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Circumcelliones



Durante el Imperio Romano, los circunceliones o circumcelliones (del latín circum cellas, los que van de granja en granja), han sido un grupo complejo donde los historiadores no se han puesto de acuerdo en su significado, aunque probablemente, hayan sido un poco de todo, a lo largo de sus diversas etapas de existencia desde finales del siglo III o primeros del IV hasta mediados del siglo VII.

En un principio, para unos, por su denominación, eran los trabajadores temporeros que se movían por el Norte de África prestando sus servicios en época de cosecha o para la recolección de aceituna. Para otros estudiosos su nombre provenía del hecho de estar rondando constantemente las poblaciones, granjas o almacenes para apoderarse, mediante ataques armados, de todo lo que pudiesen.[1]​ Y finalmente, para otros, y por lo que serían más conocidos históricamente, fueron bandas de extremistas herejes cristianos, siempre en el Norte de África que aparecerían entre principios y mediados del siglo IV.[2]

Los circunceliones fueron donatistas del Norte de África en el siglo IV, sin poder precisar si fueron los donatistas los que decidieron atraerlos o serían ellos los que se acercasen a los enemigos de la Iglesia oficial.[3]​ Los circunceliones eran llamados así porque andaban alrededor de las casas, en las ciudades y aldeas bajo pretexto de vengar las injurias, reparar las injusticias y restablecer la igualdad entre los hombres.

Se llamaban a sí mismos agonistici o "soldados de Cristo", y San Agustín los consideraba ladrones y peores que los bárbaros. Fueron a un tiempo antirromanos y anticatólicos.

Ponían en libertad a los esclavos sin el consentimiento de sus patronos, declaraban solventes a los deudores y cometían mil desórdenes. Makide y Faser fueron los jefes de estos bandidos entusiastas. Al principio llevaban palos que llamaban palos o bastones de Israel, por alusión a los que los israelitas debían tener en la mano al comer el cordero pascual. Después usaron armas para oprimir a los católicos. Donato los llamaba los jefes de los santos y ejercía por su medio venganzas horribles.

Un falso celo de martirio les impulsó a darse la muerte; los unos se precipitaron desde lo alto de las rocas o se arrojaron al fuego, otros se degollaron. Los obispos, no estando en disposición de contener por sí solos estos excesos de furor, se vieron obligados a implorar la autoridad de los magistrados. Se enviaron soldados a los parajes en que acostumbraban a reunirse los días de mercado público. Hubo muchos muertos de entre ellos, los cuales fueron honrados como mártires por los demás. Las mujeres imitaron la barbarie de los circunceliones. Se vieron muchas que, a pesar de su embarazo, se arrojaron por los precipicios. Véase San Agustín, Baronio, Prateolo, Filastro, etc.



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