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San Agustín



28 de agosto (Occidente)
15 de junio (Oriente)
5 de mayo (conversión de san Agustín vetus ordo)

Agustín de Hipona (en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis), conocido también como san Agustín (Tagaste, 13 de noviembre del 354-Hipona, 28 de agosto del 430),[1]​ fue un escritor, teólogo y filósofo cristiano. Después de su conversión, fue obispo de Hipona, al norte de África y dirigió una serie de luchas contra las herejías de los maniqueos, los donatistas y el pelagianismo.

El «Doctor de la Gracia» fue el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y, según Antonio Livi, uno de los más grandes genios de la humanidad.[2]​ Autor prolífico,[3]​ dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología, siendo Confesiones y La ciudad de Dios sus obras más destacadas.

Es venerado como santo por varias comunidades cristianas, como la Iglesia católica, ortodoxa, oriental y anglicana. La Iglesia católica lo considera Doctor de la Iglesia, por sus aportes a la doctrina católica y Padre Latino de la Iglesia, junto con el teólogo Jerónimo de Estridón. Su fiesta litúrgica se celebra el 15 de junio y el 28 de agosto.

San Agustín nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, una antigua ciudad en el norte de África sobre la que se asienta la actual localidad argelina de Souk Ahras, situada entonces en Numidia, una de las provincias del Imperio romano. Los eruditos generalmente están de acuerdo en que Agustín y su familia eran bereberes, un grupo étnico indígena del norte de África.[4][5][6]

Agustín y su familia estaban fuertemente romanizados, y hablaban solo latín en casa como una cuestión de orgullo y dignidad.[4]​ Sin embargo Agustín deja alguna información sobre la conciencia de su herencia africana. Por ejemplo, se refiere a Apuleyo como "el más notorio de nosotros los africanos"[4][7]

Su padre, llamado Patricio, era un pequeño propietario pagano y su madre, la futura santa Mónica, es puesta por la Iglesia como ejemplo de mujer cristiana, de piedad y bondad probadas, madre abnegada y preocupada siempre por el bienestar de su familia, aun bajo las circunstancias más adversas.[8]

Mónica le enseñó a su hijo los principios básicos de la religión cristiana y al ver cómo el joven Agustín se separaba del camino del cristianismo se entregó a la oración constante en medio de un gran sufrimiento. Años más tarde Agustín se llamará a sí mismo «el hijo de las lágrimas de su madre».[9]​ En Tagaste, Agustín comenzó sus estudios básicos, y posteriormente su padre lo envió a Madaura a realizar estudios de gramática.[10]

Agustín destacó en el estudio de las letras. Mostró un gran interés hacia la literatura, especialmente la griega clásica y poseía gran elocuencia.[11]​ Sus primeros triunfos tuvieron como escenario Madaura y Cartago, donde se especializó en gramática y retórica.[10]​ Durante sus años de estudiante en Cartago desarrolló una irresistible atracción hacia el teatro. Al mismo tiempo, gustaba en gran medida de recibir halagos y la fama, que encontró fácilmente en aquellos primeros años de su juventud. Durante su estancia en Cartago mostró su genio retórico y sobresalió en concursos poéticos y certámenes públicos. Aunque se dejaba llevar por sus pasiones, y seguía abiertamente los impulsos de su espíritu sensual, no abandonó sus estudios, especialmente los de filosofía. Años después, el mismo Agustín hizo una fuerte crítica sobre esta etapa de su juventud en su libro Confesiones.

A los diecinueve años, la lectura de Hortensius de Cicerón despertó en la mente de Agustín el espíritu de especulación y así se dedicó de lleno al estudio de la filosofía, ciencia en la que sobresalió. Durante esta época el joven Agustín conoció a una mujer con la que mantuvo una relación estable de catorce años y con la cual tuvo un hijo: Adeodato.

En su búsqueda incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasó de una escuela filosófica a otra sin que encontrara en ninguna una verdadera respuesta a sus inquietudes. Finalmente abrazó el maniqueísmo creyendo que en este sistema encontraría un modelo según el cual podría orientar su vida. Varios años siguió esta doctrina y finalmente, decepcionado, la abandonó al considerar que era una doctrina simplista que apoyaba la pasividad del bien ante el mal.[11]

Sumido en una gran frustración personal decidió, en 383, partir para Roma, la capital del Imperio romano. Su madre quiso acompañarle, pero Agustín la engañó y la dejó en tierra (cf. Confesiones 5,8,15).

En Roma enfermó de gravedad. Tras restablecerse, y gracias a su amigo y protector Símaco, prefecto de Roma, fue nombrado magister rhetoricae en Mediolanum, la actual Milán.

Agustín, como maniqueo y orador imperial en Milán[12]​ era el rival en oratoria del obispo Ambrosio de Milán.

Fue en Milán donde se produjo la última etapa antes de la conversión de Agustín al cristianismo.

Empezó a asistir como catecúmeno a las celebraciones litúrgicas del obispo Ambrosio, quedando admirado de sus prédicas y su corazón. Fue Ambrosio de Milán quien le hizo conocer los escritos de Plotino y las epístolas de Pablo de Tarso. Por medio de estos escritos se convirtió al cristianismo.

Entonces decidió romper definitivamente con el maniqueísmo.

Esta noticia llenó de gozo a su madre, que había viajado a Italia para estar con su hijo, y que se encargó de buscarle un matrimonio acorde con su estado social y dirigirle hacia el bautismo. En vez de optar por casarse con la mujer que Mónica le había buscado, decidió vivir en ascesis; decisión a la que llegó después de haber conocido los escritos neoplatónicos gracias al sacerdote Simpliciano y al filósofo Mario Victorino, pues Los platónicos le ayudaron a resolver el problema del materialismo y el del mal.

El obispo Ambrosio le ofreció la clave para interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la Biblia la fuente de la fe. Por último, la lectura de los textos de san Pablo le ayudó a Agustín a solucionar el problema de la mediación —vinculado al de la Comunión de los Santos— y al de la Gracia divina. Según cuenta el mismo Agustín, la crisis decisiva previa a la conversión, se dio estando en el jardín con su amigo Alipio, reflexionando sobre el ejemplo de Antonio, oyó la voz de un niño de una casa vecina que decía

y entendiéndolo como una invitación divina, cogió la Biblia, la abrió por las cartas de san Pablo y leyó el pasaje.[13]

En 385 Agustín se convirtió al cristianismo.[17]

En 386 se consagró al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su cátedra y se retiró con su madre y unos compañeros a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse por completo al estudio y a la meditación.

El 24 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad, fue bautizado en Milán por el santo obispo Ambrosio. Ya bautizado, regresó a África, pero antes de embarcarse, su madre Mónica murió en Ostia, el puerto cerca de Roma.[18]

Cuando llegó a Tagaste, Agustín vendió todos sus bienes y el producto de la venta lo repartió entre los pobres. Se retiró con unos compañeros a vivir en una pequeña propiedad para hacer allí vida monacal. Años después esta experiencia fue la inspiración para su famosa Regla. A pesar de su búsqueda de la soledad y el aislamiento, la fama de Agustín se extendió por todo el país.

En 391 viajó a Hipona (Hippo Regius, la moderna Annaba, en Argelia) para buscar a un posible candidato a la vida monástica, pero durante una celebración litúrgica fue elegido por la comunidad para que fuese ordenado sacerdote, a causa de las necesidades del obispo Valerio de Hipona. Agustín aceptó, tras resistir, esta elección, si bien con lágrimas en sus ojos. Algo parecido sucedió cuando se le consagró como obispo en el 395. Entonces abandonó el monasterio de laicos y se instaló en la casa episcopal, que transformó en un monasterio de clérigos.

La actividad episcopal de Agustín fue enorme y variada. Predicó y escribió incansablemente, polemizó con aquellos que iban en contra de la ortodoxia de la doctrina cristiana de aquel entonces, presidió concilios y resolvió los problemas más diversos que le presentaban sus fieles. Se enfrentó a maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas, académicos, etc. Participó en los concilios regionales III de Hipona del 393, III de Cartago del 397 y IV de Cartago del 419, en los dos últimos como presidente y en los cuales se sancionó definitivamente el Canon bíblico que había sido hecho por el papa Dámaso I en Roma en el Sínodo del 382.

Ya como obispo, escribió libros que lo posicionan como uno de los cuatro principales Padres de la Iglesia latinos. La vida de Agustín fue un claro ejemplo del cambio que logró con la adopción de un conjunto de creencias y valores.

Agustín murió en Hipona el 28 de agosto de 430 durante el sitio al que los vándalos de Genserico sometieron la ciudad durante la invasión de la provincia romana de África. Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia 725, a Pavía, a la basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, donde reposa hoy.

Una tradición medieval, que recoge la leyenda, inicialmente narrada sobre un teólogo, que más tarde fue identificado como san Agustín, cuenta la siguiente anécdota: cierto día, san Agustín paseaba por la orilla del mar, junto a la playa, dando vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De pronto, al alzar la vista ve a un hermoso niño, que está jugando en la arena. Le observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un hoyo. El niño hace esto una y otra vez, hasta que Agustín, sumido en una gran curiosidad, se acerca al niño y le pregunta: «¿Qué haces?» Y el niño le responde: «Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». Y san Agustín dice: «¡Pero, eso es imposible!». A lo que el niño le respondió: «Más difícil es que llegues a entender el misterio de la Santísima Trinidad».

La leyenda se inspira al menos en la actitud de Agustín como estudioso del misterio de Dios.[19]

Agustín, predispuesto por la fe materna, se aproxima al texto bíblico pero es su mente la que no consigue penetrar en su interior. Dicho en otras palabras, la fe no es suficiente para acceder a las profundidades de la revelación de las Escrituras.[20]​ A los diecinueve años, se pasó al racionalismo y rechazó la fe en nombre de la razón. Sin embargo, poco a poco fue cambiando de parecer hasta llegar a la conclusión de que razón y fe no están necesariamente en oposición, sino que su relación es de complementariedad.[21]​ La fe constituye una condición inicial y necesaria para penetrar en el misterio del cristianismo, pero no una condición final y suficiente. Es necesaria la razón. Según él, la fe es un modo de pensar asintiendo, y si no existiese el pensamiento, no existiría la fe. Por eso la inteligencia es la recompensa de la fe. La fe y la razón son dos campos que necesitan ser equilibrados y complementados.[21]

Para realizar con éxito la operación de conciliación entre las dos es indispensable concretar sus características, su ámbito de aplicación y la jerarquización (la fe gana frente la razón, ya que está apoyada por Dios) que se establece entre ellas. Como en muchas otras ocasiones, es en el texto bíblico donde Agustín encuentra el punto de partida para fundamentar su posición.

Comentando un fragmento del evangelio de Juan (17,3), Agustín dice:

Esta postura se sitúa entre el fideísmo y el racionalismo. A los racionalistas les respondió: Crede ut intelligas («cree para comprender») y a los fideístas: Intellige ut credas («comprende para creer»). San Agustín quiso comprender el contenido de la fe, demostrar la credibilidad de la fe y profundizar en sus enseñanzas.

Agustín de Hipona anticipa a Descartes al sostener que la mente, mientras que duda, es consciente de sí misma: si me engaño existo (Si enim fallor, sum). Como la percepción del mundo exterior puede conducir al error, el camino hacia la certeza es la interioridad (in interiore homine habitat veritas) que por un proceso de iluminación se encuentra con las verdades eternas y con el mismo Dios que, según él, está en lo más íntimo de cada uno.

Las ideas eternas están en Dios y son los arquetipos según los cuales crea el cosmos. Dios, que es una comunidad de amor, sale de sí mismo y crea por amor mediante rationes seminales, o gérmenes que explican el proceso evolutivo que se basa en una constante actividad creadora, sin la cual nada subsistiría. Todo lo que Dios crea es bueno, el mal carece de entidad, es ausencia de bien y fruto indeseable de la libertad del hombre.

San Agustín expresa de manera paradójica la perplejidad que le genera la noción de tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si debo explicarlo ya no lo sé».[22]​ A partir de esta perplejidad, ensaya una fecunda reflexión ontológica sobre la naturaleza del tiempo y su relación con la eternidad. El hecho que el Dios cristiano sea un Dios creador pero no creado se desprende que su naturaleza temporal es radicalmente distinta de la de sus criaturas. De acuerdo con la respuesta que dio a Moisés, Dios se define a sí mismo como:

Decir esto equivale a definirse a sí mismo prescindiendo de cualquier calidad, lo que equivale a prescindir del cambio. Por lo tanto Dios está fuera del tiempo mientras que los seres humanos son entidades estructuralmente temporales.[23]

Influido por el neoplatonismo, Agustín separa el mundo de Dios (eterno, perfecto e inmutable), del de la creación (dominado por la materia y el paso del tiempo, y por tanto mutable). Su análisis le lleva a la asimetría del tiempo. Esa asimetría procede del hecho de que todo aquello que ya ha pasado nos es conocido porque lo hemos experimentado y nos es fácil rememorarlo de forma presente, algo que no sucede con un futuro que está por acontecer. Para san Agustín, Dios creó el tiempo ex nihilo a la par que el mundo[23]​ y sometió su creación al discurrir de ese tiempo, de ahí que todo en ella tenga un principio y un fin. Él, en cambio, está fuera de todo parámetro temporal.[20][24]

Agustín rechaza la identificación de tiempo y movimiento. Aristóteles define el tiempo como un recurso aritmético para medir un movimiento. Agustín sabe que el tiempo es duración, pero no acepta que esta se identifique con un movimiento espacial. La duración tiene lugar en nuestro interior y es fruto de la capacidad para prever, ver y recordar los hechos del futuro, presente y pasado.[20]​ Agustín llega a la conclusión de que la sede del tiempo y de su duración es el espíritu. Es en el espíritu que se hace efectiva la sensación de duración (larga o corta), de discurrir del tiempo, y es en el espíritu donde se mide y compara la duración del tiempo. Lo que se llama futuro, presente y pasado no son sino expectación, atención y recuerdo del espíritu, que tiene la facultad de prever aquello que llegará, fijarse en él cuando llega y conservarlo en el recuerdo una vez ha pasado.

Agustín enseñó que el pecado de Adán y Eva era un acto de insensatez seguido de orgullo y desobediencia a Dios. La primera pareja desobedeció a Dios, quien les había dicho que no comieran del Árbol del conocimiento del bien y del mal (Gen 2:17).[25]​ El árbol era un símbolo del orden de la creación. El egocentrismo hizo que Adán y Eva comieran de él, por lo que no reconocieron ni respetaron el mundo tal como fue creado por Dios, con su jerarquía de seres y valores.

No habrían caído en el orgullo y la falta de sabiduría, si Satanás no hubiera sembrado en sus sentidos "la raíz del mal". Su naturaleza estaba herida por la concupiscencia o la libido, que afectaba la inteligencia y la voluntad humana, así como los afectos y deseos, incluido el deseo sexual.[26]​ Agustín utilizó el concepto estoico de las pasiones de Cicerón para interpretar la doctrina de Pablo del pecado original y la redención.[27]

Algunos autores perciben la doctrina de Agustín como dirigida contra la sexualidad humana y atribuyen su insistencia en la continencia y la devoción a Dios como resultado de la necesidad de Agustín de rechazar su propia naturaleza altamente sensual como se describe en las Confesiones.[28]​ Agustín declaró que "para muchos, la abstinencia es más fácil que la perfecta moderación".[29]

Su sistema de gracia y predestinación prevaleció durante muchos siglos, aunque no sin una fuerte oposición, y sufrió, a través de una elaboración escolástica, cambios sustanciales para salvar el libre albedrío; y finalmente reapareció en la concepción de la vida espiritual modelada por Lutero y los otros maestros de la Reforma.[30]

Cuando Agustín nació, no habían pasado ni cincuenta años desde que Constantino I había legalizado el culto cristiano. Tras la implantación del cristianismo como religión oficial del imperio por Teodosio I el Grande surgieron múltiples interpretaciones de los evangelios.

Según Agustín, la herejía es la mala comprensión de la fe, por lo que es un problema de carácter racional, aunque no todo error lo es. En su tratado Herejías distingue 88, pero las principales que tuvo que lidiar fueron: el maniqueísmo, el donatismo, el pelagianismo y el arrianismo.

La filosofía de la historia de Agustín describe un proceso que afecta a todo el género humano. Se trata de una historia universal constituida por una serie de eventos sucesivos que avanzan hacia un fin mediante la providencia divina.[31]

Asimismo, describe los diferentes momentos de la historia: en primer lugar, la creación, seguida por la caída provocada por el pecado original, en el que el demonio introduce la degradación en el mundo: Dios ofrece el paraíso, pero el individuo escoge hacer un mal uso de su libertad, desobedeciéndolo. Le sigue el anuncio de la revelación, y la encarnación del hijo de Dios. La última etapa se logra por la redención del individuo por la Iglesia, que es la sexta de las edades del ser humano.

A diferencia de la concepción cíclica del tiempo y de la historia característica de la filosofía griega, Agustín basa su representación de la historia en una concepción literal, progresiva y finalista del tiempo. La historia ha tenido un inicio y tendrá un fin en el Juicio final y que se divide en seis edades, inspirándose en los seis días que usó Dios para realizar la creación: las Seis edades del mundo, delimitadas por la creación del mundo, el diluvio universal, la vida de Abraham, el reinado de David (o la construcción del templo de Jerusalén, por Salomón), la cautividad en Babilonia y, por último, el nacimiento de Cristo, que inaugura la sexta edad. Esta última se prolonga hasta la segunda venida del Mesías para juzgar a los hombres en el final de los tiempos.[23]​ La humanidad ha comenzado una nueva etapa, en la que el Mesías ha venido, y ha dado la esperanza de la resurrección: con Cristo, termina el humano antiguo, y se inicia la renovación espiritual en el humano nuevo. La consumación de la historia sería llegar al fin sin fin: la vida eterna, en el que reinará la paz, y no habrá ya más lucha. Nadie mandará sobre nadie, y se acabarán las luchas internas. Su tesis es que desde la venida de Cristo se vive en la última edad, pero la duración de esta solo Dios la conoce.

San Agustín intenta demostrar que se debe conciliar la libertad humana con la intervención de Dios, que no coacciona al individuo, sino que la ayuda. La acción del individuo ejerce con libertad, enmarcando la moral individual en una moral comunitaria. El proceso histórico del ser humano se puede explicar mediante la lucha dialéctica, el conflicto, entre las dos ciudades del mundo, que llegarán al final a la armonía.[cita requerida]

La ciudad de Dios es uno de los libros más importantes del pensador. Es principalmente una obra teológica pero también de profunda filosofía. La primera parte del libro busca refutar las acusaciones paganas de que la Iglesia y el cristianismo tuvieron la culpa de la decadencia del Imperio Romano y más particularmente del saqueo de Roma. Predice el triunfo de un Estado cristiano sostenido por la Iglesia y defiende la teoría de que la historia tiene sentido, es decir, que existe la Providencia divina para las naciones y para los individuos.

Conforme avanza el libro, se convierte en un vasto drama cósmico de la creación, caída, revelación, encarnación y eterno destino. Según Agustín, las visiones de clase y nacionalidad eran triviales comparadas con la clasificación que en verdad importa: si uno pertenece al «pueblo de Dios».[33]

Desde la creación, en la historia coexisten la «ciudad terrenal» (Civitas terrea), volcada hacia el egoísmo; y la «ciudad de Dios» (Civitas Dei), que se va realizando en el amor a Dios y la práctica de las virtudes, en especial, la caridad y la justicia. Ni Roma ni ningún Estado es una realidad divina o eterna, y si no busca la justicia se convierte en un magno latrocinio. La ciudad de Dios, que tampoco se identifica con la Iglesia del mundo presente, es la meta hacia donde se encamina la humanidad y está destinada a los justos.[20]

La división agustiniana en dos ciudades (y dos ciudadanías) influirá de forma decisiva sobre la historia del Occidente medieval, marcado por lo que se ha dado en llamar el «agustinismo político». El cristiano que se siente llamado a ser habitante de la ciudad de Dios y que ordena su vida de acuerdo con el amor Dei no puede evitar ser a la vez ciudadano de un pueblo concreto. Sea cual sea este pueblo, no podrá identificarse nunca de forma plena con la ideal ciudad de Dios, motivo por el que el cristiano permanecerá estructuralmente escindido entre dos ciudadanías: una de carácter estrictamente político, que es la que lo vincula con una ciudad o un estado concreto; y otra que no puede dejar de ser parcialmente política, pero que en buena parte es también espiritual.[34]

La teoría de las dos ciudades plantea cómo ha de vivir el cristiano: debe tener la vista puesta en el fin último de la plena ciudadanía celestial, pero sin olvidar, a la vez, dar un sentido a su paso por esta vida terrestre, visto que la historia no parece que tenga que llegar de inmediato a su fin.[20]

Teológicamente, La ciudad de Dios es un trabajo muy importante según su visión de la historia de la salvación y por haber dado cuerpo a las doctrinas clave del cristianismo como la creación, el pecado original, la gracia de Dios, la resurrección, el cielo y el infierno.

Filosóficamente, por mostrar cómo la filosofía sirve de valor para construir una visión exhaustiva del cristianismo, como por proveer un marco general dentro de la que se hizo la mayor parte de la filosofía política en el Occidente cristiano con una visión utópica,[33]​ de forma que influyó en escritores cristianos como Bossuet, Fénelon, De Maistre, Donoso Cortés etcétera.

A san Agustín le interesaba especialmente el «problema del mal», atribuido a Epicuro, quien había afirmado: «Si Dios puede, sabe y quiere acabar con el mal, ¿por qué existe el mal?». Este hecho fundamental se convierte en un argumento contra la existencia de Dios, todavía usado por ateos y críticos de las religiones. Las respuestas ante el argumento que intentan demostrar racionalmente la coherencia de la existencia del mal y Dios en el mundo, se llaman teodicea.

Agustín dio varias respuesta a esta cuestión en base al libre albedrío y la naturaleza de Dios:

El concepto del amor son centrales en la doctrina teológica cristiana que alude al núcleo temático relacionado con la figura de Cristo. El concepto de Amor en San Agustín es tan preponderante que ha sido objeto de estudio por parte de ilustres figuras intelectuales como Hannah Arendt. Para san Agustín

También Agustín formuló un versión propia de la cita bíblica "ama al prójimo como a ti mismo" de la siguiente forma:

Que traducido significa "Con amor a la humanidad y odio a los pecados", a menudo citado como "ama al pecador pero no al pecado".[29]​ Agustín dirigió a muchos clérigos bajo su autoridad en Hipona para liberar a sus esclavos "como un acto de piedad".[39]​ San Agustín también dijo:

Para el santo, Dios creó a los seres humanos para Él, y por ello los seres humanos no van a estar plenos hasta que descansen en Dios. Como para otros Padres de la Iglesia, para Agustín de Hipona la ética social implica la condena de la injusticia de las riquezas y el imperativo de la solidaridad con los desfavorecidos


San Agustín era insistente en la idea de justicia. Upton Sinclair cita a Agustín en The Cry for Justice, una recopilación de citas contra la injusticia social:[40]

Agustín de Hipona defendió asimismo el bien de la paz y procuró promoverla

En La ciudad de Dios, san Agustín ataca la tradición romana, incluidos mitos como el de Lucrecia, una dama que, tras ser violada por el hijo del último rey de Roma, se suicidó clavándose un puñal. Para los romanos, Lucrecia era el más digno modelo de integridad moral. No para Agustín, quien considera que su muerte añadió un crimen a otro crimen, pues «quien se mata, mata a un hombre y, por tanto, contraviene la ley divina».[20]

Agustín en varios momentos de sus obras dedicará atención a la mentira. En Sobre la mentira, clasificó las mentiras como dañosa o jocosa, y distingue al mentiroso (quien disfruta con la mentira) del embustero (lo hace en ocasiones sin querer o para agradar).[41]​ Al igual que Kant, no considera lícito mentir para salvar la vida de una persona.[42]

A medida que fue aumentando la influencia de la Iglesia, su relación con el Estado se tornó conflictiva. Uno de los primeros filósofos políticos que trató este tema fue Agustín de Hipona en su intento de integrar la filosofía clásica en la religión. Recibió la poderosa influencia de los escritos de Platón y Cicerón, que también fueron el fundamento de su pensamiento político.

Como ciudadano de Roma, creía en la tradición de un Estado obligado por leyes, pero como humanista coincidía con Aristóteles y Platón en que el objetivo del Estado es facilitar que su pueblo lleve una vida buena y virtuosa. Para un cristiano esto significaba vivir según las leyes divinas sancionadas por la Iglesia. Agustín pensaba que en la práctica son pocas las personas que viven según esas leyes y que la mayoría vive en pecado. Distinguía entre la ciudad de Dios y la ciudad terrenal. En esta última predominaba el pecado.

Para san Agustín, un modelo teocrático bajo la influencia de la Iglesia sobre el Estado es la única forma de asegurar que las leyes terrenales se dicten con referencia las divinas, lo que permite que la gente viva en la ciudad de Dios, ya que "una ley injusta no es ninguna ley en absoluto".[43]

Disponer de esas leyes justas es lo que distingue un estado de una banda de ladrones. Sin embargo, Agustín señala además que incluso en una ciudad terrenal pecadora, la autoridad del Estado es capaz de asegurar el orden por medio de las leyes y que todos tenemos motivos para desear el orden.

La insistencia en la justicia con sus raíces en la doctrina cristiana también la aplicó San Agustín a la guerra. Consideraba que toda guerra es malvada y que atacar y saquear a otros estados es injusto, pero aceptaba que existe una «guerra justa» librada por una causa justa, como defender el Estado de una agresión o restaurar la paz, si bien hay que recurrir a ella con remordimientos y como último recurso.[44]​ En Contra Fausto justifica la violencia como «mal necesario» para hacer volver a herejes y paganos al camino recto de la fe, argumento que será utilizado a partir del siglo IX por el papado para legitimar la lucha contra los infieles dando origen, posteriormente, a fenómenos como las cruzadas o la Inquisición.[45]

San Agustín tiene gran importancia en la historia de la cultura de Europa. Sus Confesiones suponen un modelo de biografía interior para muchos autores, que van a considerar la introspección como elemento importante en la literatura. Concretamente, Petrarca fue un gran lector del santo: su descripción de los estados amorosos enlaza con ese interés por el mundo interior que encuentra en san Agustín. Descartes descubrió la autoconciencia, que señaló el inicio de la filosofía moderna, copiando su principio fundamental (cogito ergo sum/pienso luego existo) no literalmente pero sí en cuanto al sentido, de san Agustín (si enim fallor, sum/si me equivoco, existo: De civ. Dei 11, 26).

Por otro lado, san Agustín va a ser un puente importante entre la antigüedad clásica y la cultura cristiana. El especial aprecio que tiene por Virgilio y Platón va a marcar fuertemente los siglos posteriores.

Dos son las principales escuelas del pensamiento filosófico y teológico católico: la platónico-agustiniana y la aristotélico-tomista. La Edad Media, hasta el siglo XIII y el redescubrimiento de Aristóteles, va a ser platónica-agustina.

La concepción de la historia de Agustín es similar a la concepción de la historia marxista, donde al terminar la lucha de clases se alcanzará el estado de paz que ha de suponer el comunismo.

El filósofo Bertrand Russell quedó impresionado por la meditación de Agustín sobre la naturaleza del tiempo en las Confesiones, comparándola favorablemente con la versión de Kant:

Los análisis y críticas de Agustín aún son vigentes, pues filósofos contemporáneos como Hannah Arendt y Jacques Derrida se orientan, en sus reflexiones, por el autor de la Ciudad de Dios.[41]

Según el científico Roger Penrose, san Agustín tuvo una «intuición genial» acerca de la relación espacio-tiempo, adelantándose 1500 años a Albert Einstein y a la teoría de la relatividad cuando Agustín afirma que el universo no nació en el tiempo, sino con el tiempo, que el tiempo y el universo surgieron a la vez.[47]​ Esta afirmación de Agustín también es rescatada por el colega de Penrose, Paul Davies.

Agustín, quien tuvo contacto con las ideas del evolucionismo de Anaximandro, sugirió en su obra La ciudad de Dios que Dios pudo servirse de seres inferiores para crear al hombre al infundirle el alma, defendía la idea de que a pesar de la existencia de Dios, no todos los organismos y lo inerte salían de Él, sino que algunos sufrían variaciones evolutivas en tiempos históricos a partir de creaciones de Dios.[48]

San Agustín fue un autor prolífico que dejó una gran cantidad de obras, elaboradas desde el 386 hasta el 419, tratando temas diversos. Algunas de ellas son:[49]

Escribe contra los maniqueos, los donatistas, los pelagianos, el arrianismo y contra herejías en general.

El extenso epistolario agustiniano prueba su celo apostólico. Sus cartas son muy numerosas y a veces extensas. Fueron escritas desde el 386 al 430. Se pueden haber conservado unas 800.



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