencia gramatical de las palabras (lo que explicaría la oposición gato/gata).[2]​ Muchos otros estudiosos, como Harrys y Aronoff, opinan de la misma forma.[3][4]

Sin embargo, gramáticos como Ignacio Roca han realizado estudios que se encargan de argumentar contra esa postura.[5]​ Obsérvense los contrastes existentes entre las oraciones siguientes:

1) El religioso que no reza, sea cual sea su sexo, no cumple con su tarea

2) !El monje que no reza, sea cual sea su sexo, no cumple con su tarea

Esos ejemplos parecen demostrar, según el autor, que la referencia no la determina el sexo biológico, sino la semántica de las palabras (o, como él lo denomina en este caso, el sexo semántico). La segunda de esas oraciones contiene al inicio un signo de exclamación, que indica que el significado de la oración es absurdo y hasta contradictorio. Tal problema tiene su causa en que la palabra monje, por razones semánticas, solo designa a humanos con la característica [– hembra] (es decir, lo que no es hembra), por lo que carece de sentido especificarlo con la construcción sea cual sea su sexo. En cambio, religioso no posee restricción semántica de [– hembra], lo que le permite ser especificado por sea cual sea su sexo.[6]

Agrega el autor:

Formas como marido o monje (y fraile) van, por tanto, marcadas [–HEMBRA] en el lexicón, y mujer o monja [+HEMBRA], mientras que esposo (y cónyuge) o religioso no llevan marca.[6]

Por tanto, aunque formalmente cónyuge o religioso sean palabras de género gramatical masculino, su semántica no especifica ningún sexo y pueden ser utilizadas para referirse a todos los cónyuges y a todos los religiosos, sin discriminar sexo. [7][8]​ Como observa el gramático Salvador Gutiérrez Ordóñez, tal es también el caso de la palabra hombre, que carece de la marca [– hembra] y significa 'persona, el género humano; un individuo de la especie'. Se opone a Dios o a ángel, pero no a mujer. Por eso hace diferencia entre un hombre1 (hiperónimo, que designa a la generalidad de la especie humana), y un hombre2, hipónimo de hombre1, que designa solo a los varones.[8]​ La RAE y la ASALE, en su Nueva gramática de la lengua española, mencionan que el uso de una expresión u otra viene determinado por el contexto.[9]​ Así, se sabe que en el sintagma los hombres que viven en este edificio únicamente se habla de varones, mas no de la especie humana. Mencionan:

Estas diferencias ponen de manifiesto que el uso del masculino como término no marcado en la oposición léxica hombres/mujeres no está determinado únicamente por factores gramaticales, sino especialmente por las condiciones contextuales o temáticas que favorecen la referencia a la especie humana.[9]

El origen del masculino como término no marcado en la oposición de género (dicho de otra forma, el masculino como genérico en español) debe buscarse en el antiguo indoeuropeo, alrededor de unos dos milenios antes de Cristo. En una primera etapa de esta lengua, llamada «protoindoeuropeo» (PIE), no existía flexión alguna de género.[10][11]​ Esta situación duró hasta que poco a poco el idioma se fue complejizando cada vez más. Ocasionalmente, en palabras que denotaban seres animados, comenzó a utilizarse una *-s para los sujetos (más precisamente, para palabras en nominativo y genitivo) y, dependiendo de los casos, *-n/-m/-om para los complementos directos (palabras en acusativo).[12]​ Este uso pronto se fue generalizando cada vez más hasta que quedó completamente asentado en el habla común. Las palabras que denotaban seres inanimados, por su parte, se dejaban tal cual (es decir, se dejaba el tema puro sin flexión alguna), salvo algunas excepciones y particularidades.[13]​ Se considera este el origen de la primera distinción entre géneros gramaticales: los géneros animado/inanimado. Sobre los inanimados, Francisco González Luis afirma:

El hecho de que el inanimado englobe a los seres sin vida, seres inertes, o a objetos, etc., se aduce como motivo para que este grupo de palabras de género inanimado permaneciera en una situación primitiva de índole preflexiva, en que las funciones representadas por el acusativo/nominativo no se diferenciaban en el plano gramatical, ya que por designar seres pensados como inanimados, éstos no tendrían capacidad para funcionar como agentes de un proceso. En este caso, la diferenciación morfológica de género animado/inanimado, realizada con un criterio funcional, es un reflejo de la realidad externa (dividida en seres vivientes y no vivientes) que se impone a la lengua.[14]

Ahora bien, para designar entidades humanas de uno u otro sexo, debían utilizarse expresiones del tipo niño varón o niño mujer (donde niño no tiene connotación de sexo; solo designa a un ente animado). No fue sino hasta el indoeuropeo III (IE III) que esa forma de especificar el sexo del referente vio su final, sobre todo en el latín surgido en la rama itálica de las lenguas indoeuropeas. En esta etapa, según el filólogo Francisco Villar,[15]​ se tomó de la antigua palabra *-gwe ('mujer') la *-ā final y se utilizó como marca para todas aquellas palabras que designaran mujeres o animales hembras. De esta forma, ya en latín se consiguieron voces como filia ('hija') provenientes del antiguo *dhug(h)ətḕr, o también avia ('abuela') proveniente del antiguo *anos.[16]​ Había nacido, por tanto, el género lingüístico femenino (claro está, dentro del género de las palabras animadas).[17]​ Las palabras que no poseían tal marca (es decir, las no marcadas) constituyeron el género lingüístico masculino. Así, toda aquella palabra animada que no tuviera la marca de femenino sería sencillamente una palabra masculina. El género femenino, en este sentido, al haber nacido como unidad referida solo a entidades femeninas, tenía un carácter distintivo y excluyente, que lo diferenciaba de géneros como el masculino o el inanimado (luego llamado neutro en latín).[18]​ Esto fue lo que le brindó al masculino la capacidad de tener una función inclusiva o genérica, ya que no nació como unidad excluyente, sino como consecuencia de la naturaleza marcada del femenino. Lo que no designara exclusivamente lo femenino, sería representado por el masculino. Así, en contextos de designación de ambos géneros, era el masculino el que debía ser utilizado dada su naturaleza no marcada (por ejemplo, filii es una palabra latina y masculina que significa 'niños', designando indistintamente niños varones y niñas).[19]​ Teniendo esto en cuenta, en su Gramática del indoeuropeo moderno Carlos Quiles y Fernando López-Menchero afirman:

... el femenino es el término positivo en la oposición entre animados, porque cuando se usa, el espectro de los animados se reduce al femenino; mientras que el masculino todavía sirve como término negativo (es decir, no diferenciado) para ambos animados —masculino y femenino— cuando se usa en este sentido; es decir, cuando no se diferencia el género.[20]

Algunas personas critican el uso del masculino como genérico, por creer que su uso contribuye a perpetuar las discriminaciones por género, y proponen el uso de alternativas, como expresar el conjunto con ambos géneros (los ciudadanos y las ciudadanas) o por medio de desinencias. Otras personas entienden el género en las palabras como algo más abstracto, y consideran que hacer omnipresentes las distinciones no contribuye a la igualdad, además de ir en contra de la economía de lenguaje. Por su parte, y aunque el uso del circunloquio es casi habitual en medios políticos o periodísticos, la RAE no recomienda su uso cuando el contexto es suficientemente explícito para abarcar a los individuos de uno y otro sexo.[21]



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