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Franquismo sociológico



Franquismo sociológico es una expresión utilizada[1]​ para evidenciar la pervivencia de rasgos sociales propios del franquismo en la sociedad española posterior a la muerte de Francisco Franco (1975) y que continúan hasta la actualidad.

Serían rasgos anacrónicos, no correspondientes al estado de desarrollo económico, social y político de una sociedad moderna (incluso posmoderna), y más propios de una sociedad preindustrial. Se explican por la represión prolongada durante los cuarenta años (1936-1975, otro tópico muy utilizado durante la Transición) y el miedo a la repetición de la Guerra Civil Española y el enfrentamiento de las llamadas Dos Españas, e incluso la valoración positiva del papel del franquismo en el crecimiento económico que se produjo durante el llamado desarrollismo (1959-1975), aun a costa de obviar otras cuestiones, como la emigración, y también por la situación de crisis económica que tuvo que enfrentarse en los diez años siguientes (1975-1985). Todo ello condujo a la mayoría social española, incluso a los que podrían estar más identificados con la oposición al franquismo, a la perpetuación de actitudes de conservación y supervivencia, aprendidas y transmitidas generacionalmente desde los años cuarenta, como la autocensura y el sometimiento voluntario y conformista a la autoridad,[2]​ que en casos extremos puede llegar incluso a calificarse de servilismo y en los más comunes se identifica con la denominada mayoría silenciosa, que proporcionó al régimen la forma más barata, eficaz y ubicua de represión.[3]

En cuanto al ejercicio del poder político, franquismo sociológico se define como la cultura política de identificación con el régimen.[6]Antonio Maestre aporta una definición que sobrepasa la esfera de las clases políticas:

La popularidad de Franco durante su dictadura no se medía por encuestas de opinión, pero la legitimidad de ejercicio y la legitimidad carismática de su figura (caudillismo), así como el encuadramiento social masivo a través de las distintas secciones del denominado Movimiento nacional (todos ellos elementos propios del fascismo), se procuraban exhibir en manifestaciones multitudinarias de apoyo (eufemísticamente calificadas de espontáneas, véase Lemas del franquismo) y en esporádicas consultas populares (convenientemente gestionadas para ofrecer resultados prácticamente unánimes, véanse Ley del Referéndum Nacional y otras Leyes fundamentales). Franco expresó en uno de sus últimos discursos televisados de Navidad que, en lo que respectaba al futuro, todo estaba atado y bien atado,[8]​ y esta expresión pasó a ser utilizada como un lema muy aplicado. Se escrutaba cualquier pista sobre su estado de salud o intenciones, crípticamente expresadas: la frase no hay mal que por bien no venga referida al atentado de ETA contra Luis Carrero Blanco,[9]​ fue objeto de todo tipo de especulaciones sobre su sentido. Sus confidencias a alguna personalidad, como Vernon Walters, el que fuera subdirector de la CIA, en la entrevista que tuvo cuando fue como enviado de Nixon, parece que iban en el sentido de que confiaba que la mayor parte de la sociedad española realizaría una evolución política que no rompería con su legado:

El cambio de régimen a partir de 1975 hizo que los elementos más nostálgicos quedaran restringidos a una extrema derecha que no a llegó a tener ninguna representación parlamentaria en 1977 (y solamente un diputado, Blas Piñar, por Fuerza Nueva en las segundas elecciones generales, de 1979). La derecha, representada por los franquistas denominados aperturistas (Alianza Popular), procuraba mantener un equilibrio entre la necesidad de conectar con esa mayoría social (Manuel Fraga la calificó más tarde de mayoría natural) y la pretensión de no mostrar demasiadas conexiones con el pasado, con muy poco éxito electoral. La mayoría social optó electoralmente en los años setenta y ochenta por partidos de centro (la UCD de Adolfo Suárez) o izquierda (el PSOE).[11]

La continuidad de elementos heredados del franquismo estaba presente en el propio sistema político. El debate entre Reforma o Ruptura se solucionó con una reforma pactada a través del consenso constitucional. Los partidos de izquierdas fueron conscientes de que su debilidad hacía inviable la ruptura,[13]​ mientras que a partir de 1976 el rey Juan Carlos I (designado por Franco como sucesor en 1969) y su equipo de confianza (fundamentalmente Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez) llevaron a cabo la reforma ideada,[14]​ quedando marginados del proceso tanto los inmovilistas como los aperturistas más conocidos (Manuel Fraga o José María de Areilza). Este grado de democracia logrado es cuestionado por algunos autores, como Armando López Salinas, al considerar que se realizó una reforma controlada, en un sentido similar al que Giuseppe Tomasi di Lampedusa aplicó a la Unificación Italiana en su obra El gatopardo: «las clases dominantes necesitan cambiar algo para que todo siga igual».[15]

Muestra de la pervivencia del sentimiento franquista en un segmento amplio de la población fue, entre otras cosas, el gran éxito editorial que alcanzaron las novelas satíricas de Fernando Vizcaíno Casas (Al tercer año resucitó, De camisa vieja a chaqueta nueva), autor cercano a la extrema derecha, y que expresaba puntos de vista identificables con el lema, muy popular en la época: Con Franco vivíamos mejor. Todavía en 2007, en el contexto de los debates por la Ley de Memoria Histórica, seguía existiendo resistencia a condenar el franquismo por una gran parte de la sociedad y la clase política:


Identificados con el franquismo quedaron los denominados valores tradicionales: la patria, la religión y la familia.[17]​ De alguna manera, se utiliza como sinónimo de conservadurismo, patriarcado, tradicionalismo o autoritarismo; todos ellos fenómenos de amplísima extensión temporal, anteriores al propio Franco, hasta tal punto que hay quien hace una inversión de causa y consecuencia entre Franco y un franquismo sociológico preexistente:

También quedó identificado con el franquismo el desarrollismo (crecimiento económico expeditivo y con pocos escrúpulos):

Al escritor Manuel Vázquez Montalbán se le atribuye una frase derivada de esta: "Contra Franco vivíamos mejor."[20]

Otra frase que perdura en la sociedad es "Esto con Franco no pasaba". Inicialmente surgió para censurar comportamientos que se salían de lo marcado por la moral católica (véase el destape o la movida madrileña) que aparecieron poco después de la muerte del dictador.

A día de hoy solamente se utiliza de forma retórica, para remarcar la ironía de que, viviendo ahora en una democracia liberal, han sido eliminadas algunas libertades que se permitían en el régimen franquista, como fumar en lugares públicos o encender barbacoas en el monte o la playa. Lo mismo para criticar problemas de la sociedad actual que no existían en la época franquista, como la carestía de la vivienda, y el consecuente retraso en la emancipación de los jóvenes.[21][22]

Se sigue debatiendo si las pervivencias del franquismo fueron mayores o menores que los cambios en un sentido democrático. Particularmente, se suele señalar como herencia del pasado franquista el acusado personalismo de los gobernantes (Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy) junto al extraordinario peso que el gobierno tiene sobre el parlamento, muy superior a otras democracias europeas.[cita requerida] Aunque la Constitución de 1978 no puede calificarse de presidencialista, de hecho, los poderes que reserva al presidente del gobierno son muy amplios. Por otro lado, la investidura del presidente siempre se ha producido sin demasiados problemas (comparados con otras democracias parlamentarias, como la italiana) a excepción de la XI legislatura (investidura fallida de Pedro Sánchez) y la XII legislatura (investidura difícil de Mariano Rajoy), los mandatos presidenciales han sido estables (salvo algún hecho excepcional, como el intento de golpe de estado del 23-F de 1981, o quizá precisamente gracias a ello) y prolongados (salvo el de Leopoldo Calvo-Sotelo, fruto de aquella circunstancia); y hasta 2019 nunca se ha recurrido a los gobiernos de coalición.[24]​ El sistema político se aproxima bastante a un bipartidismo (imperfecto por la presencia de nacionalismos periféricos), en el que recientemente han aparecido nuevos partidos de ámbito nacional (Ciudadanos, Podemos y Vox). Este rasgo en concreto no necesariamente se interpreta siempre como algo que produzca inevitablemente consecuencias negativas,[25]​ ni siquiera desde una perspectiva progresista: Maurice Duverger utilizó ese hecho para incluir a España en lo que denominaba Europa de la decisión, frente a la Europa de la impotencia.[26]

Primero, que tenía que haber un régimen de libertades igual para todos los españoles. Segundo, que en ese régimen de libertades la única forma de representación política era la democracia y que las cámaras debían ser elegidas por sufragio universal.
Esto me consta absolutamente. Además, el Rey sabía que las únicas monarquías que sobrevivían en el mundo eran las que estaban dentro de esa fórmula. El Rey pensaba con toda sinceridad que él no podía ser un rey del siglo XVIII ni tan siquiera del siglo XIX.

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En segundo lugar, y gracias en parte a nuestro sistema de partidos, España ha disfrutado de una relativa calma institucional que ha tenido su mejor reflejo en la duración de los distintos equipos de gobierno. Como es bien sabido, la ley electoral establece que las elecciones se celebren cada cuatro años y, si observamos la duración de todos los gobiernos desde 1977, el valor medio ha sido de aproximadamente cuarenta meses, algo más de tres años.

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Junto a esta longevidad, la cohesión interna de los equipos de gobierno es otro rasgo positivo que ha definido a nuestro Poder Ejecutivo desde 1977. De hecho, la escasa conflictividad en los diferentes gobiernos es uno de los elementos fundamentales para comprender el asentamiento de la democracia en España.

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La ausencia de gobiernos de coalición y, sobre todo, las mayorías absolutas generadas por el sistema electoral han facilitado que los partidos en el gobierno hayan podido llevar a cabo las importantes reformas económicas y estructurales que han colocado a España en los vagones de cabeza entre las democracias más industrializadas. Es difícil imaginar que estos mismos logros se hubieran alcanzado si nuestro sistema electoral hubiera generado gobiernos inestables y poco duraderos. El ejemplo más cercano al que podemos recurrir es el sistema electoral empleado durante la II República. Y sus resultados no son precisamente alentadores. De 1931 a 1939 se celebraron tres elecciones generales que produjeron más de veinte gobiernos distintos. Sin duda, esta inestabilidad institucional fue uno de los factores negativos que impidió llevar a cabo las reformas que promovían los distintos partidos políticos y que además contribuyó a la polarización política con el resultado trágico que todos conocemos.



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