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Espíritu del 12 de febrero



El Espíritu del 12 de febrero fue un programa tímidamente reformista que protagonizó Carlos Arias Navarro, presidente del último gobierno de Francisco Franco en España. Se tomó como nombre la fecha de un discurso pronunciado en esa fecha de 1974 ante las Cortes Españolas, cuyo punto más importante fue el de asociacionismo político, que se debería concretar posteriormente.

Hechos posteriores, como la conocida Revolución de los claveles de Portugal (abril de 1974), hicieron que Arias Navarro se replanteara el nuevo estatuto de asociacionismo, de forma que nunca se llevó a cabo su apertura real, dejándolo prácticamente como estaba: Las "asociaciones políticas" previstas deberían tener un mínimo de 25.000 afiliados y una presencia en al menos quince provincias.

El nuevo ministro, José García Hernández, era, como Arias, excolaborador del general Camilo Alonso Vega. El antiguo ministro de Trabajo, el falangista Licinio de la Fuente, proveniente del gobierno de Carrero Blanco, fue conservado en su puesto, lo que hacía prever el mantenimiento de las tesis próximas al nacionalsindicalismo en las relaciones laborales. En concreto, Arias conservó a ocho ministros de Carrero Blanco e introdujo o reintrodujo a cierto número de burócratas falangistas de la línea dura. Prácticamente, la única concesión a la modernidad, y que en su día pareció pequeña, fue la conservación de Antonio Barrera de Irimo, expresidente, tiempo atrás de la Compañía Telefónica Nacional de España, en el cargo de ministro de Hacienda.

Para sorpresa de prácticamente toda la clase política, la primera declaración sobre la política que había que seguir fue relativamente liberal. Su celebrado discurso del 12 de febrero de 1974 echó las bases para una apertura controlada, al hablar de una participación política más amplia para todos los españoles, aunque dentro de los límites del orden más estricto.

Un plan limitado preveía la elección, frente al nombramiento gubernamental, de los alcaldes y altos funcionarios locales. El número de diputados electos en las Cortes sería incrementado de un 17 a un 35 por 100. Los sindicatos verticales serían dotados de un mayor poder de concertación. Se prometió la creación de asociaciones políticas, pero no de partidos políticos. No era mucho y, además, en los siguientes dos años todo aquello iba a ser reducido a la nada por el sector conocido como el búnker, el más inmovilista del régimen. Con todo, se trató de la declaración más liberal nunca efectuada por un ministro de Franco. Al principio, la declaración tuvo su traducción en la actitud menos represiva hacia la prensa y los editores, adoptada por Pío Cabanillas, ministro de Información. Ello, unido a un aumento de la tolerancia con los sectores más moderados de la oposición, dio lugar a cierto optimismo.

Sea como fuere, el gobierno de Arias osciló entre las promesas de liberalización y la más violenta represión. Con la salud de franco ya en crisis se percibía una cierta sensación de pánico. Arias se daba cuenta de que la liberalización era algo que debía hacerse, pero, enfrentado al malestar obrero y estudiantil y ante el aumento del problema terrorista, adoptó medidas aún más duras. En parte esto era instintivo, pero en este caso ello era expresión del éxito del 'búnker' en manipular las reacciones reflejas del casi acabado Franco.

Mientras el Caudillo siguió con vida, la vieja guardia del 'búnker' continuó siendo muy poderosa y capaz de movilizarse contra las reformas, apelando a los valores de la guerra civil. Esto hizo insostenible la postura de Arias. Su tarea era la de intentar ajustar las formas políticas del régimen a la nueva situación socioeconómica. En plena crisis energética esto se convertía en un reto imposible. Además de los problemas derivados de la urgencia de cubrir sus propias necesidades energéticas, España padecía las graves consecuencias de la crisis del petróleo. La consiguiente recesión a nivel europeo iba a costarle caro pronto en lo que hacia a una de sus principales fuentes de divisas extranjeras: el turismo y las remesas de los trabajadores emigrantes. La perspectiva de un aumento del desempleo y de un bajón del nivel de vida anticipaba un paralelo aumento de la militancia obrera, por lo que una reforma política limitada pareció ser una concesión sensata, con el fin de evitar problemas más serios a toda la estructura de poder en España. Por desgracia para Arias, el hecho de necesitar aplacar constantemente al 'búnker', le obligó a adoptar medidas que tuvieron un efecto contrario y que destruyeron su credibilidad.

Dos semanas después del discurso del 12 de febrero, Arias se vio obligado a probar que el nuevo espíritu manifestado en su declaración no le impediría defender los valores fundamentales del franquismo.

Después de la muerte de Carrero se produjo una breve tregua con la Iglesia. Arias había hablado de un nuevo entendimiento y se había enviado una delegación al Vaticano, en un intento de mejorar las relaciones con la Santa Sede. Sin embargo, el 24 de febrero el obispo de Bilbao, monseñor Antonio Añoveros Ataún, publicó una pastoral en la que se hacía un llamamiento para que se reconociese la identidad cultural y lingüística del pueblo vasco. Decir esto, poco después del asesinato de Carrero Blanco por los miembros de ETA, era más de lo que la extrema derecha podía tolerar. Añoveros fue acusado de lanzar ataques subversivos contra la unidad nacional. Arias se plegó a las presiones y condenó a Añoveros y a su vicario general, monseñor Ubieta López, a arresto domiciliario. Poco después, las esperanzas de una reconciliación con la Iglesia fueron barridas por un torpe intento de expulsar a Añoveros de España. El obispo se negó a abandonar el país, alegando que solo lo haría bajo órdenes directas del Papa. Una expulsión forzada sería considerada una violación del Concordato y traería consigo la excomunión de todo católico que pusiera las manos encima al obispo. El asunto atrajo mucha expectación y se convirtió en cuestión extremadamente delicada para el Gobierno español. Arias se vio forzado, al final, a proceder a una humillante retirada, y tras haber logrado solo acelerar la retirada de la Iglesia de la órbita de las fuerzas del régimen.

El golpe dado a la credibilidad del llamado espíritu del 12 de febrero acabó de completarse poco después con una nueva prueba de que Franco y el 'búnker' no se hallaban dispuestos, en absoluto, a hacer concesión alguna que pudiera interpretarse como debilidad. El 1 de marzo, Franco se negó a conmutar la pena de muerte a que había sido condenado el anarquista catalán Salvador Puig Antich. Fue ejecutado a garrote vil al día siguiente, ante el clamor internacional.

Esto no hizo más que exacerbar la mentalidad de cerco del 'búnker'; la derrota de Amintore Fanfani en el referéndum sobre el divorcio en Italia, la caída del régimen de los coroneles griegos y, poco después, en abril de 1974, la revolución portuguesa, contribuyeron ulteriormente a endurecer su inmovilismo. El proceso se intensificó debido a las numerosas figuras del régimen, de mente más abierta, que consideraban que había llegado ya el momento de abrirse a la izquierda, que por su parte celebraba los acontecimientos de Portugal.

Como resultado, el 28 de abril, José Antonio Girón publicó una airada arremetida contra Pío Cabanillas -responsable de la relajación de la censura- y contra el otro miembro del gobierno relativamente liberal, Barrera de Irimo. El "Gironazo", publicado en Arriba, fue acompañado de denuncias virulentas del Gobierno por parte de Blas Piñar.[1]​ La ofensiva verbal fue acompañada asimismo por una serie de triunfos tangibles. El 13 de junio el jefe del Estado Mayor, el general liberal Díez Alegría, fue destituido como castigo tras una visita a Rumanía. El 15 de junio, cuando Arias anunciaba su plan para la asociaciones políticas, simultáneamente se declaró que éstas no deberían alterar el papel del Movimiento ni el espíritu del régimen.



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