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Faustino Ansay



Faustino Ansay (o Anzay) (n. Zaragoza, España, 1765 - † íd., 1840), militar español, que ejerció cargos públicos en la actual Argentina en los últimos años de la etapa colonial, y que pasó largos años prisionero de los independentistas argentinos.

Llegó a Buenos Aires en 1794, con el grado de alférez, y más tarde prestó servicios en Santa Fe.

En 1803 fue nombrado comandante de armas y fronteras de la ciudad de Mendoza y su distrito, que dependían de la intendencia de Córdoba del Tucumán, en tiempos del virrey Joaquín del Pino. En 1808 asumió también el cargo de subdelegado de la Real Hacienda; los dos cargos juntos equivalían al antiguo cargo de teniente de gobernador. No fue un mal gobernante, y fue escrupuloso en la administración de los fondos a su cargo.

Durante las Invasiones Inglesas, por orden del virrey Rafael de Sobremonte, Ansay partió hacia Buenos Aires el 16 de julio de 1806 con un contingente de 600 milicianos del Regimiento de Voluntarios de Caballería de Mendoza,[1]​ llegando hasta el fuerte de San Claudio de Areco, donde recibió prisioneros británicos asignados por el Plan de Internación que Sobremonte amitió el 7 de septiembre de 1806. A fines de 1806 Ansay contrató a Melchor Videla para que en el plazo de 26 días transportara a Buenos Aires trescientos quintales de pólvora en trece carretas y cinco tercios de otra.[2]

En 1810, al llegar la noticia de la Revolución de Mayo, Ansay se manifestó contrario a la misma. Pero los únicos seguidores que tuvo fueron dos funcionarios de la Real hacienda, Joaquín Gómez de Liaño y Torres Arrieta. En un cabildo abierto, que se reunió sin su permiso, los mendocinos decidieron apoyar la Revolución y lo obligaron a entregar las armas a su segundo, el mendocino Isidro Sáenz de la Maza. Retuvo el derecho de conservar el cargo y sueldo que había tenido hasta ese momento, e incluso la atribución de juez en lo contencioso y económico.

Poco después llegaba la orden del gobernador de Córdoba, Juan Gutiérrez de la Concha, ordenándole desconocer la autoridad de la Primera Junta. Entonces se puso en acción: el 29 de junio, reunió un grupo de soldados adictos y atacó de madrugada el cuartel de la ciudad, ocupándolo. En las tropas atacantes figuraban algunos exmilitares británicos, que habían llegado a Mendoza como prisioneros de guerra de las invasiones inglesas, y que se habían quedado a vivir en Mendoza.

Por consejo de Gómez de Liaño, colocó cantones en las azoteas cercanas y piezas de artillería en las bocacalles, decidido a aplastar la reacción de los revolucinarios. Negoció la paz con el cabildo de Mendoza, pero éste no logró que abandonara el cuartel hasta mediados de julio, en que llegó a la ciudad el teniente coronel Juan Bautista Morón, al frente de algunas tropas. Éste lo obligó a rendirse y entregar sus armas, y lo arrestó.

Fue enviado preso a Buenos Aires el 25 de julio, con una reducida escolta. En el camino pensaba fugarse para unirse a la contrarrevolución de Córdoba, pero se cruzó con el coronel José Moldes, nombrado teniente de gobernador de Mendoza por la Junta, que le hizo poner una barra de grillos. Esa crueldad le salvó la vida, porque si se hubiera fugado hubiera terminado fusilado junto con Gutiérrez de la Concha y Liniers. Al llegar a Salto se encontró con el obispo Rodrigo de Orellana, el único sobreviviente, que todavía no podía creer estar vivo.

Al llegar a Buenos Aires, la Junta — por iniciativa de su secretario Mariano Moreno — ordenó su ejecución, junto con Gómez de Liaño y Torres. Pero la intercesión en su favor de José Juan de Larramendi, un comerciante y exfuncionario, muy vinculado en la ciudad. Tras varias gestiones de presión y, posiblemente, de fuertes erogaciones, logró que le fuera conmutada la pena.

Fue condenado a diez años de prisión, que debía cumplir junto con Torres de Liaño en Carmen de Patagones, capital de la Patagonia en ese entonces. El viaje fue larguísimo, a través de tierras de indígenas independientes; llegó a destino a fines de febrero de 1811. Durante los meses siguientes fueron tratados con cordialidad, y sin crueldades inútiles, especialmente porque el grado de aislamiento del lugar no permitía pensar en huidas.

Pero la noticia de que la ciudad Montevideo aún resistía en manos de los realistas los incitó a tratar de huir. En abril de 1812 se pordujo la sublevación de Carmen de Patagones: los prisioneros se apoderaron por la fuerza de un buque de guerra inglés, y con las armas allí encontradas se hicieron apoyar por todos los prisioneros y por la mayor parte de la guarnición, formada casi exclusivamente por soldados castigados y presos comunes. Tomaron el control del pueblo e izaron la bandera española.

En junio llegó un barco porteño, que lograron capturar por medio de un ardid. En ella partió Torres de Liaño, que viajó al Río de la Plata, lanzó un par de cañonazos simbólicos sobre la costa de la ciudad de Buenos Aires y siguió camino hacia Montevideo. Desde allí mandaron a buscar a Ansay, que llegó a Montevideo en septiembre. La villa de Carmen de Patagones estuvo en manos realistas hasta diciembre de 1814, en que fue recuperada por uno de los capitanes del almirante Guillermo Brown, Oliver Russel.

El gobernador Gaspar de Vigodet nombró a Ansay gobernador del cerro de Montevideo, del otro lado de la bahía. Pero la situación de la ciudad era preocupante: pasaban los meses, y el sitio que llevaba adelante el ejército independentista de José Rondeau no se aliviaba. Las frecuentes salidas que hacía Ansay a las afueras, para capturar ganado con el cual alimentar la ciudad, eran cada vez más inútiles. Finalmente, a principios de mayo de 1814, la flota porteña derrotó a la realista en la Campaña Naval de 1814 y cerró el cerco de la ciudad por mar.

Vigodet rindió Montevideo en junio de 1814. Ansay fue tomado prisionero y enviado a Buenos Aires, con otros 300 prisioneros españoles. De allí pasó a Río Cuarto y a Córdoba, en un viaje con muchas escalas de varias semanas cada una. Finalmente llegó a Córdoba, donde se enteró que Chile, su última esperanza, acababa de caer en manos independentistas; corría el mes de marzo de 1817.

Poco después fueron enviados al fortín "Las Bruscas", una isla de colonización blanca en medio de la pampa. Poco después, estando en el lugar Ansay, se fundaría muy cerca de allí la ciudad bonaerense de Dolores. El contingente que llegó a mediados del invierno a ese "campo de concentración a la criolla" tenía más de 500 hombres, porque allí iban también algunos prisioneros de la batalla de Chacabuco.

En realidad, no era difícil escapar de Las Bruscas, un fortín hecho de palos "a pique" y paredes de tierra apisonada. Lo difícil era llegar a algún lado: las lagunas y bañados que la rodean forman una especie de laberinto inmenso, de cientos de kilómetros de radio. A cinco leguas está el río Salado, que sólo unos pocos baqueanos sabían por dónde cruzar. Y por último estaban los indígenas, poco inclinados en general a la clemencia con los viajeros solitarios. Por eso, en cinco años de funcionamiento de esa prisión sin paredes, casi nadie pudo escapar de allí. Cada uno de los presos tuvo que levantar su rancho y, durante tres años, los sufrimientos y carencias que padecieron fueron terribles.

A pesar de cientos de pedidos de que lo trasladaran a Buenos Aires, no lo logró hasta mayo de 1820. En la capital reinaba el caos más absoluto, en medio de la llamada "Anarquía del Año XX: cuando llegó, el gobernador ya no era quien lo había autorizado. En octubre, aprovechando el motín del coronel Manuel Pagola, logró huir a través del Río de la Plata y llegó a Colonia del Sacramento.

La Banda Oriental estaba en manos portuguesas, de modo que no tuvo problemas en conseguir viaje de regreso a España. Pasó por Montevideo, Río de Janeiro, Cádiz y Madrid. Finalmente llegó a su Zaragoza natal, donde esperaba recibir algún tipo de reconocimiento oficial, pero el gobierno del Trienio Liberal no le dio ninguno.

Tras la restauración absolutista del rey Fernando VII escribió unas memorias de sus aventuras para el ministerio de guerra. Inicialmente era un simple relato militar de su carrera, pero con el correr de su escritura lo fue transformando en un relato casi literario de sus desventuras desde la Revolución de Mayo. Resultaron ser una de las pocas fuentes históricas para saber qué se hizo de los prisioneros realistas que fueron cayendo en manos de los patriotas americanos. Fueron publicadas mucho más tarde, y son casi la única fuente para saber algo de la vida de Faustino Ansay.

Murió en Zaragoza en la década de 1840.

La vida y las ideas de Ansay fueron interpretadas por Martín Caparrós en su novela Ansay, o los infortunios de la gloria (1984).



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