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Ojáncana



En la mitología cántabra la ojáncana, jáncana o juáncana es la hembra del ojáncanu (que no su esposa), y al igual que él, un personaje sanguinario con el mismo aspecto aterrador, pero es aún más perverso, ya que sus víctimas eran los niños que se pierden por el bosque.[1]​ Posee similitudes con las lamias vascas, pero las supera en crueldad.[2]

La tradición oral la representan como un ser de gran fuerza, cara chata y fea con dos penetrantes ojos, largos pechos que debe colgarse a la espalda cuando corre, y carece de barba. Tiene un largo cabello oscuro y alborotado, y de su boca sobresalen enormes y retorcidos dientes.[1]

Al igual que el ojáncano, vivía en las cuevas lóbregas y profundas, sucias, desaliñadas y malolientes.[3]​ Su comida predilecta era la carne cruda, a poder ser de niño, sin despreciar cualquier alimento que pudiera robar, alimentándose también de boronas, leche o sangre, a excepción de la rámila o garduña, que odiaba y temía.[1]

La reproducción de estos seres, ojáncanos y ojáncanas, es extremadamente peculiar dado que no se produce alumbramiento: cuando un ojáncanu está viejo, los demás lo matan, le abren el vientre para repartirse lo que lleve dentro y lo entierran bajo un roble, árbol junto al tejo con connotaciones míticas en Cantabria. Transcurridos nueve meses afloran del cadáver unos enormes y viscosos gusanos de color amarillo que dicen que olían a carne podrida y que durante tres años son amamantados por una ojáncana con la sangre que brota de sus grandes pechos, convirtiéndose posteriormente en ojáncanos y ojáncanas.

La mitología cántabra tienden a exagerar las características de las féminas para bien (anjana) o para mal (ojáncana). Mientras que las primeras representan la dulzura y bondad, las ojáncanas son la antítesis extrema de estas.[1]



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