El ser de España o problema de España es el nombre que suele designarespañola que surge con el regeneracionismo a finales del siglo XIX, y coincidiendo con la aparición de los nacionalismos periféricos. Confluye con el tópico de las dos Españas, imagen muy descriptiva de la división violenta y el enfrentamiento fratricida como característica de la historia contemporánea de España.
un debate intelectual acerca de la identidad nacionalEl objeto del debate no fue propiamente político o jurídico-constitucional —la definición de España como nación en sentido jurídico, tema que fue debatido en el proceso constituyente de la Constitución española de 1978, en donde se enfrentaron posturas de negación, matización y afirmación de la Nación española—; ni tampoco propiamente historiográfico —estudiar la construcción de la identidad nacional española, que se hizo históricamente como consecuencia de la prolongada existencia en el tiempo de las instituciones del Antiguo Régimen y, a veces, a pesar de ellas—. Lo que aquellos pensadores pretendían era dilucidar la preexistencia de un carácter nacional o Ser de España, es decir: cuáles son «las esencias» de «lo español», y sobre todo, por qué es algo problemático en sí mismo o no lo es, frente al aparente mayor consenso nacional de otras naciones «más exitosas» en su definición, como la francesa o la alemana, planteando la posibilidad de que España sea o no una excepción histórica. Todo lo cual dio origen a un famoso debate ensayístico, literario e historiográfico que se prolongó por décadas y no ha terminado en la actualidad, con planteamientos y puntos de vista muy diferentes. En muchas ocasiones el propio debate ha sido objeto de crítica en sí mismo, por un lado por lo que supone de introspección negativa, y por otro por la previa condición de buscar un esencialismo, es decir, una perspectiva filosófica en cuanto es una reflexión sobre la esencia, cuando lo propio de una perspectiva "histórica" sería el cambio en el tiempo, pues las naciones no son entes inmutables, sino construcciones de los humanos a lo largo de la historia, incluso restringidas a la historia más contemporánea en lo que respecta a los modernos conceptos de nación y nacionalismo.
Este tema ya aparece en el regeneracionismo de Joaquín Costa, con una aportación inicial muy significativa como fue la Introducción a un tratado de política textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la Península, de 1881 y siendo su obra más trascendente Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, 1901; también en Ángel Ganivet cuando escribió Idearium español y también Porvenir de España, ambos de 1898, año en que se suicidó. Surge de las posiciones enfrentadas desde la denominada polémica de la ciencia española entre los krausistas, como Gumersindo de Azcárate o Francisco Giner de los Ríos y su Institución Libre de Enseñanza, y los pensadores que pueden calificarse de casticistas o reaccionarios, como Gumersindo Laverde o Marcelino Menéndez y Pelayo, director de la Biblioteca Nacional de España y autor de un descomunal estudio erudito donde identifica lo español con lo ortodoxamente católico, por contraste con lo que no lo es, aunque aparezca en España: Historia de los heterodoxos españoles, estando en el origen de la definición intelectual de lo que se acuñó como «Antiespaña».
Inmediatamente después, el Desastre de 1898 supuso un revulsivo conducente a la introspección y reflexión sobre sus causas, relacionándolas con el atraso relativo de España ante la modernidad, de forma paralela al concepto de naciones decadentes y naciones emergentes que se aplicaba en ese momento a Alemania frente a Inglaterra, Japón frente a Rusia o a Estados Unidos frente a España, muy al hilo de los argumentos a favor del imperialismo e incluso de las teorías de supremacía racial que en la época se consideraban científicas, como la eugenesia o el darwinismo social.
El debate es continuado por las generaciones de 1898 (Miguel de Unamuno En torno al casticismo, Del sentimiento trágico de la vida) y de 1914 (Ortega y Gasset Meditaciones del Quijote, España invertebrada, La rebelión de las masas, este último con una vocación territorial más amplia, y que tuvo gran repercusión en Europa). El debate entre ambos, expresado en la disyuntiva europeizar España o españolizar Europa, tuvo como frase más divulgada el ¡que inventen ellos! de Unamuno, que Ortega consideraba desviación africanista del maestro y morabito salmantino.
La identificación de lo español con lo castellano y la búsqueda en el paisaje y paisanaje de Castilla de sus características esenciales por parte de autores provenientes de la periferia ha sido considerada como una característica principal de la Generación del 98 (Unamuno, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja [vascos], Azorín [valenciano], Antonio Machado [andaluz] y, menos claramente, Valle Inclán [gallego]). No se ocultaban los rasgos negativos: el atraso, la ignorancia, la envidia, el cainismo, la brutalidad (La busca, La tierra de Alvar González, Divinas palabras). El esperpento valleinclanesco (Luces de Bohemia), el expresionismo pictórico de José Gutiérrez Solana o la galería de tipos españoles de Ignacio Zuloaga son sus ilustraciones escénica y visual.
Se ha indicado que algunos miembros de la generación del 98 tuvieron una evolución o trayectoria vital «de izquierda a derecha», partiendo de posiciones próximas al movimiento obrero y muy críticas con la visión tradicionalista de España, para acabar reconciliándose con esta, sobre todo Ramiro de Maeztu y Azorín, y en cierto modo (más espiritual el primero y más escéptico el segundo) Miguel de Unamuno y Pío Baroja. Antonio Machado y Valle Inclán tuvieron una evolución contraria: de posiciones más «conservadoras» a otras más «progresistas». De eso dependió que unos u otros fueran reivindicados por la oposición al franquismo o por el pensamiento falangista y el nacionalcatolicismo de los primeros años de este. En realidad, vivieron de forma trágica la separación de las Dos Españas, y todos ellos participaron de una manera o de otra en un cuestionarse por el Ser de España que no tenía una respuesta clara. Quizá el mejor ejemplo lo dio la triste separación de los hermanos Machado: Manuel, en el bando nacional y Antonio, en el republicano.
La generación de 1914, que se ha calificado como más europeísta y modernizadora, contó con intelectuales que se implicaron en política (Ortega, Manuel Azaña, Ramón Pérez de Ayala) y con otros que optaron por el apartamiento voluntario de la realidad (Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna). Muchos otros autores, vinculados a esta generación, o a su etiqueta paralela (novecentismo de Eugeni d'Ors), aparecerán como los principales contribuyentes al debate sobre el Ser de España en las décadas posteriores a la guerra civil, tanto desde el exilio (Salvador de Madariaga, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz...) como desde el interior de la España franquista (Manuel García Morente).
Las referencias literarias a España habían sido un tópico o subgénero que aparece con cierta continuidad desde muy antiguo: con carácter positivo los laudes hispaniae o loas a España, como los de la literatura latina y en concreto el de San Isidoro.
o como el de Alfonso X el Sabio.
que adquieren tintes sombríos con Quevedo.
si un tiempo fuertes, ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía
Esas palabras son muestra de la conciencia de la decadencia española por las mentes más lúcidas del siglo XVII, entre las que destacan los arbitristas, como Martín González de Cellorigo (Memorial de la política necesaria y útil restauración de España y estados de ella, y desempeño universal de estos reinos, 1600) o Sancho Moncada (Discursos de 1619, editados más tarde como Restauración política de España). El esfuerzo de los novatores entre finales del XVII y comienzos del XVIII tuvo escasa repercusión.
En el siglo de las luces, la crítica ilustrada, desde la precoz de Feijoo (Teatro crítico universal) a la desesperanzada de José Cadalso (Cartas marruecas, y Defensa de la nación española, ambas respuesta a las Cartas persas de Montesquieu), pasando por la academicista de Antonio Ponz (Viage de España), percibía el atraso acumulado por España desde el Siglo de Oro frente a la deslumbrante Francia del Grand Siècle y la Encyclopédie. La opinión interna se debatía entre castizos y afrancesados. La percepción exterior era cruel: el desolador «¿Qué se debe a España?» de Masson de Morvilliers (Encyclopédie Méthodique, 1782). La respuesta a tal provocación, un artículo de Juan Pablo Forner (Oración apologética por la España y su mérito literario, 1786) ni siquiera fue tomada en serio por la opinión ilustrada española, dando origen al célebre y pesimista «pan y toros» de León de Arroyal, un tópico que continuó representando la opinión elitista de la intelectualidad española y renovándose periódicamente, con aportaciones del propio Unamuno.
En cambio, otros extranjeros supieron valorar las peculiaridades que encontraban en España, desatando una verdadera «hispanofilia» desde el romanticismo, para el que España era el punto más cercano donde encontrar la atracción morbosa del exotismo, forzando la percepción para confirmar las expectativas que la dibujaban como tierra de bandoleros, toreros y gitanos, (Carmen, de Prosper Mérimée, convertida en ópera por Bizet); y retroceder a una ucrónica Edad Media, poblada de refinados reyes moros decadentes (Cuentos de la Alhambra, Washington Irving) y sombríos inquisidores (El pozo y el péndulo, Edgar Allan Poe). Se abusó tanto de ese tópico que el realista Honoré de Balzac pudo escribir:
Simultáneamente, pero con mayor recorrido, nace el hispanismo como disciplina intelectual, apoyado por la presencia en Francia e Inglaterra de los exiliados españoles, como Antonio Alcalá Galiano (Memorias, Lecciones de literatura española, francesa, inglesa e italiana del siglo XVIII) o Juan Antonio Llorente (Histoire critique de l'Inquisition espagnole, 1817 y 1818), incluyendo el caso de cambio de nacionalidad y religión de José María Blanco White (Letters from Spain, 1822). Entre los primeros «hispanistas» que no son meros traductores de los clásicos del Siglo de Oro se encuentran el francés Louis Viardot (Histoire des Arabes et des Maures d'Espagne), el norteamericano Alexander S. Mackenzie (A year in Spain, 1829) o el inglés Lord Holland, estudioso de Lope de Vega y anfitrión de los liberales exiliados. Una perspectiva peculiar la aportó el predicador protestante y estudioso de idioma y costumbres de los gitanos, George Borrow.
La coyuntura trágica de división entre españoles del siglo XIX, que trajo los primeros exilios (afrancesados, liberales...), con la nueva perspectiva que da ver desde fuera la España que ya no se tiene, se debió a la feroz sucesión de guerras civiles ideológicas (guerra de Independencia española, guerra carlista) y la costumbre de confiar la alternancia política a los pronunciamientos militares (Riego, Cien Mil Hijos de San Luis, «espadones» moderados y progresistas...), en ausencia de elecciones libres o prácticas parlamentarias y administrativas aceptadas mutuamente por los principales partidos. Aunque esa situación se remedió con el Pacto de El Pardo entre liberales de Sagasta y conservadores de Cánovas (1885), ni antes ni después de esa fecha, ni siquiera en coyunturas críticas (como la crisis de 1917, que obligó a gobiernos de concentración y produjo resultados de práctico empate entre los dos partidos gobernantes) ningún gobierno español perdió unas elecciones convocadas por él mismo hasta 1931 (gracias al uso de los procedimientos del caciquismo y el pucherazo).
Los hechos fueron prontamente objeto de estudio historiográfico en sí mismos (Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, París, 1851) y, antes incluso, los literatos españoles comenzaron a inspirarse directamente en el enfrentamiento, como los tristes versos de Bernardo López García (referidos a la guerra de Independencia).
y escucho el triste concierto
que forman, tocando a muerto
la campana y el cañón
o la visión del periodista que firmaba como Fígaro (Mariano José de Larra), poco antes de suicidarse (en el contexto de la guerra carlista).
y recorren un camino que va del nacionalismo dolido pero orgulloso al patriotismo escéptico en Benito Pérez Galdós (Episodios Nacionales, Miau, Misericordia) o Leopoldo Alas. Pero es la generación del 98 la que convierte la introspección crítica sobre lo español en centro integral de su propuesta estética e ideológica, forjando lemas lapidarios:
vivir y a vivir empieza
entre una España que muere
y otra España que bosteza
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón
Simultáneamente, aparece el ambiguo Adéu, Espanya! del poeta catalán Joan Maragall.
No sents la meva veu atronadora?
No entens aquesta llengua que et parla entre perills?
Has desaprès d’entendre an els teus fills?
Adéu, Espanya!
¿No oyes mi voz atronadora?
¿No comprendes esta lengua que entre peligros te habla?
¿Has desaprendido a entender a tus hijos?
¡Adiós, España!
El concepto machadiano de «las dos Españas», con el que este debate está íntimamente asociado («la discusión se centró... en el origen histórico de la gran tragedia española, intentando explicar, por un lado, el supuesto fracaso ante la modernidad y, en último extremo, la guerra civil»), ha sido rastreado por Santos Juliá desde sus primeros acuñadores: Mariano José de Larra, pasando por Jaime Balmes y los ya citados Marcelino Menéndez Pelayo, Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset. También han rastreado la génesis y evolución del concepto de las dos Españas, el historiador español Joaquín Riera (La Guerra Civil y la Tercera España) y el portugués Fidelino de Figueiredo (As duas Espanhas). Otros autores, como Américo Castro (cuya aportación imprescindible se trata más adelante), negaron la oportunidad de tal expresión.
Significa en realidad la evidencia de una triple fractura, que se abre simultáneamente a los cambios que supone la Edad Contemporánea y que llevará al enfrentamiento de 1936. Esa triple fractura se puede expresar en tres pares de conceptos opuestos:
entran rencores,
trabajar para ricos,
seguir de pobres
En la mayor parte de los casos, podía ubicarse a las fuerzas políticas y sociales, y a los individuos, en una u otra de las Dos Españas así definidas, aunque para otros casos no estaba tan claro: en Vizcaya o Guipúzcoa, muchos católicos (incluyendo a sacerdotes) eran nacionalistas vascos, e intervinieron en la Guerra Civil en el bando republicano; la Lliga Regionalista de Francesc Cambó tenía muy poco que ver con la Esquerra Republicana de Francesc Macià y Lluís Companys (de hecho, de la derecha catalana partieron los apoyos iniciales del general Miguel Primo de Rivera, así como una significativa parte de los de la sublevación militar de Franco); mientras que las izquierdas eran notablemente centralistas y los republicanos pretendieron crear un «estado integral» que reconocía las autonomías regionales, por exigencias de la «conllevancia». La expresión proviene del debate del Estatuto de Autonomía en las Cortes (13 de mayo de 1932), notablemente realista y pragmático, en el que intervinieron Azaña y Ortega, y no se marcaba ningún acento trágico ni «excepcional».
Por otro lado, la mayor parte de las agrupaciones y partidos definidos como republicanos, así como la propia masonería (cuyo papel en la época ha sido objeto de controvertidas teorías), tenían un componente social nada obrero, y más bien cercano a las clases altas o medias.
Para algunos autores, la división fratricida en dos Españas es tan maniquea que no se reconocen en ella.Salvador de Madariaga pero también a Niceto Alcalá Zamora), con la que se quiere indicar la existencia de un grupo social encarnado en la postura de destacadas personalidades intelectuales que no tomaron parte en la Guerra Civil o que no se identificaron realmente con ninguno de los bandos en contienda, independientemente de que antes de ella hubieran simpatizado con partidos o movimientos que pudieran asociarse a alguna de las «dos Españas» o que después de ella se mantuvieran en el exilio o bajo el régimen franquista, lo que hace difícil fijar una lista de los que han sido asociados a ese difuso grupo:
Se ha acuñado así la expresión «tercera España» (atribuida aTambién suele citarse al primer presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá Zamora, y al periodista republicano Manuel Chaves Nogales, así como a Julián Marías, Xavier Zubiri y los filósofos de la llamada Escuela de Madrid, vinculada al Ortega y Gasset distanciado de la trayectoria que veía en la República desde su «No es eso, no es eso» y que había mantenido un silencio clamoroso con su más discreto «En tiempo de guerra, cuando la pasión anega a las muchedumbres, es un crimen de leso pensamiento que el pensador hable».
Si bien para autores como Xavier Casals el concepto mismo de «tercera España» es cuestionable, historiadores como Joaquín Riera no solo han profundizado en el concepto de las dos Españas, sino que también han defendido de manera sólida, a través de la intrahistoria, la existencia de esa tercera España silenciosa y silenciada no solo durante el franquismo sino también tras la recuperación de la democracia.
Según Gabriele Ranzato, durante la Segunda República existió lo que él denomina la «”verdadera” tercera España», que tuvo un peso relevante, aunque fue incapaz de constituirse en fuerza política y en gobierno, lo que «también contribuyó a que el país se precipitara hacia una guerra civil». Este sector social estaba «constituido sobre todo por clases medias, pero esencialmente interclasista, deseoso de vivir en un sistema liberal, democrático y capitalista, proclive a favorecer una emancipación más o menos gradual de las clases populares de su condición predominante de miseria extrema y de modernizar España siguiendo el modelo de los grandes países de Occidente». Era un sector social más amplio que la llamada «Tercera España» ―constituida por un pequeño grupo de intelectuales― y que cuando estalló la guerra civil española «fue suprimido por ambas partes en lucha». «Acorralado entre las amenazas de los unos y los otros, este sector quedó fragmentado, desperdigado en ambos campos, obligado a alinearse, puesto en la imposibilidad de expresar ningún deseo de conciliación, constreñido a un silencio que la dictadura franquista, en el interior, y las vicisitudes de la política internacional, en el exterior, fueron prolongando largamente, contribuyendo a cristalizar en el tiempo la lectura maniquea de la tragedia española que dieron sus mismos responsables y protagonistas».
A pesar de que la dinámica social iba aumentando la energía de las contradicciones que, vistas con perspectiva, llevaron al trágico estallido de la Guerra Civil, el primer tercio del siglo XX (desde el reinado de Alfonso XIII, pero sobre todo durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República), fue cualquier cosa menos una época tenebrosa y pesimista: acogió la llamada Edad de Plata de las letras y ciencias españolas.
Tradicionalmente, en este período se habla de varias generaciones de la cultura española, que son conocidas como del 98, 14 y 27.
Como periodo no ha sido acotado con nitidez, pero un hito inicial de gran repercusión interna por lo que supuso para el orgullo nacional tras el deprimente desastre de 1898, fue sin duda el Premio Nobel de medicina otorgado a Santiago Ramón y Cajal (1906). Aunque en aquel momento en realidad solo significaba una luminaria aislada surgida del esfuerzo individual, los hechos posteriores demostraron que representaba un síntoma de la renovación científica de España del primer tercio del siglo XX, y que conscientemente intentaba construir la nación mediante el progreso. Por contraste, el Premio Nobel de literatura otorgado dos años antes a José de Echegaray suscitó un sonoro escándalo en el mundo literario español, lo que no dejaba de ser prueba del dinamismo y la pluralidad existente en su seno.
La repatriación de capitales obligada por la evacuación de Cuba distó mucho de ser una tragedia económica, y la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial produjo fabulosas oportunidades de negocio, al mismo tiempo que intensificó los desequilibrios sociales (crisis de 1917). La sociedad de consumo de masas no se implantó hasta mucho más tarde, aunque sí aparecieron algunas de sus características, como la electrificación y la difusión de los modernos medios de comunicación (teléfono y radio). Multitud de cabeceras periodísticas contribuyeron de forma muy notable a la divulgación de la producción intelectual y la creación de una opinión pública caracterizada por la libertad y el pluralismo.
En lo cultural, esta época presenció la madurez de las generaciones de 1898 y de 1914, el florecimiento de instituciones creadas en las primeras décadas del siglo (la Junta para Ampliación de Estudios, la Residencia de Estudiantes y muchas otras ), y fue testigo de cómo la posición unamuniana del «Que inventen ellos» quedaba superada por la cada vez mayor conexión de la intelectualidad española con la europea de vanguardia. Las mentes españolas más lúcidas parecían estar encontrándose consigo mismas, y con su lugar en el mundo. De ese clima intelectual es muestra un documental, recientemente recuperado, que se filmó en la época para ser distribuido en América, titulado ¿Qué es España? 1929–1930.
La generación de 1927 o de la amistad reunió a una pléyade de poetas irrepetible (Federico García Lorca, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados...) cuya nómina no agota las individualidades de todos los ámbitos de la cultura que suele dejar fuera (la filósofo María Zambrano, el científico Severo Ochoa, el dramaturgo Alejandro Casona, su rival escénico José María Pemán, los fundadores del teatro del absurdo español, Miguel Mihura y Enrique Jardiel Poncela, prosistas como Ernesto Giménez Caballero, Juan Chabás, Rosa Chacel o Antonio Espina, y más poetas, como José Bergamín, Juan Larrea, Carmen Conde, Ernestina de Champourcín, Miguel Hernández, el ingeniero Eduardo Torroja, los arquitectos de GATEPAC...).
Todos ellos, junto a artistas como los jóvenes Dalí y Joan Miró, o los ya maduros Jacinto Benavente y Juan Ramón Jiménez (ambos premio Nobel de Literatura), Pau Casals y Manuel de Falla (músicos), Julio González y Pablo Gargallo (escultores) o el universalmente valorado Picasso (Gaudí había muerto en 1926, y no gozó de la proyección internacional que alcanzó posteriormente su obra), volvieron a hacer pensar en Europa si acaso era cierto que el «genio español» había muerto con Goya (único nombre que, desde una óptica chauvinista pero no exenta de base, se reconocía entre el erial científico y la escasa repercusión de las artes españolas del siglo XIX).
La difícil reconciliación de tradición y modernidad que todavía Machado oponía dialécticamente (dejando un penoso retrato de la la España... devota de Frascuelo y de María), parecía haberse conseguido con García LorcaConcurso de Cante Jondo de Granada, 1922, en colaboración con Manuel de Falla; Romancero Gitano, 1928; Poema del Cante Jondo, 1931; amistad con Ignacio Sánchez Mejías...), quien puso el folclorismo, el flamenco y la tauromaquia a la altura que merecen como expresión de cultura popular, empeño entusiasta que compartió con un formidable grupo de jóvenes y maduros que, al mismo tiempo, llevaba a los clásicos a las aldeas en las Misiones Pedagógicas y las giras de La Barraca. Madrid volvió a ser un referente cultural para los intelectuales hispanoamericanos en el periodo que va desde la primera visita de Rubén Darío (1898) a la última estancia de Pablo Neruda (1935–1937), y César Vallejo pasando por Vicente Huidobro. El intercambio de profesores con las universidades americanas (Julio Rey Pastor) y giras de compañías dramáticas en sus teatros (Margarita Xirgú) se fue haciendo habitual. El año 1929 presenció la celebración simultánea de la Exposición Universal de Barcelona y la Exposición Iberoamericana de Sevilla.
(PrimerEn modo alguno fue un periodo complaciente, pues la conciencia del atraso seguía produciendo críticas, como la durísima película de Luis Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan, vinculada a las famosas expediciones de Maurice Legendre y Gregorio Marañón (a la que asistió el rey Alfonso XIII). Otras figuras intelectuales apuestan por implicarse decididamente en el poder para llevar a cabo un programa reformista con la Segunda República (Fernando de los Ríos, Julián Besteiro y destacadamente Manuel Azaña), estrellándose con la realidad de la política y con el distanciamiento de unos (No es eso, no es eso, es el título de un famoso artículo de Ortega y Gasset, anteriormente el alma de los intelectuales de la Agrupación al servicio de la República, y que participó en el Congreso constituyente) y la abierta hostilidad de otros, decididamente opuestos a ese camino (Ramiro Ledesma Ramos, José Antonio Primo de Rivera o Ernesto Giménez Caballero, que publica en 1932 Genio de España). Las tragedias consecutivas de la guerra civil española, la posguerra y el exilio marcaron una radical ruptura con aquel clima intelectual.
No obstante, el pesaroso panorama favoreció la introspección, y la reflexión sobre el problema de España continuó, se renovó y se enriqueció con aportaciones de los hispanistas, como el citado Legendre, desde una posición cercana al bando vencedor, otros cercanos al perdedor (George Orwell Homenaje a Cataluña, Ernest Hemingway Por quién doblan las campanas, Fiesta) y destacadamente desde 1943 con El laberinto español de Gerald Brenan, que eligió las Alpujarras primero y Churriana después, como sus lugares de residencia.
Un debate nítidamente planteado, con dos posturas enfrentadas que se responden una a la otra ante la opinión pública, fue propiamente iniciado con dos libros de 1949 que representaron una bifurcación en la intelectualidad falangista de posguerra: Pedro Laín Entralgo España como problema y Rafael Calvo Serer España sin problema. El primero, mostrando el desengaño de cierta parte de los intelectuales afines al régimen (como el citado Laín, Dionisio Ridruejo, etc.); y el segundo, exhibiendo la aceptación sin complejos del concepto joseantoniano de España como «unidad de destino en lo Universal», que inspiraba la educación nacionalcatólica y lemas omnipresentes como «Por el Imperio hacia Dios»
La cada vez más clara defección del régimen del propio medio universitario llevó a la crisis de 1956 (huelga universitaria y represión que tuvo que ejercerse a la vez sobre los «hijos de los vencedores y de los vencidos»). El debate iniciado en 1949 fue enseguida llevado al exilio republicano, donde se elevó en tono intelectual con las aportaciones de Claudio Sánchez Albornoz (España, un enigma histórico, Buenos Aires, 1957, que en otros textos más pegados a la realidad documental se mostró como una autoridad de la historia de las instituciones), partidario de buscar la identidad española en la herencia romana y visigoda, apoyado en investigaciones sobre el reino de Asturias y el goticismo de su reivindicación (la «pérdida de España» de las Crónicas), y Américo Castro (La realidad histórica de España, México, 1954, Origen, ser y existir de los españoles, 1959), más cercano al campo de la literatura y la historia de la cultura, que proponía el surgimiento de la identidad española como una mezcla de influencias de «judíos, moros y cristianos» (aprovechado como título por Camilo José Cela ).
Simultáneamente, la poesía social de los jóvenes de las décadas de 1940 y 1950, huérfanos de sus padres de la generación del 27, se debatía contra la poesía esteticista como mejor vía de expresar el mensaje necesario en una hora tan baja del pulso español, dando frases tan impactantes como profundas:
Mientras tanto, en el ámbito historiográfico del interior, había aparecido el clásico de José Antonio Maravall (1954) El concepto de España en la Edad Media, y la renovación de los estudios de historia económica y social que proponía Jaume Vicens Vives, otro tipo de acercamiento a la realidad histórica (más básico, de algún modo respuesta a la petición unamuniana de una intrahistoria, similar en tendencia a lo que en Francia estaba desarrollando la Escuela de Annales).
En México, Francisco Ayala publicó Razón del mundo: la preocupación de España (1962), en que se distancia de los planteamientos «esencialistas», desde una perspectiva que le aporta su acercamiento a la sociología. La renovación metodológica no fue muy bien acogida por los próceres del exilio, como Salvador de Madariaga o Sánchez Albornoz, obteniendo estos una réplica de Maravall en la orteguiana Revista de Occidente.
Desde antes de la muerte de Franco, aparecieron en el interior obras como la de Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo), que marcan la tendencia a la superación del debate identitario mediante el análisis metódico desde la perspectiva de las ciencias sociales.
Más tarde, el periodo de la Transición trajo un florecimiento de la historiografía particularista de los nacionalismos periféricos y un manifiesto amortiguamiento de las referencias a lo «español» incluso en la evitación de ese nombre. Curiosamente, coincide en el tiempo con un rebrote de la «hispanofilia» que había caracterizado a la solidaridad con la España doliente de 1936 y que, cuarenta años más tarde, se extendió a la admiración internacional por la forma pacífica en que se produjo la llegada de la democracia, que fue puesta como modelo para las dictaduras americanas en la década de 1980 y para el este de Europa desde 1989. El «modelo español», basado en la continuidad institucional, la amnistía, el consenso político (Constitución de 1978) y el pacto social (Pactos de la Moncloa); ha sido acusado (por los partidarios de la «ruptura» en vez de la «reforma») de fomentar el «olvido del pasado», fundamentalmente por no exigir responsabilidades a las personalidades políticas y sociales beneficiadas por el franquismo y no hacer mención, homenaje ni memoria alguna de la gran cantidad de víctimas de la represión del bando sublevado y de la dictadura.
El nivel del análisis histórico consiguió descender a un estadio menos «esencialista», no exento de apasionamiento, en el contexto de los debates sobre la memoria histórica y el uso del concepto de «nación» en la reforma del Estatuto de Cataluña y otras posteriores. Del nuevo tipo de debates es muestra el reciente intercambio de artículos y cartas entre Antonio Elorza y José Álvarez Junco. Este último, con Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Premio Nacional de Ensayo 2002) realiza un importante estudio del surgimiento del nacionalismo español, que había quedado escasamente tratado desde ese planteamiento, mientras que los nacionalismos periféricos contaban con una abrumadora bibliografía.
Resucitando un anterior debate entre Gerald Brenan y Raymond Carr (1966), en España, 1808-1996, El desafío de la modernidad Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox «rechazan las tesis sobre la excepcionalidad del caso español, sobre todo cuando estas están impregnadas de una interpretación claramente negativa y pesimista, y cuando se recurre a los conocidos tópicos del "fracaso", de las "frustraciones" o de "inferioridades" españolas... la ausencia de autoestima, los excesos, casi masoquistas en los que han derivado ciertas interpretaciones históricas sobre el caso español»; recibiendo la crítica de Borja de Riquer, que les acusa de «visión restrictiva, y quizás en exceso "optimista", ya que minimiza la importancia de otros muchos factores que hicieron de la situación española un caso realmente peculiar y que hipotecaron, hasta hace muy poco, su auténtica homologación a las pautas europeas». Este autor plantea diez «anormalidades» del caso español en la época contemporánea. Desde una posición matizada, el hispanista Edward Malefakis propone «aunque no podamos decir que España sea un país muy normal, pues siempre parece estar a punto de suceder algo, lo cierto es que experimenta una convivencia muy aceptable». Por su parte, John H. Elliott señala que la constatación de que en muchos aspectos España no era tan diferente de otros Estados europeos como se suponía tradicionalmente ha contribuido a devolverla a la corriente principal de la historia; mientras que otro hispanista, Stanley G. Payne, localiza las excepcionalidades de la historia de España en determinados episodios y no en otros (niega el fracaso del liberalismo) y propone la existencia de lo que denomina ideología española de duración milenaria.
No son escasos los ejemplos de literatura ensayística, epígonos del debate de la década de 1950, como España inteligible de Julián Marías (1985) o Gárgoris y Habidis, de Fernando Sánchez Dragó. Pero el tema cada vez va teniendo un tratamiento más alejado del esencialismo.
Francisco Umbral dedicó un artículo a poner en cuestión la retórica de la eterna pregunta del concepto de España. Desde su peculiar posición y reflexión erudita, reflexiona Gustavo Bueno en su discurso España. Luis Suárez Fernández insiste, desde una posición tradicionalista, en la reivindicación de las aportaciones españolas a la civilización. Eloy Benito Ruano ganó el Premio Nacional de Historia de España 1998 por el trabajo colectivo Reflexiones sobre el ser de España. Entre los libros galardonados en distintos años hay muchos que pueden incluirse en el mismo ámbito: Juan Marichal El secreto de España (1996), Carmen Iglesias Símbolos de España (2000), el ya citado Santos Juliá Historia de las dos Españas (2005) y el más reciente, Antonio Miguel Bernal España, proyecto inacabado: costes/beneficios del imperio (2006). Una de las últimas aportaciones historiográficas, muy debatida, ha sido la de Henry Kamen, posición contestada por Arturo Pérez-Reverte, famoso por su reconstrucción de la sórdida y épica España del siglo de Oro en la serie de novelas sobre el capitán Alatriste.
A la pregunta cuándo nació la «identidad española» (o «España») Ricardo García Cárcel responde que depende del criterio que utilicemos para definirla:
Manuel Tuñón de Lara (España: la quiebra de 1898, Sarpe, 1986 ISBN 84-7291-983-8) habla de quiebra militar, política e ideológica.
Juan-José López Burniol, en El problema español (El País, 6 de enero de 2010) habla de cuatro problemas:
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