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Buen Samaritano



La parábola del buen samaritano es una de las parábolas de Jesús más conocidas, relatada en el Evangelio de Lucas, capítulo 10, versículos 25-37. Se la considera una de las parábolas más realistas y reveladoras del método didáctico empleado por Jesús de Nazaret,[1]​ un ejemplo expresivo e incisivo de su mensaje exigente.[2]

Presenta el tono que caracteriza a las llamadas parábolas de la misericordia propias del Evangelio de Lucas.[3]​ La parábola es narrada por el propio Jesús a fin de ilustrar que la caridad y la misericordia son las virtudes que guiarán a los hombres a la piedad y la santidad. Enseña también que cumplir el espíritu de la ley, el amor, es mucho más importante que cumplir la letra de la ley. En esta parábola, Jesús amplía la definición de prójimo. La elección de la figura de un samaritano, considerado un herético para los sectores más ortodoxos de la religión hebrea, sirve para redefinir el concepto de prójimo que se manejaba entonces. Jesús, mediante esta parábola muestra que la fe debe manifestarse a través de las obras, revolucionando el concepto de fe en la vida religiosa judía, entre los cuales resaltaban grupos como el de los fariseos a quienes Jesús llama «hipócritas» en varias ocasiones por su excesivo apego a la letra de la ley y su olvido por cumplir el espíritu de la ley. El contraste establecido entre los prominentes líderes religiosos inmisericordes y el samaritano misericordioso, es un recordatorio a los maestros de la ley (como es el caso del interlocutor de Jesús) de que estaban olvidando el principio de la verdadera religión. Jesús emplea un personaje despreciado por ellos para mostrarles su error.

La narración comienza cuando un doctor de la ley le preguntó a Jesús con ánimo de ponerlo a prueba qué debía hacer para obtener la vida eterna. Jesús, en respuesta, le preguntó al doctor qué está escrito en la ley de Moisés. El legista respondió con dos citas de la Biblia: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio 6, 5) y la ley paralela «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19, 18). Jesús le dijo que había respondido correctamente y lo invitó a comportarse en consecuencia. En ese punto, el doctor de la ley formuló otra pregunta a Jesús para justificar su interpelación previa, la que dio lugar a la enunciación de la parábola.

Es de notar que Jesús no definió, tal como pretendía el doctor de la ley, quién es el prójimo: solo preguntó quién obró como prójimo del herido. Por la respuesta del legista queda implícito que se considera «prójimo» a todo aquel que obra compasivamente con otro hombre, es decir, la definición se da en función de la obra.[1]​ Asimismo, el legista no respondió a Jesús directamente («el samaritano»), sino indirectamente, al decir «el que tuvo compasión de él», lo que en general se interpreta como una dificultad de su parte en reconocer que no fueron el sacerdote o el levita quienes observaron el espíritu de la ley sino alguien que, en el ambiente judío, era considerado un hereje, un paria.[4]

El pasaje del Evangelio de Lucas —mostrativo del método didáctido usado por Jesús de Nazaret— consta de los siguientes elementos:[4]

En la época de Jesús, era notorio el peligro y la dificultad que caracterizaba al camino de Jerusalén a Jericó, conocido como «Camino de Sangre», en razón de la sangre que allí se derramaba, de las muertes que ocurrían por causa de los ladrones.[5]​ El camino se iniciaba a unos 750 metros sobre el nivel del mar,[6]​ y bajaba unos mil metros hasta alcanzar Jericó, en el valle del Jordán,[7]​ a 258 metros bajo el nivel del mar.[6][8]

En su último discurso, pronunciado el 3 de abril de 1968 —el día anterior a su asesinato— y popularizado bajo el título I've Been to the Mountaintop (He estado en la cima de la montaña), Martin Luther King describió el camino de Jerusalén a Jericó de la siguiente manera:

El sacerdote y el levita son los dos personajes que primero pasan por delante del judío apaleado y lo ignoran, siguiendo su camino. En el caso del sacerdote, el texto señala explícitamente que «bajaba por aquel camino», es decir, que también iba hacia Jericó. La ley establecía que quien tocara un cadáver ensangrentado quedaría impuro hasta la noche, y alguien impuro no podía participar de los rituales religiosos. Más aún, según las palabras de Levítico 21, 1-4, al sacerdote le estaba prohibido todo contacto con un cadáver, no solo antes del servicio del templo sino también en la vida cotidiana, salvo que se tratara de los restos de parientes más próximos.[10]​ Si el levita iba, como el sacerdote (Lucas 10, 31), de Jerusalén a Jericó, entonces nada le impedía tocar a un «muerto en el camino». Joachim Jeremias señala que, si se quiere dar a sus reparos un motivo ritual, se ha de aceptar que iba de camino hacia Jerusalén al servicio en el templo. El texto (v. 32) no excluye esta hipótesis. Sin embargo, surge una nueva dificultad: las secciones (sacerdotes, levitas, laicos) que cada semana hacían su servicio acostumbraban a subir en grupo a Jerusalén, y no solos. Por eso, la hipótesis de los reparos rituales del levita es difícil de sostener, porque tendría que ir retrasado (para justificar que fuera de forma solitaria) o porque tendría que pertenecer a los pocos archilevitas que prestaban servicio constantemente en el templo.[10]

Karris señaló: «Estos dos destacados representantes de la observancia de la ley no ayudan al hombre que había sido totalmente despojado y se encontraba aparentemente muerto, por temor a contaminarse».[4]​ Y siguiendo esa interpretación, el simbolismo del sacerdote y el levita no es de impiedad ni de crueldad, sino de anteponer formalismos rituales a la misericordia y el perdón. Esta imagen de la balanza entre el espíritu de la ley y la letra de la ley es uno de los pilares de la enseñanza de Jesús, y también del Antiguo Testamento: «misericordia quiero y no sacrificios» (Oseas 6,6).

Con todo, Joachim Jeremias sugirió que Jesús no necesariamente tenía a la vista el precepto saduceo que prohibía estrictamente al sacerdote impurificarse tocando un «muerto en el camino»; quizá quería simplemente describir al sacerdote y al levita como «insensibles y cobardes»,[10]​ sin compasión e indiferentes frente al dolor de los demás.

La imagen del samaritano como el piadoso salvador del judío apaleado constituye toda una fragua al concepto de «prójimo». Los samaritanos y los judíos constituían rivales irreconciliables; unos a otros se consideraban herejes. Los judíos fundamentaban sus razones en que los samaritanos hacían su culto en el monte Garizim (o Gerizim) en lugar del Templo de Jerusalén. Además, solamente aceptaban a Moisés como profeta,[Nota 1]​ y no reconocían la tradición oral del Talmud, el libro de los Profetas ni el de los Escritos. Por su parte, los samaritanos odiaban a los judíos por las veces que estos habían destruido y profanado el santuario de Garizim.

El pasaje, presenta dos significados:

Jesús no hace distinciones entre los hombres en este aspecto: todos son «prójimos», sin importar nacionalidad, religión, ni ideas políticas; porque prójimo es sinónimo de próximo, cercano. Asimismo, el sujeto tampoco reconoce límites, significando que la práctica del mandamiento del amor es para todos.

En efecto, el objetivo de la parábola es «detener la atención del lector para obligarlo a imitar el comportamiento de un paria, de un samaritano».[4]

Esta parábola es una de las más famosas del Nuevo Testamento, y su influencia es tal que el significado actual de samaritano en la cultura occidental es el de una persona generosa y dispuesta a ofrecer ayuda a quien sea que lo requiera. El «buen samaritano» se convirtió en símbolo típico de la fraternidad humana y del humanitarismo.[13]​ Más aún, se considera la parábola del buen samaritano como uno de los criterios bíblicos para la fundamentación y el trabajo por los derechos humanos.[14]



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