La sonata para piano n.º 29 en si bemol mayor, Op. 106, subtitulada Hammerklavier, es una de las últimas sonatas para piano del compositor alemán Ludwig van Beethoven.
Literalmente, la palabra Hammerklavier significa piano de martillos, y era utilizada para diferenciar el piano del clave. La obra debe su sobrenombre al encabezamiento que el propio Beethoven escribió en la portada: Große Sonate für das Hammerklavier (Gran sonata para piano de martillos).
Con cerca de cuarenta minutos de duración, es una de las sonatas más largas que se hayan creado. Beethoven, al terminarla dijo: «ya sé componer».
En su publicación, no tuvo una buena acogida por parte del público, y ningún pianista se atrevía a enfrentarse a tal sonata, ya que demanda técnicamente más del ejecutante que otras obras. Esta composición ha "tentado" a todos los grandes pianistas de los últimos cien años, e incluso a algunos grandes como Artur Schnabel, que nunca quedaron del todo satisfechos con su ejecución.[cita requerida]
Esta sonata presentaba dificultades técnicas tan descomunales que todos los que intentaban interpretarla chocaban una y otra vez contra un muro infranqueable. Cuando Beethoven la terminó dijo: «Esta es una obra que no dará problemas a los pianistas que la ejecuten dentro de cincuenta años». No le faltaba razón. Se dice que fue Franz Liszt el primero que pudo demostrar ante el público que era una obra ejecutable. Y no solo hay que vencer las dificultades técnicas, también hay que saber moverse en una gran variedad de registros diferentes y saber salir airoso de ellas.[cita requerida]
La sonata consta de cuatro movimientos:
Está escrito en forma sonata. En lo formal, está más cerca del clasicismo que del romanticismo, aunque su sonoridad y sus contrastes reflejan claramente un lenguaje nuevo. De proporciones colosales, comienza con un brío comparable al arranque de su 5ª sinfonía. El primer tema tiene un carácter heroico y triunfal. Los acordes, alternándose en ambas manos, marcan con decisión el avance y el ritmo de la obra en estos primeros compases. El segundo tema es más melódico; en éste se aprovecha más la extensión del teclado. Este segundo tema se acerca a su fin con un recurso técnico creado por Beethoven y ampliamente explotado en esta y, en general, en sus últimas sonatas: la ejecución de un trino más una melodía, tocándolo todo con una sola mano. Tras la habitual repetición de ambos temas, el desarrollo está coronado por un pasaje fugado (otra constante en el Beethoven tardío) que comienza a dos voces y termina a cuatro voces. Es entonces cuando los elementos de ambos temas se enfrentan en una lucha llena de contrastes. En la reexposición, ambos temas salen fortalecidos, siendo las dificultades técnicas a superar de mayor grado aún. El movimiento termina con una coda, en la que los grandes contrastes siguen presentes prácticamente hasta el final.
Llama la atención la brevedad de este 2º movimiento en comparación con los vastos movimientos adyacentes. El scherzo está aquí, al igual que en la 9ª sinfonía, en segundo lugar, y no en el tercero habitual. Las dificultades técnicas vuelven a manifestarse. Existe cierta analogía entre el comienzo del scherzo y el primer tema del primer movimiento. En efecto, también aquí, Beethoven transporta toda la melodía una 8ª hacia el registro agudo tras unos compases de presentación. Es como si en el scherzo, Beethoven hiciera una caricatura de una parte del primer movimiento. Una modulación marca el comienzo del trío. Es aquí donde verdaderamente parece que todo está en precario equilibrio. Hasta que una escala ascendente termina con una alternancia de acordes, que parece sonar más como una señal de alarma para volver a la tonalidad anterior. El movimiento se cierra de una forma ciertamente enigmática, en lo que parece una interrogación.
Todo un templo al que se accede por la angosta puerta que constituyen las dos notas iniciales. Dos notas que Beethoven añadió en el último momento. En efecto, poco después de que terminara de componer la obra, y cuando el original estaba ya en manos del editor, Beethoven le escribió diciéndole que en el comienzo del adagio debía añadir dos notas. Esto extrañó tanto al editor que creyó que Beethoven se había vuelto loco. Pero cuando comprobó el efecto de esas dos notas, comprendió el deseo de incluir a toda costa ese comienzo. Está escrito en una de las formas en las que Beethoven ejerció un dominio absoluto: el tema con variaciones. El tema inicial está escrito de una forma casi polifónica. La primera variación transforma el tema en una melodía que empieza a recordar a Chopin, y en la que se acentúa el carácter atormentado del movimiento. Tras unos compases en los que el autor parece sentirse desorientado, comienza la segunda variación, construida magistralmente con una melodía en amplios intervalos. Después de modular, aparece la tercera variación, que en realidad es la primera variación modificada. De pronto, Beethoven parece que se tuviera de desembarazar de toda la angustia precedente, en lo que parece un grito desesperado. Al final, el tema inicial vuelve a aparecer como un recuerdo, con un brillo crepuscular.
La obra termina de manera contundente con una fuga a tres voces de carácter casi apocalíptico. No podía ser de otra manera. Pero antes de la fuga, durante algo más de dos minutos, se extiende una de las páginas más enigmáticas y alucinantes de la literatura pianística de Beethoven. Una especie de punto de partida hacia algo desconocido. Incluso podemos imaginarnos a Beethoven al piano, tanteando, buscando en la oscuridad la salida a la encrucijada, improvisando posibles formas de terminar la obra. De pronto, tras un irresistible crescendo de acordes, aparece el tema de la fuga como una revelación, en lo que será un increíble ejercicio contrapuntístico donde tienen cabida las más audaces armonías. Como decía Beethoven, «componer fugas es lo más sencillo que hay, pero la imaginación también reclama sus derechos». El tema principal de la fuga está encabezado por un trino, elemento que aquí hace el papel casi de tema dentro del tema. Las ideas musicales vuelan vertiginosas en pasajes que exigen del intérprete mucho más de lo que estaban acostumbrados en tiempos de Beethoven. Voces que se solapan, violentos trinos que surgen como de la nada en cualquier registro del teclado, cánones retrógrados que hacen que parezca que vemos la partitura en un espejo.
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