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Moderantismo



El moderantismo es una visión singular española del liberalismo del siglo XIX que responde a la representación política de los intereses de la nueva clase dominante formada por la antigua aristocracia y la alta burguesía, convertidas en una nueva oligarquía. El Partido Moderado consiguió integrar en el mismo proyecto político a buena parte de los liberales moderados (doceañistas) así como a los más moderados de entre los carlistas, que tras el abrazo de Vergara (1839) procuraron reconciliarse con los isabelinos. Más adelante se organizaron otros proyectos políticos inspirados por el moderantismo, como la Unión Liberal (1858) y el Partido Liberal-Conservador (1876).

En líneas generales el moderantismo es una confluencia de elementos provenientes del Antiguo Régimen y del Nuevo Régimen. Sus referentes europeos eran el doctrinarismo francés y el conservadurismo británico. Su adversario en la vida pública española fue el liberalismo progresista, aunque ambos constituían la única parte del espectro político institucionalmente aceptada para el juego político, los denominados partidos dinásticos.[1]

El moderantismo, aunque puede retrotraer su origen a la Guerra de Independencia española, en la postura de los jovellanistas (por Jovellanos), intermedia entre la de absolutistas y liberales en los debates de las Cortes de Cádiz, no se explicita como movimiento político hasta el trienio liberal (en que los moderados se oponen a los exaltados). Incluso entonces no se llegó a concretar en su forma definitiva. Esa concreción se efectuó a partir de los últimos años del reinado de Fernando VII, cuando el grupo isabelino dentro de la corte, en torno a la futura regente María Cristina de Borbón, procuró atraerse a los más moderados de entre los liberales (Francisco Martínez de la Rosa), consiguiendo una amnistía que permitiera su vuelta del exilio (1832, primero restringida y luego ampliada en 1833)[2]​ para apoyar la sucesión de la única hija del rey, Isabel; frente al grupo carlista, claramente absolutista, partidario de la aplicación de la Ley Sálica que preveía la sucesión del hermano menor del rey, Carlos. La evidencia de la necesidad de un mutuo apoyo entre los liberales moderados y la aristocracia isabelina hizo encontrar una expresión posibilista de la ideología común, alejada de todo extremismo. Entre sus adversarios se calificó de pasteleo este intercambio de favores, conciliación o convergencia de intereses en torno a una postura equidistante, denominación popularizada hasta tal punto que pasó a ser un sinónimo ofensivo para el propio moderantismo, y los moderados eran llamados pasteleros; mientras que a Martínez de la Rosa se le aplicaron los motes de Rosita la pastelera y Barón del bello rosal.[3]

Francisco Martínez de la Rosa.

Donoso Cortés.

Ramón María Narváez.

Antonio Cánovas del Castillo.

Convertidos en un verdadero partido político de élites con implantación en las provincias y un eficaz aparato propagandístico, vencieron en las elecciones de 1834. A los fundadores del partido en ese momento se les ha calificado como la mejor generación de liberales conservadores del ochocientos español: Antonio Alcalá Galiano,[4]Francisco Javier de Istúriz, Andrés Borrego, Antonio de los Ríos Rosas, Martínez de la Rosa, Joaquín Francisco Pacheco y Nicomedes Pastor Díaz.[5]

Los moderados se mantuvieron en el poder durante buena parte del reinado de Isabel II (década moderada, 1844-1854, y el periodo 1856-1868) recurriendo a pronunciamientos militares cuando fue necesario, a cargo de su principal espadón, Narváez. Desde el gobierno tuvieron oportunidad de desarrollar los principios programáticos del moderantismo, identificados con la Constitución de 1845, que mantenía un equilibrio de poderes entre rey y parlamento mucho más favorable al monarca que en la Constitución de 1812 e incluso que la constitución de 1837. Un pequeño grupo de moderados partidarios de seguir con este texto (por entender que beneficiaba al consenso y la estabilidad política), fue despectivamente acusado de prejuicios puritanos por Narváez, que los ignoró, y desde entonces se les conoció como puritanos o disidencia puritana; liderados por Joaquín Francisco Pacheco y Pastor Díaz, contaban con personalidades como Istúriz, José de Salamanca, Patricio de la Escosura y Claudio Moyano, y el apoyo de los generales Manuel Gutiérrez de la Concha y Ros de Olano, y que terminarían confluyendo con los más moderados de entre los progresistas en las estrategias de Unión Liberal dirigidas por el general Leopoldo O'Donnell.[6]

Se forzó una fuerte restricción del sufragio con criterios económicos, reservándolo a los más ricos; y se propició una política de orden público confiada a un cuerpo de nueva creación, la Guardia Civil. El moderantismo era marcadamente centralista, reduciendo las atribuciones municipales que los progresistas procuraban expandir; y mantuvo una política económica favorable a los intereses de la oligarquía terrateniente castellano-andaluza (según demandara la coyuntura, entre el proteccionismo y el librecambismo), que en lo fiscal se traducía en una mayor carga impositiva indirecta (los consumos, pagados por todos) que directa (las contribuciones, pagadas en relación a la riqueza). La reforma hacendística de 1845, realizada por Alejandro Mon y Menéndez y Ramón de Santillán perpetuó este sistema fiscal.

Conservadores en materia social y religiosa, los moderados españoles no pretendieron la separación Iglesia-Estado, sino una reconducción de la política anticlerical propia de los liberales progresistas, lo que se concretó en el Concordato de 1851. La Iglesia Católica española siguió gozando de un papel preponderante en la vida pública, respetándose su posición privilegiada en la educación y garantizándose su supervivencia económica tras haberle privado de sus fuentes de riqueza con la Desamortización. Mediante el presupuesto de culto y clero el Estado se obligaba al pago de los salarios de sacerdotes y obispos y al mantenimiento del inmenso patrimonio inmobiliario que aún permanecía bajo su control. Ideológicamente, los denominados neocatólicos representaron el ala derecha del moderantismo, procurando un difícil equilibrio entre catolicismo y liberalismo, que para sus adversarios era un simple enmascaramiento de posturas tradicionalistas, ultramontanas o reaccionarias.

Durante el sexenio revolucionario los moderados solo obtuvieron una representación parlamentaria marginal, pero el papel de Cánovas del Castillo fue determinante para la vuelta de Alfonso XII como rey, reorganizando ese espacio político en lo que durante la Restauración se denominará Partido Liberal-Conservador, que se turnará en el poder con el Partido Liberal Fusionista de Sagasta. La Constitución de 1876 recogerá buena parte del ideario político moderado, que a partir de entonces pasa a denominarse conservador o canovista.

El carácter centrista del moderantismo provocó que, además de los moderados que lo fueron desde el inicio de su carrera política o intelectual, algunas de las personalidades más destacadas de este ámbito político e ideológico provinieran de las filas de sus adversarios políticos. Unos siguieron una trayectoria política hacia la derecha, provenientes del liberalismo exaltado o de las diferentes agrupaciones progresistas; otros, una trayectoria hacia la izquierda, llegando al moderantismo provenientes del carlismo.

Además de los citados con anterioridad, pueden nombrarse a:

La historia de la prensa en España se caracterizó en el siglo XIX por el predominio de la prensa de partido, estando los periódicos claramente alineados con una posición política determinada, aunque ninguno de ellos fuera exactamente un órgano oficial. Entre los medios identificados como alineados con el moderantismo, tanto en Madrid como en provincias, se contaban:[9]

1820-1823:

1833-1836:

1836-1840:

1840-1843

1843-1854:

1854-1856:

1856-1868:

Otros periódicos y revistas moderados, sin indicación de periodo:

...

El moderantismo viene a ser el régimen político de una oligarquía que desea guardar las formas de un régimen representativo sin perjuicio de renunciar de antemano a los resultados que comportaría una aplicación sincera del mismo.

Textos de Francisco Tomás y Valiente, El derecho penal de la monarquía absoluta, Madrid, Tecnos, 1969, pgs. 431-432 según se cita en este estudio Archivado el 3 de marzo de 2016 en la Wayback Machine., pero estos párrafos no aparecen en la vista previa de google books. En cambio, el segundo párrafo, sí es una cita directa de José María Jover (Política, diplomacia y humanismo popular en la España del siglo XIX, 1976, pg. 348-349), como puede comprobarse por esta otra fuente.

“Los gobiernos representativos se fundan principalmente en dos bases: la división armónica de los poderes, y la intervención necesaria de los más sabios y virtuosos en la dirección y manejo de los asuntos comunes en los diferentes grados de la escala social” y que “En semejantes gobiernos el rey y las Cortes ejercen el poder legislativo... En esta clase de gobiernos no hay soberano; a no ser que con tal nombre se designe el ente moral que resulta de la conveniencia de voluntades del rey y las cortes en un mismo punto”.

Probablemente una de las definiciones más sintéticas de la ideología, y del programa de gobierno que impulsaban los moderados allá por el año 1838 se encuentra en las páginas de esta obra de Silvela, en las que resume en un solo párrafo los principios inspiradores de la actuación de los moderados ya definidos como totalmente liberales: gobierno de los mejores y soberanía compartida. No obstante Silvela había matizado en su propuesta de sistema electoral indirecto las posiciones mantenidas por los representantes más característicos del doctrinarismo español del momento, defensores del sufragio censitario; concretamente critica la tesis de Donoso (del que por otra parte se confiesa amigo) del gobierno de los más inteligentes: está de acuerdo en que el manejo de los asuntos públicos debe encomendarse a los más sabios y capaces, pero discrepa en el procedimiento para decidir quienes son esos más capaces:

“No basta alegar, en magnifica y brillante prosa, que los mejores entre los buenos ejercen un derecho propio y no delegado; que la inteligencia lleva consigo la legítima prepotencia (en todo lo cual no podía caber la menor duda) sino que después para constituir y conservar la sociedad política, es preciso descender de tan elevadas regiones, llamar a las puertas a esas mismas inteligencias y hacer que adopten el mando y que gobiernen... La propiedad y la capacidad, en el sentido que esas palabras se usan, no son seguridades de saber.. son indicios vagos, presunciones generales”. En consecuencia, se decanta por un sistema indirecto en el que gocen de derecho de sufragio activo y pasivo, en primera vuelta, todos los varones en posesión de sus derechos civiles considerando que un sistema de elección indirecto de amplia base no origina anarquía sino organización. Afirma, en este sentido, que en su opinión no debe ponerse traba alguna al elector en el ejercicio de su derecho; los inconvenientes que pudiera presentar el sufragio universal se verían después corregidos en el segundo grado de elección, de modo que en un primer grado los electores voten a quienes, entre los que conocen, consideran los mejores, y el cuerpo electoral formado por estos, elija a los miembros del cuerpo legislador. Así se lograría según Silvela, el gobierno de los mejores entre los buenos:

“La confianza pública, la confianza de la mayoría de electores en primer grado, es la única regla, el único termómetro indefectible de la aptitud, de la idoneidad, de la capacidad para ser elector en definitiva; el único medio que debemos emplear para dar con esa clase de electores instruidos, honrados y patriotas que inútilmente buscamos por vías indirectas y engañosas”.

Y frente a las críticas al sistema de elección indirecta, opina que el sistema indirecto tenía más tradición y arraigo en España que el directo, y argumenta además que:

“Es falso sostener, como se ha dicho, por el medio de la elección indirecta se hace ilusorio el hecho de votar, porque se reduce a poco o nada lo que el elector vota de primer grado. A mi entender muy al contrario: vota cada elector cuanto puede y por consiguiente cuanto debe, puesto que vota cuanto sabe... Es falso también que la elección indirecta se a menos popular que la directa, tal y como se propone... la más popular de entrambas sería la directa; pero bajo el supuesto del voto universal”.

Pero el reconocimiento del derecho de sufragio activo a la totalidad de los españoles que gocen de sus derechos civiles, en definitiva, de un sufragio universal en la elección de primer grado, no significa que Silvela se adhiera a las tesis progresistas de la soberanía popular. Afirma claramente que la soberanía no reside en el pueblo:

“El pueblo no es soberano ni tiene derecho a ejercer la soberanía, porque no puede existir jamás el derecho de una cosa imposible; pero el pueblo es el origen de la soberanía...Bajo un régimen representativo es cuando los ciudadanos cada uno de por sí, como unidades separadas, tienen mayor y más útil intervención en la dirección y manejo de los asuntos comunes, sin que por eso, en ninguna ocasión el pueblo sea soberano”.

En todo caso, y a pesar de las comentadas diferencias de matiz, Francisco Agustín Silvela se inscribe entre los representantes de esa tercera vía, donde tanta importancia tiene el concepto de orden, frente a las posiciones en las que se mantenían los liberales exaltados bajo la divisa de la libertad. En este sentido se pronunció con claridad en 1836 en la introducción a su proyecto de ley electoral: “Si a esto llaman moderación; si el justo medio europeo pugna solo por esto; si clama por la estricta y severa observancia de las leyes benéficas; si se irrita de ver hollados los derechos de la humanidad y amenazadas algunas regiones de la más espantosa anarquía, yo también soy revolucionario moderado, yo quiero pertenecer al justo medio”.

Y en 1838 se ratificó en la misma posición defendiendo la condición de liberales de sus ideas frente a quienes puedan tildarlas de demasiado templadas: “No hay contradicción en profesar el incontestable dogma de la soberanía nacional con todas sus consecuencias legítimas; en desear la abolición del diezmo y toda contribución desproporcional; la desamortización completa eclesiástica y civil; la extinción de todo privilegio, la igualdad legal; en ser hombre del pueblo, decidido a sostener los intereses de esa inmensa mayoría, desgraciada en todos los países, destinada, si no a la abyección, a la ignorancia, y a horrorosas privaciones; en una palabra en ser justo, benéfico, tolerante, amante de la humanidad; en pertenecer al progreso, a que nos honramos de pertenecer entendido como nosotros lo entendemos, y querer orden, gobierno, administración”



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