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Ley de Divorcio de 1932



La Ley de Divorcio de 1932, aprobada durante la II República española, fue la primera ley que reguló el divorcio en España.

La Constitución de 1931, durante la II República española, proclamaba en su artículo 43º: «La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para uno y otro sexo, y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges con alegación en este caso de justa causa».

Hasta entonces, lo relativo al matrimonio y el divorcio se regía por el Código Civil de 1889, que en su artículo 52º afirmaba: «El matrimonio se disuelve por la muerte de uno de los cónyuges.» Por lo tanto, la Ley de Divorcio suponía una importante novedad legal. Además, los políticos progresistas de la época consideraban que era «una de las leyes de la República que más contribuirán a la liberación de la mujer de la tiranía a que había estado sometida en la monarquía».[1]

Ya desde el debate inicial del proyecto de Constitución, la derecha católica representada en la Minoría Agraria y en la Minoría vasco-navarra se opusieron al reconocimiento del derecho del divorcio. El portavoz de la Minoría Agraria en el debate de totalidad, el canónigo y diputado por Burgos Ricardo Gómez Rojí, se opuso al divorcio, en nombre de la familia y del bien de las mujeres, porque el matrimonio es "sagrado" y por tanto indisoluble.[2]

También se manifestó en contra del divorcio (el divorcio era "un barreno que hará saltar a la familia"; "el matrimonio es una institución de sacrificio... una cruz inevitable, es un sacrificio que santifica") el portavoz de la Minoría vasco-navarra, el diputado del Partido Nacionalista Vasco Jesús María de Leizaola, que citó unas estadísticas que mostraban que entre los divorciados el índice de delincuencia y de suicidios era mayor que entre los solteros y los casados, lo que provocó "grandes y prolongadas risas" en la Cámara, según consta en el Diario de Sesiones.[3]

Teniendo presente que el artículo 43º de la nueva Constitución admitía el divorcio, el 4 de diciembre de 1931 el ministro de justicia Álvaro de Albornoz presentó a la Cámara el correspondiente proyecto de ley, cuyo articulado iba a someterse a discusión a lo largo del mes de febrero siguiente. En esta exposición se establece una relación entre la voluntad del Gobierno de la República de secularizar el Estado y la atención que se venía prestando desde el primer momento al matrimonio y a su estructura jurídica. La regulación del divorcio debía hacerse mediante normas que respetaran a un mismo tiempo la voluntad de las personas individuales y las exigencias de la paz social. Para respetar ambos aspectos, se establecía el mutuo disenso como principio contractual en el divorcio, pero se recababa para el Estado la intervención en su ejercicio y en la disciplina de sus efectos. De manera semejante, se abría un cauce para la acción unilateral de divorcio, siempre que existiera justa causa, pero se rechazaba abiertamente todo sistema de repudio matrimonial por arbitraria decisión de uno de los cónyuges.[4]

El dictamen emitido sobre este proyecto de ley por la Comisión de Justicia de las Cortes Constituyentes, con fecha de 19 de enero de 1932, introducía sólo leves modificaciones de detalle. El 3 de febrero, comenzó la discusión sobre la totalidad del proyecto, delineándose inmediatamente dos tendencias en la Cámara, una a favor y otra en contra de la Ley.

A favor de la totalidad del proyecto de ley intervinieron los diputados Juan Simeón Vidarte, del partido socialista, y César Juarros, de la Derecha Liberal Republicana. También apoyaban el proyecto la prensa de tendencia izquierdista y los partidarios de las ideas que dominaban en los países considerados más progresistas de Europa. En general, se entendía que la razón determinante del contrato matrimonial no puede ser otra que el amor y que, desaparecido éste, los contrayentes han de disponer de medios legales para disolver una sociedad que ya no tiene sentido. Se señalaba que hay una gran mayoría de matrimonios que no necesitan el divorcio, pero que lo que han de tener presente los defensores de la ley son los otros matrimonios que viven desunidos y cuya situación es necesario regularizar.[5]​ Además, se defendía que la liquidación del derecho de familia vigente en España era una exigencia básica del nuevo Estado y que la mujer podía encontrar en la implantación del divorcio una vía hacia la liberación de las discriminaciones de que tradicionalmente había sido víctima.[6]

Sin embargo, los diputados conservadores llevaron a cabo una sistemática oposición a esta ley, de manera que su aprobación se retardara lo más posible. Por ejemplo, la ausencia de diputados a lo largo de todo el proceso de tramitación de la Ley provocó reiteradamente una falta de quórum para llevar a cabo las votaciones. Contra el proyecto se pronunció el diputado de Acción Nacional y canónigo de Zaragoza Santiago Guallar Poza, haciéndose eco de la doctrina católica tradicional sobre el divorcio, fundamentalmente de las encíclicas Arcanum de León XIII y Casti connubii de Pío XI,[7]​ y repitiendo los mismos argumentos que ya habían aparecido en los debates acerca de la constitucionalización del divorcio. Al mismo tiempo, en la prensa de tendencia conservadora se hacía también campaña en contra del divorcio. En general, se hacía hincapié en el hecho de que la ley de divorcio era expresión de un sectarismo anticatólico y se defendía que no iba a solucionar ningún problema sino que iba a perjudicar la estabilidad de la institución familiar y a acarrear otra serie de males sociales como el aumento de la criminalidad o de los suicidios.

Ya desde el primer artículo[8]​ se presentaron varias enmiendas, que fueron rechazadas.[9]​ No se presentó ninguna, en cambio, al artículo 2º, en el que aparece una de las novedades fundamentales de la Ley del Divorcio frente al anterior Código Civil de 1889: la consideración del “divorcio por mutuo disenso”.[10]​ También se presentaron varias enmiendas a un artículo de especial importancia, el tercero, que trata de las causas del divorcio[11]​ y en las que la Ley intenta que los dos cónyuges aparezcan en todo lo posible en pie de igualdad. De hecho, a lo largo de toda la Ley hay un intento de tratar por igual a los dos sexos o, en todo caso de favorecer a la mujer, que podía verse, dada su situación social, más perjudicada que el varón por el hecho de divorciarse.

Después de largos debates, el 24 de febrero quedó aprobado el dictamen de la Ley de Divorcio. Al día siguiente, 25 de febrero se procedió a la aprobación definitiva de la Ley, con 260 votos a favor y 23 en contra, que sería publicada en la Gaceta el 11 de marzo de 1932.

La Ley de Divorcio de 1932 consta de 69 artículos, unas Reglas Transitorias y una Disposición Final. La estructura de la Ley es la siguiente:

En 1936, el índice de divorcios en España era de 165 divorcios por cada mil matrimonios, es decir, un índice muy bajo. Por tanto, se puede afirmar que «la Ley del Divorcio no dio lugar a una crisis del matrimonio o de la institución familiar tal como habían advertido algunos de sus adversarios. Al contrario, el uso moderado que se hizo de la nueva legislación parece confirmar el argumento de quienes lo enfocaban desde la perspectiva de una institución social que había de fortalecer la familia y el matrimonio, al actuar como válvula de seguridad para ratificar la situación de estos matrimonios irremediablemente rotos, e incluso permitir establecer las condiciones necesarias para emprender una nueva experiencia matrimonial».[12]

Sin embargo, esta Ley tuvo una importancia fundamental desde el punto de vista ideológico, al presentarse como una defensa de la mujer (aunque los autores católicos defendían justamente lo contrario) y un paso adelante en el camino por la igualdad de derechos de los sexos, hasta el punto de que fue considerada, en su época, como la Ley más progresista de Europa.[13]

La Ley de 23 de septiembre de 1939, publicada en el BOE. del 5 de octubre de 1939,[14]​ deroga la ley del divorcio de 1932 y declara nulas todas las sentencias de divorcio, a instancia de una de las partes.



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