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Primer Concilio de Nicea



El concilio de Nicea I (o Primer concilio de Nicea) fue un sínodo de obispos cristianos que tuvo lugar entre el 20 de mayo y el 19 de junio de 325 en la ciudad de Nicea de Bitinia en el Imperio romano. Esta ciudad hoy es llamada en turco İznik y forma parte de la provincia de Bursa en Turquía. Fue convocado por el emperador romano Constantino I, o más bien fue convocado por el obispo Osio de Córdoba y luego apoyado por Constantino.[1]​ Es considerado el primer concilio ecuménico. Se supone que fue presidido por el obispo Osio de Córdoba, de quien se cree que era uno de los legados del papa.[2]

Sus principales logros fueron el arreglo de la cuestión cristológica de la naturaleza del Hijo de Dios y su relación con Dios Padre,[3]​ la construcción de la primera parte del Símbolo niceno (primera doctrina cristiana uniforme), el establecimiento del cumplimiento uniforme de la fecha de la Pascua,[4]​ y la promulgación del primer derecho canónico.[5]

El emperador Constantino I había dado muestras de sus simpatías por el cristianismo mediante el Edicto de Milán de 313, por el cual -junto a Licinio- reconoció a los cristianos la libertad para reunirse y practicar su culto sin miedo a sufrir persecuciones. Años después se enfrentó a Licinio, que dominaba la parte oriental del Imperio romano, y lo derrotó en 323. Constantino era consciente de las numerosas divisiones que existían en el seno del cristianismo, por lo que, siguiendo la recomendación de un sínodo dirigido por Osio de Córdoba en ese mismo año, decidió convocar un concilio ecuménico de obispos en la ciudad de Nicea, donde se encontraba el palacio imperial de verano. El propósito de este concilio era establecer la paz religiosa y construir la unidad de la Iglesia cristiana.[6]

Uno de los propósitos del concilio fue resolver los desacuerdos surgidos dentro de la Iglesia de Alejandría sobre la naturaleza del Hijo en su relación con el Padre: en particular, si el Hijo había sido "engendrado" por el Padre desde su propio ser, y por lo tanto no tenía principio, o bien creado de la nada, y por lo tanto tenía un principio.[7]Alejandro de Alejandría y su discípulo y sucesor Atanasio de Alejandría tomaron la primera posición, mientras que el popular presbítero Arrio, de quien procede el término arrianismo, tomó la segunda. En aquellos momentos esa era la cuestión principal que dividía a los cristianos. Alejandro y Atanasio defendían que Jesús tenía una doble naturaleza, humana y divina, y que por tanto Cristo era verdadero Dios y verdadero hombre; en cambio, Arrio y el obispo Eusebio de Nicomedia afirmaban que Cristo había sido la primera creación de Dios antes del inicio de los tiempos, pero que, habiendo sido creado, no era Dios mismo.

Este fue el primer concilio general de la historia de la Iglesia si no se tiene en cuenta como concilio el llamado concilio de Jerusalén del siglo I, que había reunido a Pablo de Tarso y sus colaboradores más allegados con los apóstoles de Jerusalén encabezados por Pedro y Santiago el Justo.

Constantino invitó a unos 1800 obispos cuyas sedes estaban dentro del Imperio romano (cerca de 1000 en el Oriente y 800 en la parte occidental del Imperio), pero solo un pequeño y desconocido número de ellos asistió.[8]​ Tres obispos que estuvieron en el concilio dejaron estimaciones distintas: Eusebio de Cesarea contó más de 250,[9]Atanasio de Alejandría contó 318 y Eustacio de Antioquía los estimó en cerca de 270.[10]​ Posteriormente, Sócrates de Constantinopla registró más de 300,[11]​ y Evagrio de Antioquía,[12]Hilario de Poitiers,[13]Jerónimo,[14]Dionisio el Exiguo,[15]​ y Rufino de Aquilea[16]​ registraron 318. Este número es preservado en las liturgias de las Iglesias ortodoxas[17]​ y de la Iglesia ortodoxa copta.

La mayoría de los obispos eran orientales, si bien participaron también dos representantes del papa Silvestre I. También estuvo presente Arrio y algunos pocos defensores de sus posiciones teológicas. La posición contraria a Arrio fue defendida, entre otros, por Alejandro de Alejandría y su joven colaborador, Atanasio de Alejandría.

Para llegar a Nicea -y retornar luego a su sede- se dio a cada obispo libre y gratuita circulación y alojamiento. Cada uno recibió permiso de concurrir con 2 sacerdotes y 3 diáconos.

Los obispos orientales formaban la gran mayoría. Entre ellos estaban: Macario I de Jerusalén. Muchos de los padres congregados - por ejemplo, Pafnucio de Tebaida, Potamon de Heraclea, Pablo de Neocaesarea, Eusebio de Nicomedia, Eusebio de Cesarea, Aristakes de Armenia, Leoncio de Cesarea, Jacobo de Nísibe, Hipacio de Gangra, Protogenes de Sárdica, Melicio de Sebastopolis, Aquilo de Larisa y Espiridón de Tremitunte. Desde fuera del Imperio romano asistieron: Juan de Persia e India, el obispo godo Teófilo y Stratophilus de Pitsunda de Georgia.

Desde la parte occidental del Imperio romano asistieron al menos 5: Marcos de Calabria, Caecilianus de Cartago, Osio de Córdoba, Nicasio de Dijón y Domnus de Estridón.

Entre los partidarios iniciales de Arrio estaban: Segundg de Ptolemais, Theong de Marmarica, Zphyrio, Dathes, Eusebio de Nicomedia, Paulino de Tiro, Actio de Lydda, Menophanto de Éfeso y Theognis de Nicea.[18]

A pesar de su simpatía por Arrio, Eusebio de Cesarea se adhirió a las decisiones del concilio, aceptando todo el credo. El número inicial de obispos que apoyaban a Arrio era pequeño. Después de un mes de discusión, el 19 de junio, solamente quedaban dos: Theonas de Marmárica en Libia y Segundo de Ptolemais. Maris de Calcedonia, que inicialmente apoyó el arrianismo, aceptó el credo completo. Del mismo modo que Eusebio de Nicomedia, Theognis de Niza también estuvo de acuerdo, excepto por ciertas afirmaciones. El concilio se pronunció entonces contra los arrianos por abrumadora mayoría, pues solo Theonas y Segundo rechazaron firmar el símbolo niceno y fueron -junto con Arrio- desterrados a Iliria y excomulgados.[19]

Otro resultado del concilio fue un acuerdo sobre cuándo celebrar la Pascua, la fiesta más importante del calendario eclesiástico, decretada en una epístola a la Iglesia de Alejandría en la que se afirma simplemente:

La supresión del cisma meleciano fue otra cuestión importante que se presentó ante el concilio de Nicea. Se resolvió que Melecio de Licópolis permaneciera en su propia ciudad de Licópolis en Egipto, pero sin ejercer la autoridad o el poder para ordenar nuevo clero. Se le prohibió entrar en los alrededores de la ciudad o entrar en otra diócesis con el propósito de ordenar. Melecio conservó su título episcopal, pero los eclesiásticos ordenados por él debían recibir nuevamente la imposición de manos, ya que sus ordenaciones fueron consideradas como inválidas.[21]​ Los melecianos se unieron a los arrianos y causaron más disensiones hasta que se extinguieron a mediados del siglo V.

Entre otras decisiones, se procedió a organizar la Iglesia en patriarcados y diócesis, otorgándose el mismo rango a las sedes patriarcales de Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, cuyos titulares recibieron el nombre de arzobispos.

El concilio promulgó veinte nuevas leyes de la Iglesia, llamadas "cánones" (aunque el número exacto está sujeto a debate), es decir, reglas de disciplina inmutables:[22]

Constantino I, aunque simpatizaba con los cristianos, según la tradición no recibió el bautismo hasta que se halló en su lecho de muerte. Sin embargo, aparentemente ya se había convertido al cristianismo tras su victoria militar sobre Majencio en 312, ya que había invocado al Dios de los cristianos antes de la batalla. Por ello interpretó su victoria como indicio de la superioridad del Dios cristiano, aunque se guardó de compartir esta interpretación con sus tropas.[23]

La visión que presenta Eusebio de Cesarea en su obra Vida de Constantino es la del emperador participando e influyendo activamente en el desarrollo del concilio, y poniendo orden ante las disensiones que iban apareciendo en la asamblea.[24]​ Sin embargo, el autor J. M. Sansterre, en su obra Eusebio de Cesarea y el nacimiento de la teoría cesaropapista, ha cuestionado esta posición, señalando que la actuación de Constantino fue respetuosa de los temas que eran de estricta competencia de los padres conciliares. Esto se ve reforzado por los artículos de la Enciclopedia Católica, que sostiene que Constantino I nunca pudo influir sobre los temas teologales, ya que su formación a este respecto era prácticamente nula. Por el contrario, sostiene la misma fuente, Constantino I se encargó de dar el marco físico y político al concilio, con el fin de evitar que los disensos dogmáticos (herejías) pudiesen desembocar de hecho en una fractura política del Imperio.

El emperador, a modo de presidente honorario del concilio, pronunció un discurso de bienvenida a los asistentes tras el cual dio la palabra a quienes lo presidieron.[24]Gelasio nos ha transmitido la sorpresa de Constantino porque los obispos no llegasen a un acuerdo en cuestiones de fe y propuso que lo resolvieran acudiendo a «los testimonios de los escritos divinamente inspirados».[25]​ Posteriormente declaró que todo el que se negara a endosar el credo sería exiliado. Ordenó además que las obras de Arrio fueran confiscadas y quemadas, mientras que sus partidarios fueron considerados como "enemigos del cristianismo".[26]​ Sin embargo, la controversia continuó en varias partes del imperio.[27]

Después de Nicea los debates sobre la controversia cristológica siguieron por décadas y el propio Constantino I y sus sucesores fueron alternando su apoyo entre los arrianos y los partidarios de las resoluciones de Nicea. Finalmente, el emperador Teodosio estableció el credo del concilio de Nicea como la norma para su dominio y convocó el Concilio de Constantinopla en 381 para aclarar la fórmula. Aquel concilio acordó que el Espíritu Santo era consustancial (de la misma sustancia) con Dios Padre y Dios Hijo y empezó a perfilarse la doctrina trinitaria.

Los únicos libros declarados heréticos por el concilio de Nicea fueron los escritos doctrinales arrianos, cuyos ejemplares fueron quemados tras el concilio. El emperador decretó pena capital para quien conservara dichos libros, pero no existe constancia de que se produjeran gran cantidad de muertes por ello. El propio Constantino suavizó sus órdenes solo tres meses después del concilio y acabó incluso simpatizando con los arrianos y atacando a los obispos nicenos. Arrio fue excomulgado por la Iglesia y exiliado por el emperador, pero no ejecutado, y años más tarde sería readmitido según las presiones que recibía el emperador. Tras su muerte, Arrio fue anatemizado de nuevo y declarado hereje otra vez en el Primer Concilio de Constantinopla de 381.[28]




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