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Tacto



El sentido del tacto es aquel que permite a los organismos vivos percibir cualidades de los objetos y medios como la presión, temperatura, textura y dureza. En la piel se encuentran diferentes clases de receptores nerviosos que se encargan de transformar los diferentes tipos de estímulos del exterior en información susceptible para ser interpretada por el cerebro. La piel se divide en tres capas: epidermis, que es la capa superficial, la dermis y la hipodermis que es la capa más profunda. La epidermis está constituida por tejido epitelial y en su estrato basal o germinativo encontramos la denominada melanina, que es el pigmento que da color a la piel, y la dermis por tejido conjuntivo. En esta capa encontramos los anejos cutáneos que son las glándulas sebáceas, las glándulas sudoríparas, el pelo y las uñas y la hipodermis formada por tejido conjuntivo adiposo. Debemos tener en cuenta que aunque principalmente el sentido del tacto se encuentra en la piel, también lo encontramos en las terminaciones nerviosas internas del organismo, pudiendo percibir los altos cambios de temperatura o el dolor. Por lo que es el más importante de los cinco sentidos permitiéndonos percibir los riesgos para nuestra salud tanto internos como externos. La parte que gobierna el tacto en el cerebro es el lóbulo parietal.

«Cuando nos describimos como seres sensibles, lo que queremos decir es que somos conscientes. El significado más literal y amplio es que tenemos percepción sensorial.»[1]​ Los pliegues tactilares sirven para detectar el calor, el frío, el dolor o cualquier otra sensación; y la sensación es una de las funciones que la conciencia utiliza para orientarse en el espacio exterior, en su ambiente, como en el espacio interior.[2]

«Para entender, tenemos que usar la cabeza, es decir, la mente. En general, se piensa en la mente como algo localizado en la cabeza, pero los hallazgos en psicología sugieren que la mente no reside necesariamente en el cerebro sino que viaja por todo el cuerpo en caravanas de hormonas y enzimas, ocupada en dar sentido a esas complejas maravillas que catalogamos como tacto, gusto, olfato, oído y visión[3]

El tacto pertenece al sistema sensorial cuya influencia es difícil de aislar o eliminar. Un ser humano puede vivir a pesar de ser ciego, sordo y carecer de los sentidos del gusto y el olfato, pero le es imposible sobrevivir sin las funciones que desempeña la piel. El tacto afecta a todo el organismo, así como a la cultura en medio de la cual este vive y a los individuos con los que se pone en contacto.[4]

En muchos aspectos, el tacto es difícil de investigar. Todos los demás sentidos tienen un órgano clave que puede ser estudiado; para el tacto, ese órgano es la piel, y se extiende por todo el cuerpo.[5]

La función de la piel es vital para el organismo: emite señales hasta el sistema nervioso informando sobre cualquier agresión mecánica, térmica o química. Sin este sistema de alarma, los organismos correrían el peligro de no darse cuenta de que están siendo atacados. Estos estímulos los captan receptores repartidos por la dermis y la epidermis, que generalmente están especializados en uno o varios tipos de sensaciones.

La piel se encuentra en estado de renovación debido a la actividad celular de sus capas profundas, varía de textura, flexibilidad, color, olor, temperatura, sabor y otros aspectos. Lleva consigo su propia memoria de experiencia, define nuestra individualidad.[6]

La punta de los dedos y la lengua son más sensibles que otros puntos del cuerpo. Las partes más pilosas son generalmente las más sensibles a la presión, también es más delgada la piel donde hay cabello o vello. El sentido del tacto no está en la capa externa de la piel, sino en la segunda, en la dermis.

Los receptores sensoriales de la piel detectan los cambios que se producen en el entorno; a través del tacto, la presión y la temperatura. Cada tipo de receptor está inervado por un tipo específico de fibra nerviosa.[7]​ Los distintos mecanorreceptores se distinguen por el tamaño de su campo receptivo, la persistencia de su respuesta y el margen de frecuencias al que responden. Se necesita todo un ejército de receptores para crear esa delicadeza sinfónica que llamamos caricia. Entre la epidermis y la dermis se encuentran los diminutos corpúsculos de Meissner, parecen especializarse en las partes no pilosas del cuerpo (las plantas de los pies, las puntas de los dedos, el clítoris, los pezones, las palmas y la lengua). Las zonas erógenas y otros puntos hipersensibles responden muy rápidamente o ligeramente en todo.

La sensibilidad táctil, según la vía sensitiva por la que llega al encéfalo, puede ser:

La sensibilidad termoalgésica (temperatura y dolor) se transmite al encéfalo por una vía diferente.

El tacto nos enseña que vivimos en un mundo tridimensional, nos enseña que la vida tiene profundidad y contorno.[8]

Los corpúsculos de Pacini responden muy deprisa a cambios en la presión y tienden a reunirse cerca de las articulaciones, en algunos tejidos profundos, así como en las glándulas genitales y mamarias. Son sensores gruesos, en forma de cebolla, y le dicen al cerebro qué es lo que los presiona y también qué movimientos hacen las articulaciones o de qué modo están cambiando de posición los órganos cuando nos movemos. No se necesita mucha presión para hacerlos responder y enviar mensajes al cerebro; son sensibles a las sensaciones de vibración o variación, especialmente las de alta frecuencia.[9]​ En ciertas condiciones de estimulación, solo es necesario que se de un desplazamiento de 0.001 mm sobre la superficie de la piel para sobrepasar el umbral de presión y percibirlo como presión, aunque los umbrales de presión no son iguales para todas las regiones de la piel. Así, la región más sensible a la presión es el rostro, le siguen en su orden, el tronco, los dedos y los brazos; las regiones inferiores son las menos sensibles. En general, las mujeres tienen umbrales más bajos de sensibilidad a la presión, en otras palabras son más sensibles a la presión que los hombres.[10]

Los Corpúsculos de Ruffini se hallan a cierta profundidad bajo la superficie de la piel y registran la presión constante; son sensores de temperatura. No puede sorprender que la lengua sea más sensible al calor que muchas otras áreas del cuerpo. A diferencia de otras informaciones táctiles, las de temperatura le dan cuenta al cerebro de cambios tanto altos como bajos, con frecuentes actualizaciones. El cuerpo responde inmediatamente a los cambios de temperatura, y sentimos el frío con un espectro corporal más amplio que el que tenemos para sentir el calor. Muchas más mujeres que hombres dicen tener las manos y los pies fríos, lo que no debería sorprender a nadie. Cuando el cuerpo se enfría, protege antes que nada los órganos vitales(por eso es tan fácil que se congelen las extremidades); en los humanos, protege los órganos reproductores. Cuando los labios se nos ponen azules o el frío nos insensibiliza los dedos de los pies, es porque los vasos sanguíneos se comprimen y el cuerpo sacrifica las extremidades para mandar más sangre a la esencial sección interna.

Existen receptores especializados en la sensación de dolor. Esta sensación es muy útil para la supervivencia del individuo pues actúa como un mecanismo de alarma que detecta situaciones anormales posiblemente nocivas. La finalidad del dolor es prevenir al cuerpo de un posible daño. El dolor, algunos dicen que es una respuesta de receptores específicos a peligros específicos, mientras otros piensan que se trata de algo mucho más ambiguo, una estimulación sensorial extrema de cualquier tipo, porque en el delicado ecosistema de nuestro cuerpo, un exceso de cualquier cosa podría perturbar el equilibrio. Cuando sentimos dolor, suele doler el sitio localizado, pero responde el cuerpo entero.[11]



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