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Semana de Mayo



La Revolución de Mayo fue una serie de acontecimientos revolucionarios ocurridos en la ciudad de Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, dependiente del rey de España, que sucedieron durante el transcurso de la llamada Semana de Mayo, entre el 18 de mayo de 1810, fecha de la confirmación oficial de la caída de la Junta Suprema Central, y el 25 de mayo, fecha en que se destituyó al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y se lo reemplazó por la Primera Junta de gobierno.

Si bien inició el proceso de surgimiento del Estado argentino no hubo una proclamación de la independencia formal, ya que la Primera Junta no reconocía la autoridad del Consejo de Regencia de España e Indias, pero aún gobernaba nominalmente en nombre del rey de España Fernando VII, quien había sido depuesto por las Abdicaciones de Bayona y su lugar ocupado por el francés José Bonaparte.

Esta manifestación de lealtad, conocida como la máscara de Fernando VII, es considerada por algunos historiadores como una maniobra política que ocultaba las intenciones independentistas.[1]

La declaración de independencia de la Argentina tuvo lugar seis años después durante el Congreso de Tucumán el 9 de julio de 1816.

La declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776 de Gran Bretaña sirvió como un ejemplo para los criollos de que una revolución e independencia en Hispanoamérica eran posibles. La Constitución estadounidense proclamaba que todos los hombres eran iguales ante la ley (aunque, por entonces, dicha proclamación no alcanzaba a los esclavos), defendía los derechos de propiedad y libertad y establecía un sistema de gobierno republicano.

A su vez, desde finales del siglo XVIII se habían comenzado a difundir los ideales de la Revolución francesa de 1789, en la cual una asamblea popular finalizó con siglos de monarquía con la destitución y ejecuciones del rey de Francia Luis XVI y su esposa María Antonieta y la supresión de los privilegios de los nobles. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyos principios eran Liberté, égalité, fraternité («libertad, igualdad, fraternidad»), tuvo una gran repercusión entre los jóvenes de la burguesía criolla. La Revolución francesa motivó también la expansión en Europa de las ideas liberales, que impulsaban las libertades políticas y económicas. Algunos liberales políticos influyentes de dicha época, opuestos a las monarquías y al absolutismo, eran Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Montesquieu, Denis Diderot y Jean Le Rond d'Alembert, mientras que el principal representante de la economía liberal era Adam Smith, autor del libro La riqueza de las naciones que proponía el libre comercio.

Aunque la difusión de dichas ideas estaba muy restringida en los territorios españoles, pues no se permitía el ingreso de tales libros a través de las aduanas o la posesión no autorizada, igualmente se difundían en forma clandestina.

Las ideas liberales alcanzaron incluso al ámbito eclesiástico, Francisco Suárez (1548-1617) sostenía que el poder político no pasa de Dios al gobernante en forma directa sino por intermedio del pueblo. Este sería entonces, de acuerdo con Suárez, el que posee el poder y lo delega en hombres que manejan al estado y si dichos gobernantes no ejercieran apropiadamente su función de gerentes del bien común se transformarían en tiranos y el pueblo tendría el derecho de derrocarlos o enfrentarlos, y establecer nuevos gobernantes.[2]

En Gran Bretaña, mientras tanto, se inicia la revolución industrial, y para satisfacer ampliamente las necesidades de su propia población necesitaba nuevos mercados a los cuales vender su creciente producción de carbón, acero, telas y ropa. Gran Bretaña ambicionaba que el comercio de las colonias españolas en América dejara de estar monopolizado por su metrópoli. Para lograr este fin intentó conquistarlas –intentona fallida en el Río de la Plata mediante las dos Invasiones Inglesas, de 1806 y 1807– o bien promovió su emancipación.

En Europa se desarrollaban las Guerras Napoleónicas, que enfrentaron al Imperio Napoleónico francés contra Gran Bretaña y España, entre otros países. Francia tuvo una gran ventaja inicial y, mediante las abdicaciones de Bayona, forzó la renuncia de Carlos IV de España y su hijo Fernando VII. Estos fueron reemplazados en el trono español por José Bonaparte, hermano del emperador francés Napoleón Bonaparte. La monarquía española intentó resistir formando la Junta Suprema de España e Indias o Junta Suprema Central y, tras la derrota de esta, el Consejo de Regencia de España e Indias o Consejo de Regencia.

A lo largo del siglo XVIII, las reformas en el Imperio Español llevadas adelante por la Casa de Borbón —que reemplazó a la Casa de Austria a partir del 16 de noviembre de 1700— transformaron la Hispanoamérica de aquel entonces de "reinos" relativamente autónomos, en colonias enteramente dependientes de decisiones tomadas en España en beneficio de ella.[3]​ Entre las principales reformas borbónicas en América se destacó la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, que reunió territorios dependientes hasta entonces del muy extenso Virreinato del Perú, y dio una importancia principal a su capital, la ciudad de Buenos Aires, que había tenido una significación secundaria hasta ese momento.[4]

En el Virreinato del Río de la Plata el comercio exterior era un monopolio de España y legalmente no se permitía el comercio con otras potencias. Esta situación era altamente desventajosa para Buenos Aires ya que la corona española minimizaba el envío de barcos rumbo a dicha ciudad. Esta decisión de la metrópoli se debía a que la piratería obligaba a enviar a los barcos de comercio con una fuerte escolta militar, y ya que Buenos Aires no contaba con recursos de oro ni de plata ni disponía de poblaciones indígenas establecidas de las cuales obtener recursos o someter al sistema de encomienda, enviar los convoyes de barcos a la ciudad era mucho menos rentable que si eran enviados a México o Lima. Dado que los productos que llegaban de la metrópoli eran escasos, caros e insuficientes para mantener a la población, tuvo lugar un gran desarrollo del contrabando, que era tolerado por la mayoría de los gobernantes locales. El comercio ilícito alcanzaba montos similares al del comercio autorizado con España.[5]​ En este contexto se formaron dos grupos de poder diferenciados:

1- Los que reclamaban el comercio libre para importar directamente con cualquier país sin tener que necesariamente comprar todas las mercaderías trianguladas por España.

Dentro de este grupo del comercio libre pueden distinguirse a su vez a un grupo de poderosos contrabandistas criollos o españoles asociados a los mercaderes ingleses que fomentaban la nula protección de la manufactura local y por el otro lado a un grupo que si bien quería romper el monopolio español, no deseaba una desprotección de la manufactura y producción locales (Mariano Moreno).

2- Los comerciantes monopolistas, autorizados por la Corona española, quienes rechazaban el libre comercio y propugnaban por la continuidad del monopolio ya que si los productos entraban legalmente disminuirían sus ganancias.

En la organización política, especialmente desde la fundación del Virreinato del Río de la Plata, el ejercicio de las instituciones residentes recaía en funcionarios designados por la corona, casi exclusivamente españoles provenientes de la metrópoli, sin vinculación con los problemas e intereses americanos. Legalmente no había diferenciación de clases sociales entre españoles peninsulares y del virreinato, pero en la práctica los cargos más importantes recaían en los primeros. La burguesía criolla, fortalecida por la revitalización del comercio e influida por las nuevas ideas, esperaba la oportunidad para acceder a la conducción política.

La rivalidad entre los habitantes nacidos en la colonia y los de la España europea dio lugar a una pugna entre los partidarios de la autonomía y quienes deseaban conservar la situación establecida. Aquellos a favor de la autonomía se llamaban a sí mismos patriotas, americanos, sudamericanos o criollos, mientras que los partidarios de la realeza española se llamaban a sí mismos realistas. Los patriotas eran señalados despectivamente por los realistas como insurgentes, facciosos, rebeldes, sediciosos, revolucionarios, descreídos, herejes, libertinos o caudillos; mientras que los realistas eran a su vez tratados en forma despectiva como sarracenos, godos, gallegos, chapetones, matuchos o maturrangos por los patriotas.

Buenos Aires, la capital del Virreinato, logró un gran reconocimiento ante las demás ciudades del mismo luego de expulsar a las tropas inglesas en dos oportunidades durante las Invasiones Inglesas.[6]​ La victoria contra las tropas inglesas alentó los ánimos independentistas ya que el virreinato había logrado defenderse solo de un ataque externo, sin ayuda de España. Durante dicho conflicto se constituyeron milicias criollas que luego tendrían un importante peso político, la principal de ellas era el Regimiento de Patricios liderado por Cornelio Saavedra.

Una alternativa considerada antes de la revolución fue el Carlotismo, que consistía en apoyar a la infanta Carlota Joaquina de Borbón, hermana del rey Fernando VII de España y esposa y princesa consorte del príncipe regente Juan de Portugal, para que se pusiera al frente de todas las colonias españolas como regente. Estaba capacitada para hacerlo por la derogación de la Ley Sálica en 1789, y su intención sería prevenir un posible avance francés sobre las mismas. El intento no fue apoyado por los españoles peninsulares, pero sí por algunos núcleos revolucionarios que veían en ello la posibilidad de independizarse en los hechos de España. Entre ellos se encontraban Juan José Castelli, Juan José Paso, Antonio Luis Beruti, Hipólito Vieytes y Manuel Belgrano; otros revolucionarios como Mariano Moreno y Cornelio Saavedra estaban en desacuerdo. Sin embargo, la propia infanta renegó de tales apoyos, y denunció al virrey las motivaciones revolucionarias contenidas en las cartas de apoyo que le enviaron. Sin ningún otro respaldo importante, las pretensiones de Carlota fueron olvidadas. Incluso después de la revolución hubo algunas aisladas propuestas de coronación de la Infanta como estrategia dilatoria, pero esta estaba completamente en contra de los sucesos ocurridos. En una carta enviada a José Manuel de Goyeneche dijo:

Desde mediados del siglo XVIII en el Río de la Plata, al igual que lo que sucedía en el resto de la América española, dos corrientes de pensamiento distintas influyeron en la cosmovisión filosófica que impactó en la acción política. Estas posiciones continuaron durante el proceso que se inició en 1810 y que culminó con la emancipación.[8]

La primera corriente de pensamiento era de inspiración cristiana. Ella tuvo dos principales sub escuelas. La más arraigada fue la escuela sostenida por la doctrina del sacerdote jesuita Francisco Suárez,[9]​ de la Escuela de Salamanca, que pregonó que la autoridad es dada por Dios pero no al rey sino al pueblo[10]​ que fue divulgada por los profesores de la Universidad Mayor Real y Pontificia San Francisco Xavier de Chuquisaca y aprendida por sus estudiantes, muchos de los cuales fueron varios de los posteriores patriotas que impulsaron la Revolución de Mayo. La otra escuela se inspiró en la Revolución Americana que, aunque tuvo otros orígenes, acuñó para sí como lema nacional la frase In God we trust que en inglés significa: «En Dios confiamos» y que sintetiza acabadamente el pensamiento de los revolucionarios de las primitivas colonias norteamericanas.[11]

La segunda corriente de pensamiento fue racionalista, laicista e iluminista que sustentó la filosofía política de Voltaire y de la Revolución Francesa.[12]

Hacia principios del siglo XIX, en el Río de la Plata, ambas corrientes de pensamiento se vieron reflejadas a través de diversos patriotas que gestaron la emancipación. Así, el militar Cornelio Saavedra, fray Cayetano Rodríguez, fray Francisco de Paula Castañeda, el presbítero Pedro Ignacio de Castro Barros, el licenciado Manuel Belgrano, Esteban Agustín Gascón, Gregorio García de Tagle, entre muchos otros, fueron defensores del pensamiento católico y de la Iglesia en contra el anticatolicismo de los grupos liderados primero por Mariano Moreno y Juan José Castelli,[13][14]​ y después por Bernardino Rivadavia quien se valió de políticas regalistas y laicizantes.[15]

Tras la victoria obtenida durante las Invasiones Inglesas, la población de Buenos Aires no aceptó que el virrey Rafael de Sobremonte retomara el cargo, ya que durante el ataque había huido de la ciudad rumbo a Córdoba con el erario público. Si bien Sobremonte lo hizo obedeciendo una ley que databa de la época de Pedro de Cevallos, que indicaba que en caso de ataque exterior se debían poner a resguardo los fondos reales, dicha acción lo hizo aparecer como un cobarde a los ojos de la población.[16]​ En su lugar, el nuevo virrey fue Santiago de Liniers, héroe de la reconquista, fue elegido por aclamación popular.

Sin embargo, la gestión de Liniers comenzó a recibir cuestionamientos. El principal adversario político de Liniers era el gobernador de Montevideo, Francisco Javier de Elío, quien los canalizó en una denuncia sobre el origen francés de Liniers: argumentaba que era inaceptable que un compatriota de Napoleón Bonaparte, en guerra con España en ese entonces, ocupara el cargo. Sin embargo, a pesar de los reclamos de Liniers, no pudo brindar pruebas concretas de que el virrey complotara con los franceses. Elío se negó a reconocer la autoridad de Liniers y formó una junta de gobierno en Montevideo, independiente de las autoridades de Buenos Aires.

En ese entonces confluyeron varios sectores con diferentes opiniones sobre cuál debía ser el camino a seguir en el Virreinato del Río de la Plata. Una situación análoga a la que se estaba viviendo había sucedido un siglo antes, durante la Guerra de Sucesión Española entre los austracistas y los borbónicos, en la que durante quince años los dominios españoles de ultramar no sabían a quién reconocer como el rey legítimo. En aquella oportunidad una vez que se instaló Felipe V en el trono español los funcionarios americanos lo reconocieron y todo volvió a su curso. Probablemente en 1810, muchos, especialmente españoles, creían que bastaba con formar una junta y esperar a que en España retornara la normalidad.[16]

El alcalde y comerciante español afincado en Buenos Aires Martín de Álzaga y sus seguidores, hicieron estallar una asonada con el objetivo de destituir al virrey Liniers. El 1 de enero de 1809, un cabildo abierto exigió la renuncia de Liniers y designó una Junta a nombre de Fernando VII, presidida por Álzaga; las milicias españolas y un grupo de personas convocados por la campana del cabildo apoyaron la rebelión.

Las milicias criollas encabezadas por Cornelio Saavedra rodearon la plaza, provocando la dispersión de los sublevados. Los cabecillas fueron desterrados y los cuerpos militares sublevados fueron disueltos. Como consecuencia, el poder militar quedó en manos de los criollos que habían sostenido a Liniers y la rivalidad entre criollos y españoles peninsulares se acentuó. Los responsables del complot, desterrados a Carmen de Patagones, fueron rescatados por Elío y llevados a Montevideo.

En España la Junta Suprema Central decidió terminar con los enfrentamientos en el Virreinato del Río de la Plata disponiendo el reemplazo del virrey Liniers por don Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien arribó a Montevideo en junio de 1809. La Junta Suprema Central envió al nuevo virrey con instrucciones muy precisas: la detención de los partidarios de Liniers y la de los criollos que secretamente bregaban por la independencia.[17]

El traspaso del mando se hizo en Colonia del Sacramento, Javier de Elío aceptó la autoridad del nuevo virrey y disolvió la Junta de Montevideo, volviendo a ser gobernador de la ciudad. Cisneros rearmó las milicias españolas disueltas tras la asonada contra Liniers, e indultó a los responsables de las mismas.

En Buenos Aires Juan Martín de Pueyrredón se reunió con los jefes militares para tratar de desconocer la autoridad del nuevo virrey. Este plan contó con el apoyo de Saavedra, Belgrano, Eustoquio Díaz Vélez, Juan José Viamonte, Miguel de Azcuénaga, Castelli y Paso, pero no con el visto bueno de Liniers, que se mantuvo leal a los realistas.

El descontento con los funcionarios españoles se manifestó también en el interior del Virreinato del Río de la Plata, particularmente en el Alto Perú.

El 25 de mayo de 1809 una revolución destituyó al gobernador y presidente de la Real Audiencia de Charcas o Chuquisaca, Ramón García de León y Pizarro, acusado de apoyar al protectorado portugués; el mando militar recayó en el coronel Juan Antonio Álvarez de Arenales. La autoridad civil quedó en situación indecisa, de modo que fue en parte ejercida por el mismo Arenales.

El 16 de julio en la ciudad de La Paz otro movimiento revolucionario liderado por el coronel Pedro Domingo Murillo y otros patriotas obligó a renunciar al gobernador intendente Tadeo Dávila y al obispo de La Paz, Remigio de la Santa y Ortega. El poder recayó en el cabildo hasta que se formó la Junta Tuitiva de los Derechos del Pueblo, presidida por Murillo.

La revolución de Chuquisaca no se proponía alterar la fidelidad al rey, mientras que la revolución de La Paz se proclamó abiertamente independiente. Actualmente los historiadores tienen diversas interpretaciones sobre si la revolución de Chuquisaca tuvo motivaciones independentistas o si fue sólo una disputa entre fernandistas y carlotistas. En consecuencia, existen desacuerdos sobre si la primera revolución independentista en Hispanoamérica fue la de Chuquisaca o la de La Paz.[18]​Durante el proceso instruido a raíz de las revoluciones en Chuquisaca y La Paz se mencionó a Rousseau y su libro El contrato social como cuerpos del delito.[2]

La reacción de los funcionarios españoles derrotó estos movimientos: el de La Paz fue aplastado sangrientamente por un ejército enviado desde el Virreinato del Perú, mientras que el de Chuquisaca fue sofocado por tropas que envió el virrey Cisneros.

Las medidas tomadas por el virrey contra dichas revoluciones acentuaron el resentimiento de los criollos contra los españoles peninsulares, ya que Álzaga fue indultado de la prisión recibida tras su asonada, lo cual reforzaba entre los criollos la sensación de inequidad.[19]​ Entre otros, Castelli estuvo presente en los debates de la Universidad de San Francisco Xavier en donde se alumbró el silogismo de Chuquisaca, el cual influenció sus posturas en la Semana de Mayo.[20]

En el plano económico, ante las dificultades y costos del comercio con España, Cisneros aceptó la propuesta de Mariano Moreno e instauró el 6 de noviembre de 1809 el libre comercio con las demás potencias. Los principales beneficiados eran Gran Bretaña y los sectores ganaderos que exportaban cueros. Sin embargo, los comerciantes que se beneficiaban del contrabando reclamaron a Cisneros que anule el libre comercio, a lo cual accedió para no perder su apoyo. Esto provocó a su vez que los ingleses, con Mac Kinnon y el capitán Doyle como representantes, reclamaran una revisión de la medida, haciendo valer el carácter de aliados contra Napoleón de España y Gran Bretaña. Mariano Moreno también criticó la anulación, formulando la Representación de los Hacendados, considerado el informe de política económica más completo de la época del virreinato. Cisneros resolvió finalmente otorgar una prórroga al libre comercio, la cual finalizó el 19 de mayo de 1810.

El 25 de noviembre de 1809 Cisneros creó el Juzgado de Vigilancia Política, con el objetivo de perseguir a los afrancesados y a aquellos que alentaran la creación de regímenes políticos que se opusieran a la dependencia de América de España. Esta medida y un bando emitido por el virrey previniendo al vecindario de «díscolos que extendiendo noticias falsas y seductivas, pretenden mantener la discordia» les hizo pensar a los porteños que bastaba sólo un pretexto formal para que estallase la revolución. Por eso, en abril de 1810, Cornelio Saavedra les expresaba a sus allegados:

La Semana de Mayo es la semana que transcurrió en Buenos Aires, entre el 18 y el 25 de mayo de 1810, que se inició con la confirmación de la caída de la Junta Suprema Central y desembocó en la destitución del virrey Cisneros y la asunción de la Primera Junta.

El lunes 14 de mayo llegó al puerto de Buenos Aires la goleta de guerra británica HMS Mistletoe, procedente de Gibraltar, con periódicos del mes de enero que anunciaban la disolución de la Junta Suprema Central al ser tomada la ciudad de Sevilla por los franceses, que ya dominaban casi toda la Península, señalando que algunos diputados se habían refugiado en la isla de León, en Cádiz. La Junta era uno de los últimos bastiones del poder de la corona española, y había caído ante el imperio napoleónico, que ya había alejado con anterioridad al rey Fernando VII mediante las Abdicaciones de Bayona. El día 17 se conocieron en Buenos Aires noticias coincidentes llegadas a Montevideo el día 13 en la fragata británica HMS John Paris, agregándose que los diputados de la Junta habían sido rechazados estableciéndose una Junta en Cádiz. Se había constituido un Consejo de Regencia de España e Indias, pero ninguno de los dos barcos transmitió esa noticia. Cisneros intentó ocultar las noticias estableciendo una rigurosa vigilancia en torno a las naves de guerra británicas e incautando todos los periódicos que desembarcaron de los barcos, pero uno de ellos llegó a manos de Manuel Belgrano y de Juan José Castelli. Estos se encargaron de difundir la noticia, que ponía en entredicho la legitimidad del virrey, nombrado por la Junta caída.[22]

También se puso al tanto de las noticias a Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios, que en ocasiones anteriores había desaconsejado tomar medidas contra el virrey. Saavedra consideraba que, desde un punto de vista estratégico, el momento ideal para actuar sería cuando las fuerzas napoleónicas lograran una ventaja decisiva en la guerra contra España. Al conocer las noticias de la caída de la Junta de Sevilla, Saavedra consideró que el momento había llegado.[23]​ El grupo encabezado por Castelli se inclinaba por la realización de un cabildo abierto, mientras los militares criollos proponían deponer al virrey por la fuerza.

Ante el nivel de conocimiento público alcanzado por la noticia de la caída de la Junta de Sevilla, Cisneros realizó una proclama en donde reafirmaba gobernar en nombre del rey Fernando VII, para intentar calmar los ánimos. Cisneros habló de la delicada situación en la península, pero no confirmó en forma explícita que la Junta había caído, si bien era consciente de ello.[24]​ Parte de la proclama decía lo siguiente:

El grupo revolucionario principal se reunía indistintamente en la casa de Nicolás Rodríguez Peña o en la jabonería de Hipólito Vieytes. Concurrían a esas reuniones, entre otros, Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Juan José Paso, Antonio Luis Beruti, Eustoquio Díaz Vélez, Feliciano Antonio Chiclana, José Darragueira, Martín Jacobo Thompson y Juan José Viamonte. Otro grupo se congregaba en la quinta de Orma, encabezado por fray Ignacio Grela y entre los que se destacaba Domingo French.

Algunos criollos se juntaron esa noche en la casa Rodríguez Peña. Cornelio Saavedra, quien se hallaba en San Isidro, fue llamado de urgencia y concurrió a la reunión en la que se decidió solicitar al virrey la realización de un cabildo abierto para determinar los pasos a seguir por el virreinato. Para esa comisión fueron designados Castelli y Martín Rodríguez.[26]

Tras pasar la noche tratando el tema, durante la mañana Saavedra y Belgrano se reunieron con el alcalde de primer voto, Juan José de Lezica, y Castelli con el síndico procurador, Julián de Leyva, pidiendo el apoyo del Cabildo de Buenos Aires para gestionar ante el virrey un cabildo abierto, expresando que de no concederse, «lo haría por sí solo el pueblo o moriría en el intento».

Lezica transmitió a Cisneros la petición que había recibido, y este consultó a Leyva, quien se mostró favorable a la realización de un cabildo abierto. Antes de tomar una decisión el virrey citó a los jefes militares para que se presenten a las siete horas de la tarde en el fuerte.[27]​ Según cuenta Cisneros en sus Memorias, les recordó:

Antes que los militares convocados ingresaran al fuerte, los batallones de urbanos fueron acuartelados y provistos de munición de guerra. No fue casualidad que fuera Saavedra el que hablara por todos: era el comandante del cuerpo de Patricios, la unidad militar más importante del Virreinato. En sus Memorias, escritas muchos años después de estos sucesos, Saavedra describió aquella reunión explicando que ante el silencio de sus compañeros "yo fui el que dijo":

Al anochecer se produjo una nueva reunión en casa de Rodríguez Peña, en donde los jefes militares comunicaron lo ocurrido.

Una anécdota, que surge exclusivamente de las Memorias de Martín Rodríguez escritas en su vejez, es decir, muchos años después de los sucesos, menciona una comisión a cargo de Castelli y Martín Rodríguez que en la noche del 20 “intimaron” a Cisneros a cesar en el mando con un plazo de cinco minutos para contestar. La respuesta de Cisneros fue “[…] hagan lo que quieran”. En este dudoso relato de la “intimación”, no figuró la reunión previa de Cisneros con los militares realizada solo minutos antes y, en contraposición, tampoco fue mencionado en el oficio muy detallado que Cisneros envió al Consejo de Regencia un mes después, el 22 de junio de 1810, ni en las Memorias de Saavedra.[28]

El historiador Roberto Marfany determinó que tanto el acta del cabildo del 21 de mayo como el informe de Cisneros del 22 de junio de 1810 ocultaron y/o deformaron la verdad de los acontecimientos. La renuncia de Cisneros fue acordada con los militares en la noche del día 20. Los regidores Ocampo y Domínguez llevaron esa renuncia a la mañana del 21 para que Cisneros la firmase, pero el virrey la transformó en una solicitud de cabildo abierto y su correspondiente autorización, que fue lo que en definitiva querían el alcalde Lezica y Cisneros.

Según Marfany, el congreso o cabildo abierto fue entonces un recurso oficial desesperado de Cisneros para salvar con el voto "de los buenos", "el "vecindario sensato", "vecinos de distinción" o los "principales vecinos" su autoridad en trance de sucumbir, y concluye que no fueron los juntistas civiles o militares quienes solicitaron el cabildo abierto.

Otra de las inexactitudes involuntarias de Saavedra —según Marfany debido a los 16 años transcurridos— fue decir que Cisneros terminó aquella reunión aceptando la realización del cabildo abierto "que se solicita". La historiografía admitió de hecho que el texto de la invitación al cabildo abierto se mandó a la imprenta el día 21, a posteriori de que Cisneros firmara la autorización respectiva fijando fecha y hora para la reunión, pero Marfany descubrió que fue enviado el mismo día 20 y que, por esa razón, la fecha y hora estaban en blanco en el formulario impreso. Si hubiera sido enviado el día 21, esos dos datos, que ya se conocían, hubieran figurado impresos en la invitación y no hubiera sido necesario completarlos a mano.

A las tres, el Cabildo inició sus trabajos de rutina, pero se vieron interrumpidos por seiscientos hombres armados, agrupados bajo el nombre de «Legión Infernal», que ocuparon la Plaza de la Victoria, hoy Plaza de Mayo, y exigieron a gritos que se convocase a un cabildo abierto y se destituyese al virrey Cisneros. Llevaban un retrato de Fernando VII y en el ojal de sus chaquetas una cinta blanca que simbolizaba la unidad criollo-española.[29]

Entre los agitadores o "chisperos" se destacaron Domingo French y Antonio Beruti. Estos desconfiaban de Cisneros y no creían que fuera a cumplir su palabra de permitir la celebración del cabildo abierto del día siguiente. El síndico Julián de Leyva no tuvo éxito en calmar a la multitud al asegurar que el mismo se celebraría como estaba previsto. La gente se tranquilizó y dispersó gracias a la intervención de Cornelio Saavedra, jefe del Regimiento de Patricios, que aseguró que los reclamos de la Legión Infernal contaban con su apoyo militar y quien comunicó que él personalmente iba a

El 21 de mayo se repartieron cuatrocientos cincuenta invitaciones entre los principales vecinos y autoridades de la capital. La lista de invitados fue elaborada por el Cabildo teniendo en cuenta a los vecinos más prominentes de la ciudad. Sin embargo el encargado de su impresión, Agustín Donado, compañero de French y Beruti, imprimió muchas más de las necesarias y las repartió entre los criollos.

De los cuatrocientos cincuenta invitados al cabildo abierto solamente participaron unos doscientos cincuenta. French y Beruti, al mando de seiscientos hombres armados con cuchillos, trabucos y fusiles, controlaron el acceso a la plaza, con la finalidad de asegurar que el cabildo abierto fuera copado por criollos.

Díaz Vélez, desde la mañana del 22, controló el acceso a la reunión.

El cabildo abierto se prolongó desde la mañana hasta la medianoche, contando con diversos momentos, entre ellos la lectura de la proclama del Cabildo, el debate, «que hacía de suma duración el acto», como se escribió en el documento o acta, y la votación, individual y pública, escrita por cada asistente y pasada al acta de la sesión.

El debate en el Cabildo tuvo como tema principal la legitimidad o no del gobierno y de la autoridad del virrey. El principio de la retroversión de la soberanía planteaba que, desaparecido el monarca legítimo, el poder volvía al pueblo, y que este tenía derecho a formar un nuevo gobierno.

Hubo dos posiciones principales enfrentadas: los que consideraban que la situación debía mantenerse sin cambios, respaldando a Cisneros en su cargo de virrey, y los que sostenían que debía formarse una junta de gobierno en su reemplazo, al igual que en España. No reconocían la autoridad del Consejo de Regencia de España y de Indias argumentando que las colonias en América no habían sido consultadas para su formación.[32]​ El debate abarcó también, de manera tangencial, la rivalidad entre criollos y españoles peninsulares, ya que quienes proponían mantener al virrey consideraban que la voluntad de los españoles debía primar por sobre la de los criollos.

El primer orador fue el obispo de Buenos Aires, Benito Lué y Riega, máxima autoridad de la iglesia local, que sostuvo la primera postura:

Juan José Castelli habló a continuación, y sostuvo que los pueblos americanos debían asumir la dirección de sus destinos hasta que cesara el impedimento de Fernando VII de regresar al trono.

Pascual Ruiz Huidobro expuso que, dado que la autoridad que había designado a Cisneros había caducado, este debía considerarse separado de toda función de gobierno, y que, en su función de representante del pueblo, el Cabildo debía asumir y ejercer la autoridad.

El fiscal Manuel Genaro Villota, representante de los españoles más conservadores, señaló que la ciudad de Buenos Aires no tenía derecho a tomar decisiones unilaterales sobre la legitimidad del virrey o el Consejo de Regencia sin hacer partícipes del debate a las demás ciudades del Virreinato. Argumentaba que ello rompería la unidad del país y establecería tantas soberanías como pueblos. Juan José Paso le dio la razón en el primer punto, pero adujo que la situación del conflicto en Europa y la posibilidad de que las fuerzas napoleónicas prosiguieran conquistando las colonias americanas demandaban una solución urgente.[34]​ Adujo entonces el argumento de la hermana mayor, por la cual Buenos Aires tomaba la iniciativa de realizar los cambios que juzgaba necesarios y convenientes, bajo la expresa condición de que las demás ciudades serían invitadas a pronunciarse a la mayor brevedad posible.[35]​ La figura retórica de la «Hermana mayor», comparable a la gestión de negocios, es un nombre que hace una analogía entre la relación de Buenos Aires y las otras ciudades del Virreinato con una relación filial.

El cura Juan Nepomuceno Solá opinaba que el mando debía entregarse al Cabildo, pero solo en forma provisional, hasta la realización de una junta gubernativa con llamamiento a representantes de todas las poblaciones del virreinato.

El comandante Pedro Andrés García, íntimo amigo de Saavedra, comentó al votar:

Cornelio Saavedra propuso que el mando se delegara en el Cabildo hasta la formación de una junta de gobierno, en el modo y forma que el Cabildo estimara conveniente. Hizo resaltar la frase de que

A la hora de la votación, la postura de Castelli se acopló a la de Saavedra.

Luego de los discursos, se procedió a votar por la continuidad del virrey, solo o asociado, o por su destitución. La votación duró hasta la medianoche, y se decidió por amplia mayoría destituir al virrey: ciento cincuenta y cinco votos contra sesenta y nueve. Los votos contrarios a Cisneros se distribuyeron de la siguiente manera:[37]

Tras la finalización del Cabildo abierto se colocaron avisos en diversos puntos de la ciudad que informaban de la creación de la Junta y la convocatoria a diputados de las provincias, y llamaba a abstenerse de intentar acciones contrarias al orden público.

Por la mañana se reunió el Cabildo para contar los votos emitidos el día anterior y emite un documento:

El día 24 el Cabildo, a propuesta del síndico Leyva, conformó la Junta, que debía mantenerse hasta la llegada de los diputados del resto del Virreinato. Estaba formada por:

Presidente y comandante de armas:

Vocales:

Dicha fórmula, integrada por cinco miembros, respondía a la propuesta del obispo Lué y Riega de mantener al virrey en el poder con algunos asociados o adjuntos, a pesar de que en el Cabildo abierto la misma hubiera sido derrotada en las elecciones. Los cabildantes consideraban que de esta forma se contendrían las amenazas de revolución que tenían lugar en la sociedad.[38]​ Asimismo, se incluyó un reglamento constitucional de trece artículos, redactado por Leyva, que regiría el accionar de la Junta. Entre los principios incluidos, se preveía que la Junta no ejercería el poder judicial, que sería asumido por la Audiencia; que Cisneros no podría actuar sin el respaldo de los otros integrantes de la Junta; que el Cabildo podría deponer a los miembros de la Junta que faltaran a sus deberes y debía aprobar las propuestas de nuevos impuestos; que se sancionaría una amnistía general respecto de las opiniones emitidas en el cabildo abierto del 22; y que se pediría a los cabildos del interior que enviaran diputados. Los comandantes de los cuerpos armados dieron su conformidad, incluyendo a Saavedra y Pedro Andrés García.

Cuando la noticia fue dada a conocer, tanto el pueblo como las milicias volvieron a agitarse, y la plaza fue invadida por una multitud comandada por French y Beruti. La permanencia de Cisneros en el poder, aunque fuera con un cargo diferente al de virrey, era vista como una burla a la voluntad del Cabildo Abierto. El coronel Martín Rodríguez lo explicaba así:

Hubo una discusión en la casa de Rodríguez Peña, lugar en que se reunieron dirigentes civiles y oficiales de los cuerpos, entre ellos: Manuel Belgrano, Eustoquio Díaz Vélez, Domingo French y Feliciano Antonio Chiclana donde se llegó a dudar de la lealtad de Saavedra. Castelli se comprometió a intervenir para que el pueblo fuera consultado nuevamente, y entre Mariano Moreno, Matías Irigoyen y Feliciano Chiclana se calmó a los militares y a la juventud de la plaza. Finalmente decidieron deshacer lo hecho, convocar nuevamente al pueblo y obtener del cabildo una modificación sustancial con una lista de candidatos propios. Cisneros no podía figurar.

Por la noche, una delegación encabezada por Castelli y Saavedra se presentó en la residencia de Cisneros informando el estado de agitación popular y sublevación de las tropas, y demandando su renuncia. Lograron conseguir en forma verbal su dimisión. Un grupo de patriotas reclamó en la casa del síndico Leyva que se convocara nuevamente al pueblo, y pese a sus resistencias iniciales finalmente accedió a hacerlo.

Durante la mañana del 25 de mayo, una gran multitud comenzó a reunirse en la plaza de la Victoria, actual plaza de Mayo, liderados por los milicianos de Domingo French y Antonio Beruti. Se reclamaba la anulación de la resolución del día anterior, la renuncia definitiva del virrey Cisneros y la formación de otra Junta de gobierno. El historiador Bartolomé Mitre afirmó que French y Beruti repartían escarapelas celestes y blancas entre los concurrentes; historiadores posteriores ponen en duda dicha afirmación, pero sí consideran factible que se hayan repartido distintivos entre los revolucionarios. Ante las demoras en emitirse una resolución, la gente comenzó a agitarse, reclamando:

La multitud invadió la sala capitular, reclamando la renuncia del virrey y la anulación de la resolución tomada el día anterior.

El Cabildo se reunió a las nueve de la mañana y reclamó que la agitación popular fuese reprimida por la fuerza. Con este fin se convocó a los principales comandantes, pero estos no obedecieron las órdenes impartidas. Los que sí lo hicieron afirmaron que no solo no podrían sostener al gobierno, sino tampoco a sus tropas, y que en caso de intentar reprimir las manifestaciones serían desobedecidos por estas.

Cisneros seguía resistiéndose a renunciar, y tras mucho esfuerzo los capitulares lograron que ratificase y formalizase los términos de su renuncia, abandonando pretensiones de mantenerse en el gobierno. Esto, sin embargo, resultó insuficiente, y representantes de la multitud reunida en la plaza reclamaron que el pueblo reasumiera la autoridad delegada en el Cabildo Abierto del día 22, exigiendo la formación de una Junta. Además, se disponía el envío de una expedición de quinientos hombres para auxiliar a las provincias interiores.

Pronto llegó a la sala capitular la renuncia de Cisneros, «prestándose á ello con la mayor generosidad y franqueza, resignado á mostrar el punto á que llega su consideración por la tranquilidad pública y precaución de mayores desórdenes».[40]​ La composición de la Primera Junta surgió de un escrito presentado por French y Beruti y respaldado por un gran número de firmas. Sin embargo, no hay una posición unánime entre los historiadores sobre la autoría de dicho escrito.[41]

Los capitulares salieron al balcón para presentar directamente a la ratificación del pueblo la petición formulada. Pero, dado lo avanzada de la hora y el estado del tiempo, la cantidad de gente en la plaza había disminuido, cosa que Julián de Leyva adujo para ridiculizar la pretensión de la diputación de hablar en nombre del pueblo. Esto colmó la paciencia de los pocos que se hallaban en la plaza bajo la llovizna. A partir de ese momento (dice el acta del Cabildo),

El badajo de la campana del cabildo había sido mandado retirar por el virrey Liniers tras la asonada de Álzaga de 1809. Ante la perspectiva de violencias mayores, el petitorio fue leído en voz alta y ratificado por los asistentes. El reglamento que regiría a la Junta fue, a grandes rasgos, el mismo que se había propuesto para la Junta del 24, añadiendo que el Cabildo controlaría la actividad de los vocales y que la Junta nombraría reemplazantes en caso de producirse vacantes. La titulada Junta provisional gubernativa de la capital del Río de la Plata —según consta en la proclama del 26 de mayo de 1810— que la tradición y la historiografía conocen como la Primera Junta, estaba compuesta de la siguiente manera:[42]

Presidente

Vocales

Secretarios

La Junta era un cuerpo plural que estaba integrada por nueve miembros. Desde el punto de vista de su lugar de nacimiento estaba integrada por representantes de dos continentes: siete de ellos eran americanos o criollos y dos españoles o peninsulares, estos últimos eran Matheu y Larrea. Desde el punto de vista social estaba conformada por representantes de cuatro sectores: cuatro abogados, Belgrano, Castelli, Moreno y Paso; dos militares, Saavedra y Azcuénaga; dos comerciantes, Larrea y Matheu; y un sacerdote, Alberti. Desde el punto de vista político, los tres partidos revolucionarios estaban representados por tres miembros cada uno: los moderados, Saavedra, Azcuénaga y Alberti; los carlotistas, Castelli, Belgrano y Paso; y los juntistas o alzaguistas, Matheu, Larrea y Moreno.[43]

Saavedra habló a la muchedumbre reunida bajo la lluvia, y luego se trasladó al Fuerte entre salvas de artillería y toques de campana.

El mismo 25, Cisneros despachó a José Melchor Lavín rumbo a Córdoba, para advertir a Santiago de Liniers lo sucedido y reclamarle acciones militares contra la Junta.

El 26 de mayo de 1810, la Primera Junta —oficialmente la «Junta Provisional Gubernativa de la capital del Río de la Plata»— emitió una proclama que dirigió «a los habitantes de ella, y de las provincias de su superior mando», dando noticia de la nueva autoridad surgida de los sucesos de la Revolución de Mayo.

En el acta del Cabildo de Buenos Aires del 25 de mayo, se indicaba a la Junta que remitiera una circular a los cabildos del interior, para que las provincias envíen diputados a la capital:

La Junta hizo una circular el 27 de mayo solicitando la elección de los diputados:

El haber derrocado al virrey y a la junta que en principio se había formado para representarlo, reemplazándolos por la Primera Junta fue algo escandaloso para muchos y por lo tanto las primeras reacciones en el virreinato ante lo sucedido no fueron las mejores:

Al norte de la demarcación montevideana y cerca de Asunción, el cabildo de San Juan de Vera de las Siete Corrientes recibió el 16 de junio la noticia de la creación del nuevo gobierno porteño, así como el apremio para la elección de un representante de la jurisdicción que pudiera ser incorporado a la Junta de Buenos Aires. En ese momento, los capitulares correntinos decidieron adherirse al movimiento juntista bonaerense y jurando fidelidad al rey Fernando VII. Reunidos en cabildo abierto, bajo voto cantado, se eligió a José Simón García de Cossío como represente ante el nuevo gobierno. De cualquier modo, la incorporación de los diputados de los cabildos del Interior no fue inmediata, ya que la Junta gubernativa de Buenos Aires demoró en concretarla. Aparte, para el caso de Corrientes, su alianza con el gobierno juntista de Buenos Aires produjo algunas reacciones con importantes consecuencias, como la ocupación militar que, hasta en dos ocasiones, sufrió por tropas paraguayas entre octubre de 1810 y abril de 1811. Además, Corrientes fue bombardeada ese mismo año por una flota realista de 28 navíos con base en Montevideo. Pero, a pesar de todos estos sucesos, el cabildo de Corrientes ratificó su decisión de acompañar políticamente a Buenos Aires y rechazó categóricamente la propuesta del intendente-gobernador del Paraguay, Bernardo de Velazco, de prestar juramento al Consejo de Regencia. La fundamentación de la institución municipal correntina para justificar su decisión fue, sencillamente, la añeja vinculación con Buenos Aires. Queda en evidencia, pues, la excepcionalidad del caso de Corrientes, una ciudad que formó parte de la revolución cumpliendo diversas funciones. Por ejemplo, después de que Asunción desconociera en 1811 al Consejo de Regencia, los vínculos entre ambas ciudades se estrecharon, hasta el punto de generar un nexo de comunicación epistolar que vinculó a los hombres más prominentes de la región. Asimismo, con el transcurrir del tiempo, la ubicación geoestratégica de Corrientes permitió, conjuntamente con Asunción y con la zona misionera, crear una línea de contención ante los avances y pretensiones territoriales brasileñas. Finalmente, se fomentó la evolución de los cambios políticos y la nutrición de nuevas ideas, que desembocarían, a la postre, en los movimientos y propuestas federalistas, como notoriamente pusieron de manifiesto casos como el del teniente de gobernador Elías Galván y José Gervasio de Artigas.[46]

El virrey Cisneros brindó su versión de los hechos de la semana de mayo en una carta dirigida al rey Fernando VII, con fecha 22 de junio de 1810:

Aunque el gobierno surgido el 25 de mayo se pronunciaba fiel al rey español depuesto Fernando VII, los historiadores coinciden en que dicha lealtad era simplemente una maniobra política.[48][49][50]​ La Primera Junta no juró fidelidad al Consejo de Regencia de España e Indias, un organismo de la Monarquía Española aún en funcionamiento, y en 1810 la posibilidad de que Napoleón Bonaparte fuera derrotado y Fernando VII volviera al trono, lo cual ocurrió finalmente el 11 de diciembre de 1813 con la firma del Tratado de Valençay, parecía remota e inverosímil. El propósito del engaño consistía en ganar tiempo para fortalecer la posición de la causa patriótica, evitando las reacciones que habría motivado una revolución aduciendo que aún se respetaba la autoridad monárquica y que no se había realizado revolución alguna. La maniobra es conocida como la «Máscara de Fernando VII» y fue mantenida por la Primera Junta, la Junta Grande, el primer, segundo y Tercer Triunvirato y los directores supremos, hasta la declaración de la Independencia de la Argentina, en 1816.

Cornelio Saavedra habló privadamente del tema con Juan José Viamonte en una carta del 27 de junio de 1811.

Para Gran Bretaña el cambio era favorable, ya que facilitaba el comercio con las ciudades de la zona sin que este se viera obstaculizado por el monopolio del mismo que España mantenía con sus colonias. Sin embargo, Gran Bretaña priorizaba la guerra en Europa contra Francia, aliada a los sectores del poder español que todavía no habían sido sometidos, y no podía aparecer apoyando a los movimientos independentistas americanos ni permitir que la atención militar de España se dividiera en dos frentes diferentes. En consecuencia presionaron para que las manifestaciones independentistas no se hicieran explícitas. Dicha presión fue ejercida por Lord Strangford, embajador de Inglaterra en la corte de Río de Janeiro, que manifestó su apoyo a la Junta pero lo condicionó

Los grupos que apoyaron o llevaron adelante la revolución no eran completamente homogéneos en sus propósitos, y varios tenían intereses dispares entre sí. Los criollos progresistas y los jóvenes, representados en la junta por Moreno, Castelli, Belgrano o Paso, aspiraban a realizar una profunda reforma política, económica y social. Por otro lado, los militares y burócratas, cuyos criterios eran llevados adelante por Saavedra, sólo pretendían una renovación de cargos: aspiraban a desplazar a los españoles del ejercicio exclusivo del poder, pero heredando sus privilegios y atribuciones. Los comerciantes y hacendados subordinaban la cuestión política a las decisiones económicas, especialmente las referidas a la apertura o no del comercio con los ingleses. Finalmente, algunos grupos barajaron posibilidades de reemplazar a la autoridad del Consejo de Regencia por la de Carlota Joaquina de Borbón o por la corona británica, pero tales proyectos tuvieron escasa repercusión.

Estos grupos trabajaron juntos para el fin común de expulsar a Cisneros del poder, pero al conformarse la Primera Junta comenzaron a manifestar sus diferencias internas.

En la revolución no intervinieron factores religiosos, debido a que todas las corrientes revolucionarias y realistas coincidían en su apoyo a la religión católica. Aun así, la mayor parte de los dirigentes eclesiásticos se oponían a la revolución. En el Alto Perú los realistas y las autoridades religiosas procuraron equiparar a los revolucionarios con herejes, pero los dirigentes revolucionarios siempre impulsaron políticas conciliatorias en los aspectos religiosos. Los curas y frailes, en cambio, estaban divididos geográficamente, los de las provincias «de abajo» eran leales a la revolución, mientras que los del Alto Perú prefirieron continuar leales a la monarquía.[53][54][55]

Ni el consejo de Regencia, ni los miembros de la Real Audiencia ni la población española proveniente de Europa creyeron la premisa de la lealtad al rey Fernando VII, y no aceptaron de buen grado la nueva situación. Los miembros de la Audiencia no quisieron tomar juramento a los miembros de la Primera Junta, y al hacerlo lo hicieron con manifestaciones de desprecio. El 15 de junio los miembros de la Real Audiencia juraron fidelidad en secreto al Consejo de Regencia y enviaron circulares a las ciudades del interior, llamando a desoír al nuevo gobierno. Para detener sus maniobras la Junta convocó a todos los miembros de la audiencia, al obispo Lué y Riega y al antiguo virrey Cisneros, y con el argumento de que sus vidas corrían peligro fueron embarcados en el buque británico Dart. Su capitán Marcos Brigut recibió instrucciones de Larrea de no detenerse en ningún puerto americano y de trasladar a todos los embarcados a las Islas Canarias. Tras la exitosa deportación de los grupos mencionados se nombró una nueva Audiencia, compuesta íntegramente por criollos leales a la revolución.

Con la excepción de Córdoba, las ciudades que hoy forman parte de la Argentina respaldaron a la Primera Junta. El Alto Perú no se pronunciaba en forma abierta, debido a los desenlaces de las revoluciones en Chuquisaca y La Paz de poco antes. El Paraguay estaba indeciso. En la Banda Oriental se mantenía un fuerte bastión realista, así como en Chile.

Santiago de Liniers encabezó una contrarrevolución en Córdoba, contra la cual se dirigió el primer movimiento militar del gobierno patrio. Montevideo estaba mejor preparada para resistir un ataque de Buenos Aires, y la Cordillera de los Andes establecía una efectiva barrera natural entre los revolucionarios y los realistas en Chile, por lo que no hubo enfrentamientos militares hasta la realización del Cruce de los Andes por José de San Martín y el Ejército de Los Andes algunos años después. A pesar del alzamiento de Liniers y su prestigio como héroe de las Invasiones Inglesas, la población cordobesa en general respaldaba a la revolución, lo cual llevaba a que el poder de su ejército se viera minado por deserciones y sabotajes.[56]

El alzamiento contrarrevolucionario de Liniers fue rápidamente sofocado por las fuerzas comandadas por Francisco Ortiz de Ocampo. Sin embargo, una vez capturados Ocampo se negó a fusilar a Liniers ya que había peleado junto a él en las Invasiones Inglesas, por lo que la ejecución fue realizada por Castelli.

Luego de sofocar dicha rebelión se procedió a enviar expediciones militares a las diversas ciudades del interior, reclamando apoyo para la Primera Junta. Se reclamó el servicio militar a casi todas familias, tanto pobres como ricas, ante lo cual la mayor parte de las familias patricias decidían enviar a sus esclavos al ejército en lugar de a sus hijos. Esta es una de las razones de la disminución de la población negra en Argentina.

La Primera Junta amplió su número de miembros incorporando en sí misma a los diputados enviados por las ciudades que respaldaban a la Revolución, tras lo cual la Junta pasó a ser conocida como la Junta Grande.

Según el historiador Félix Luna en su libro Breve historia de los argentinos, una de las consecuencias principales de la Revolución de Mayo sobre la sociedad, que dejaba de ser un virreinato, fue el cambio de paradigma con el cual se consideraba la relación entre el pueblo y los gobernantes. Hasta aquel entonces, primaba la concepción del bien común: en tanto se respetaba completamente a la autoridad monárquica, si se consideraba que una orden proveniente de la corona de España era perjudicial para el bien común de la población local, se la cumplía a medias o se la ignoraba. Esto era un procedimiento habitual. Con la revolución, el concepto del bien común dio paso al de la soberanía popular, impulsado por personas como Moreno, Castelli o Monteagudo, que sostenía que, en ausencia de las autoridades legítimas, el pueblo tenía derecho a designar a sus propios gobernantes. Con el tiempo, la soberanía popular daría paso a la regla de la mayoría, que plantea que es la mayoría de la población la que determina, al menos en teoría, al gobierno en ejercicio. Esta maduración de ideas fue lenta y progresiva, y llevó muchas décadas hasta cristalizarse de una manera electoral, pero fue lo que llevó finalmente a la adopción del sistema republicano como forma de gobierno de Argentina.

Otra consecuencia, también según el mencionado historiador, fue la disgregación de los territorios que correspondían al Virreinato del Río de la Plata. La mayor parte de las ciudades que lo componían tenían poblaciones, producciones, mentalidades, contextos e intereses diferentes entre sí. Estos pueblos se mantenían unidos gracias a la autoridad del gobierno español; al desaparecer esta, las poblaciones de Montevideo, Paraguay y el Alto Perú comenzaron a distanciarse de Buenos Aires. La escasa duración del Virreinato del Río de la Plata, de apenas treinta y ocho años, no logró que se forjara un sentimiento patriótico que las ligara como una unidad común.

Juan Bautista Alberdi consideró a la Revolución de Mayo una de las primeras manifestaciones de las disputas de poder entre la ciudad de Buenos Aires y las del interior, uno de los ejes alrededor del cual giraron las guerras civiles argentinas. Escribió en sus Escritos póstumos:

La vida cultural sufrió un florecimiento sin igual, en especial en la cantidad de publicaciones, pues frente al único periódico permitido, la revolución dio rienda suelta a numerosos periódicos como La Lira Argentina, Gazeta de Buenos Aires, El Correo de Comercio, Mártir o Libre, El Censor de la Revolución, El Independiente y El Grito del Sud. Lo mismo puede decirse de las expresiones literarias, donde surgen poetas revolucionarios como Bartolomé Hidalgo, Vicente López y Planes y Esteban de Luca.[57]

La primera escuela notable de interpretación historiográfica de la historia de Argentina fue la fundada por Bartolomé Mitre. Mitre consideraba a la Revolución de Mayo como una expresión icónica del igualitarismo político, como el conflicto entre las libertades modernas y la opresión representada por la monarquía española, y el intento de establecer una organización nacional sobre principios constitucionales en contraposición al liderazgo de los caudillos.[58]

Por su parte, Esteban Echeverría sintetizaba los ideales de Mayo en los conceptos de progreso y democracia. En el futuro, dichos conceptos serían el eje alrededor del cual se diferenciarían la historia canónica de la historia revisionista en lo referido a los eventos de Mayo. La versión canónica reivindica el progreso y justifica el abandono o demora de la concreción de los ideales democráticos para no poner en riesgo la prosperidad económica aduciendo que la sociedad de entonces aún no estaba capacitada para aprovechar apropiadamente la libertad política. Dicha situación fue conocida como la instauración de la «República posible».[58]

En la vereda opuesta, el revisionismo criticaba abiertamente la no conformación de una democracia auténtica. El historiador José María Rosa, por ejemplo, afirmó que la historia canónica presentaba a la revolución como el producto exclusivo de un sector reducido de la población movido por el deseo de libertades de comercio y libertades individuales, minimizando la implicación de las masas populares o el deseo de la independencia por la independencia misma.[59]​ Asimismo, Rosa consideró que la historia canónica minimizaba u ocultaba las posturas políticas de Manuel Belgrano, presentándolo en cambio únicamente como un líder militar.

La figura de Mariano Moreno también motivó disputas por sus métodos confrontativos. Algunos historiadores lo ven como el principal impulsor de la Revolución, o bien del gobierno surgido de esta, mientras que otros relativizan su influencia. También existen disparidades sobre su consideración o no como jacobino, el arraigo o desarraigo popular de sus posturas, o el análisis de su pensamiento, sus fuentes o sus acciones. Sin embargo, más allá de los juicios de valor de cada historiador, hay consenso entre los mismos en considerar a Mariano Moreno como uno de los protagonistas de Mayo con la postura revolucionaria más radical y decidida.[58]

Por último, aunque parece evidente que no puede asignarse a un día y a un hecho puntual la carga simbólica de la independencia y constitución de la Argentina libre y soberana, hay quienes consideran el 9 de julio, fecha de la declaración de la independencia, como ícono del nacimiento del país, y otros, a la fecha del 25 de mayo. Uno de los motivos del debate tiene que ver con el hecho de que hay quienes consideran que la Revolución de Mayo fue un acontecimiento protagonizado solo por Buenos Aires mientras que la Declaración de la Independencia fue un acto que contó con la activa participación de las provincias. Parece claro, eso sí, que la Revolución de Mayo es la celebración del inicio de una serie de acontecimientos que desembocaron en la formalización de la independencia en 1816.[60]

En la actualidad, el 25 de mayo es recordado como una fecha patria en Argentina, con el carácter de feriado nacional. El mismo es inamovible, por lo que se celebra exactamente el 25 independientemente del día de la semana. La fecha fue feriado de Uruguay desde 1834 hasta 1933, con el nombre Día de América.

En el año 1910 «el Centenario de la Revolución de Mayo fue celebrado con toda la grandeza que correspondía a la prosperidad de las elites, y ese mismo año […] en el mes de abril, Roque Sáenz Peña fue elegido presidente de la República. Muy poco después iba a posibilitar, mediante la ley electoral que recuerda su nombre, el ejercicio del sufragio universal a todos los varones mayores de dieciocho años, en comicios de ejemplar limpieza».[61]

Ya a finales del siglo XIX Argentina iba consiguiendo un papel destacado en el mundo occidental gracias al progreso que le brindó el comercio de sus productos agrícolas y ganaderos, como la carne, el cuero, la lana y el trigo, lo que enriqueció grandemente a las familias estancieras, a los frigoríficos y a otros comerciantes que comenzaron a adoptar las formas de vida de los sectores sociales altos de Europa y los Estados Unidos de la belle époque. Empero esta imponente realidad contrastaba con la situación de millones de inmigrantes que —atraídos por las posibilidades que ofrecía este rico país— cruzaron el océano Atlántico en procura de una mejor calidad de vida, en paz y con posibilidades de progreso y ascenso socioeconómico, que estas tierran les ofrecían en ese entonces. Si bien la gran mayoría de ellos, en poco tiempo, se fueron integrando al tejido social y conformaron la base del destacado estrato social medio argentino, otros —en cambio— continuaron viviendo en condiciones de pobreza.

Ello no fue óbice para durante los festejos del Centenario Argentino llegaran al país embajadores y comitivas especiales para tan importante celebración, que fueron recibidos por el presidente José Figueroa Alcorta y alojados —en muchos casos— por las familias tradicionales. La visita más esperada fue la de la Infanta Isabel de Borbón, tía del rey Alfonso XIII de España, quien se hospedó con toda la pompa en el palacio de la familia Bary, en la avenida Alvear y que inaugurara un nuevo edificio conocido como el Palacio Vera que fuera edificado por su propietario, el rico estanciero Eustoquio Díaz Vélez (hijo), precisamente en la Avenida de Mayo, la nueva y más prestigiosa vía de la ciudad de Buenos Aires.

Arribaron también mandatarios de países hermanos como Pedro Montt, presidente de Chile y Eugenio Larraburu, vicepresidente del Perú. Representaciones de Uruguay, Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, Holanda y Japón figuraron entre la lista de los estados participantes que participaron de los diversos desfiles castrenses. El imponente y novísimo Teatro Colón fue el escenario de una gran función de la lírica en donde fue cantada la obra Rigoletto por Titta Ruffo, el impresionante barítono italiano.

Pero los festejos por el primer siglo de la Revolución de Mayo no solamente fueron a nivel estatal sino que también llegaron a Argentina intelectuales y escritores de aquella época: Ramón del Valle Inclán, Jacinto Benavente, Vicente Blasco Ibáñez —estos de la madre patria—, Georges Clemenceau, Jean Jaurès y Anatole France –estos tres últimos, franceses–.

Con motivo de El Centenario se erigieron monumentos ideados por las distintas y progresistas comunidades que habitaban la ya cosmopolita ciudad de Buenos Aires y que hoy en día son excepcionales exponentes de su arquitectura histórico urbana.

En el año 2010 se cumplieron doscientos años de la Revolución de Mayo, lo que motivó las celebraciones del Bicentenario de la República Argentina.

La fecha, así como también la imagen de un Cabildo en forma genérica, se utilizan en diversas variantes para homenajear la Revolución de Mayo. Dos de las más notables son la Avenida de Mayo y la Plaza de Mayo, en esta última se erigió la Pirámide de Mayo al año de la revolución, la cual fue reconstruida con su aspecto actual en 1856. «25 de mayo» es el nombre de diversas divisiones administrativas, localidades, espacios públicos y accidentes geográficos de la Argentina; se pueden mencionar el departamento Veinticinco de Mayo en San Juan, la localidad de Veinticinco de Mayo en la Provincia de Buenos Aires, la plaza 25 de Mayo en Rosario, la Plaza 25 de Mayo en La Rioja y la «isla Veinticinco de Mayo» (conocida internacionalmente como isla Rey Jorge). También se utiliza un Cabildo conmemorativo en las monedas de 25 centavos, y una imagen del Sol de Mayo en las de 5 centavos.

El carácter de fecha patria del 25 de mayo motiva que cada año la misma sea descrita con frecuencia en las revistas infantiles argentinas, como por ejemplo Billiken, así como también en manuales de uso escolar en las escuelas primarias. Dichas publicaciones suelen omitir algunos aspectos del evento histórico que por su violencia o contenido político podrían considerarse inapropiados para menores de edad, tales como el elevado armamentismo de la población de aquella época (consecuencia de la preparación contra la segunda Invasión Inglesa o las luchas sociales entre los criollos y los españoles continentales. En su lugar, se enfoca a la revolución como un evento desprovisto de violencia y que inevitablemente habría sucedido de una u otra forma, se pone el acento en aspectos folclóricos y secundarios tales como el estado del tiempo del 25 y si ese día llovía o no, o si el uso de paraguas estaba extendido o limitado a una minoría.[62][63]​ También se presentan como personajes arquetípicos de la revolución a diversos pregoneros, entre ellos el vendedor de velas, el aguatero, la mazamorrera repartiendo empanadas entre los concurrentes a la plaza el 25 de mayo.[64]

Los acontecimientos fueron representados en La Revolución de Mayo, una de las primeras películas mudas de Argentina, filmada en el año 1909 por Mario Gallo y estrenado en 1910, año del centenario. Fue el primer film de ficción argentino realizado con actores profesionales.[65]

Entre las canciones inspiradas en los sucesos de mayo se encuentra el «Candombe de 1810». El cantante de tangos Carlos Gardel interpretó «El sol del 25», con letra de Domingo Lombardi y Santiago Rocca, y «Salve Patria» de Eugenio Cárdenas y Guillermo Barbieri. Pedro Berruti, por su parte, creó «Gavota de Mayo»,[66]​ con música folclórica.

En esta celebración, como así también en la del 9 de julio es muy común que el pueblo prepare o consuma locro, y en las escuelas primarias se beba un tradicional chocolate caliente.



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