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Angélica Liddell



¿Dónde nació Angélica Liddell?

Angélica Liddell nació en Figueras.


Angélica González, más conocida como Angélica Liddell (Figueras, 1966), es una escritora, poeta, directora de escena y actriz española que ha recibido numerosos premios, entre los que destaca el Nacional de Literatura Dramática,[1]​ el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia 2012 y el Premio Leteo 2016. En 2017 ha sido nombrada Chevalier de l'ordre des Arts et des Lettres por el ministerio de Cultura de la República Francesa.

Fue bautizada en la misma pila que el pintor Salvador Dalí y vivió hasta los siete años en Figueras. De niña escribía historias trágicas, una manera de huir de la soledad de hija única que vivía en los cuarteles adonde la llevaba la carrera de su padre militar.[2]

Tomó el apellido Liddell de Alicia Liddell, inspiración del escritor Lewis Carroll para su obra Alicia en el país de las maravillas (1865).

Ingresó en el Conservatorio de Madrid,[2]​ que abandonaría tras decepcionarse con los profesores y la institución, para después licenciarse en Psicología y Arte Dramático. Como dramaturga, debutó en 1988 con la pieza Greta quiere suicidarse, que le trajo el primer premio[3]​ de los muchos que después recibiría. En 1993 fundó, con Gumersindo Puche, Atra Bilis, compañía con la que ha montado numerosas obras. También ha escrito narrativa y poesía, así como realizado performances.[1]

En 2010, acudió por primera vez al Festival de Aviñón, adonde llevó dos piezas, El año de Ricardo y La casa de la fuerza, obra esta en la que se autolesionaba con cortes en el cuerpo y con la que ganaría el Premio Nacional de Literatura Dramática en 2012. En Aviñón «fue recibida con el público en pie».[4]​ Las cinco representaciones que de La casa de la fuerza se hicieron en el Teatro del Odeón de París fueron también recibidas con ovaciones en pie. En 2013, presentó en el Odeón de París, dentro del Festival de Otoño de la capital francesa, El síndrome de Wendy, obra que alcanzó igual éxito.

Entre los autores teatrales contemporáneos surgidos a partir de los años 1980, Angélica Liddell es uno de los nombres más valorados, como lo demuestran los variados galardones con lo que ha sido premiada. Su teatro, que huye de toda dramaturgia convencional, tiende a mostrar los aspectos más oscuros de la realidad contemporánea: el sexo y la muerte, la violencia y el poder, la locura... Los mitos antiguos y modernos son algunos de los temas obsesivos de su escritura.

En el periódico El País, Javier Vallejo afirma que «Angélica Liddell se autorretrata sin pudor, como Frida Kahlo o Charley Toorop. En su página web cuelga periódicamente fotos tomadas en su casa o en habitaciones de hotel donde, vestida, desnuda o disfrazada, transmite soledad, desasosiego y algún relámpago de felicidad repentina» y, a propósito de la representación de Maldito sea el hombre que confía en el hombre, un projet d'alphabétisation (2011), agrega: «Aunque es autora reconocida, Angélica cautiva, sobre todo, por la manera feroz en que defiende sus textos sobre las tablas: de la palabra hace una bayoneta calada. Cuando carga con ella no hay quién se resista. Frágil, menuda, en escena parece San Jorge y el dragón metidos en un solo cuerpo. Produce empatía y espanto».[5]

Sus obras han sido traducidas a más de diez idiomas y llevadas a escena en diversos países de Europa y América.

La dramaturga y directora de escena Angélica Liddell desentraña la relación entre el sacrificio y lo poético en su práctica teatral. Aclara esta relación en una serie de conferencias, desde un punto de vista teórico, en el volumen El sacrificio como acto poético:

Es una fortuna, ¿no? En el escenario puedo asesinar con total libertad. Y también

Para Liddell, arte y vida, escritura y biografía, creación poética y reflexión teórica mantienen nexos a la vez evidentes y complejos. Separar las diferentes formas de expresión elegidas por la dramaturga a lo largo de su recorrido teatral es difícil.

La única representación posible del dolor es el informe puro.

La violencia, tan explícita en sus obras, adquiere una dimensión mitológica, porque ahonda en lo más profundo de la condición humana y nos lleva directamente a nuestras pulsiones más innombrables.

En «Abraham y el sacrificio dramático», apartado octavo de su colección de ensayos El sacrificio como acto poético, Liddell hace una reflexión en torno a la figura de Abraham, al que Dios le pide que sacrifique a su hijo Isaac para probar su fe. Abraham, pese a que el mandato es desconcertante, pues supone transgredir las leyes de los hombres e incluso la ley divina puesto que Dios repudia los sacrificios humanos, lleva a su hijo al monte Moriah para entregarlo. En el último momento, aparece un ángel para impedir el sacrificio. Este mito ha tenido multitud de explicaciones teóricas, aunque Liddell destaca la de Kierkegaard:

El sacrificio es por tanto exceso, bello exceso. Exceso liberador, exceso que pone en evidencia la represión de una sociedad. El sacrificio es un asesinato en suspenso, está por tanto, por encima de la ética.

En «Quiero ser la locura de Dios (El desafío a la razón por parte de lo sagrado. La energía originaria)»,[6]​ apartado undécimo de El sacrificio como acto poético, Liddell reflexiona sobre la distorsión de lo real (razón) a favor de una experiencia delirante (el espíritu). Asociando esta distorsión al estado de enamoramiento, que encuentra su mejor expresión en la poética religiosa (Santa Teresa de Ávila), íntimamente relacionado con la adoración al amado (Dios).




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