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Madrid goyesco



Madrid goyesco o Madrid de Goya es el conjunto de tipos y lugares enmarcados en el escenario geográfico, histórico y sociológico presente en la obra de Francisco de Goya protagonizados por el pueblo de Madrid.[3]​ Un espacio variopinto y multicolor poblado por un grupo humano tan diverso como la indumentaria que le caracterizó y el marco cosmopolita que habitaron, o los círculos y ocupaciones que compusieron su esencial estética pictórica.[4]​ Así, el Madrid Goyesco queda definido en la geografía de la capital de España como un conjunto ejemplar con identidad propia en la historia de la pintura universal.[5]

Goya vivió en Madrid durante medio siglo.[a]​ Durante ese largo periodo de su vida, apenas interrumpido por pequeños viajes y un par de estancias más dilatadas en Cádiz y Sanlúcar de Barrameda, el pintor fue vecino en varios domicilios de distintos barrios de la capital de España.[b][7]​ Así, en 1775, aparece instalado con Josefa Bayeu, en casa de su cuñado y mentor Ramón Bayeu, en la calle del Reloj, donde permaneció dos años y nace su segundo hijo, Eusebio Ramón. Tras una breve estancia en la calle del Espejo (donde nace Vicente Anastasio en 1777) se trasladaron a la Carrera de San Jerónimo, a una casa de la marquesa de Campollano (allí nacen: Hermenegilda, en 1782, y Javier, nacido el 4 de diciembre de 1784, el último y el único hijo que sobrevivió al pintor y fue su heredero).[8]​ El pintor, que en este periodo central de su vida buscó siempre la vecindad del centro de Madrid, con la Puerta del Sol o el Palacio Real a mano, aparece residiendo en 1799 en casa propia en la calle del Desengaño (donde nacen sus hijos María Pilar Dionisia y Francisco de Paula Antonio Benito), piso que luego vendería a Manuel Godoy para que el valido acomodase a su amante —y luego esposa— Pepita Tudó. En 1800, Goya compra una casa en la calle de Valverde; pero tres años después se muda a la calle de los Reyes –a un piso en propiedad que acabará regalando a su hijo Javier–, que abandonó en 1819 cuando compró una quinta en el cerro Bermejo, «al otro lado del puente de Segovia, camino de la ermita de San Isidro», conocida como Quinta del Sordo.[9][10][11]

La historia del vecino metropolitano se completaría con el Goya que trabaja en la Real Fábrica y su entorno natural cercano al río y las dehesas y bosques del Pardo; con el pintor que decora el palacete de la Alameda, de los duques de Osuna; y en el último lustro de su vida madrileña, con el viejo solitario recluido en la finca de Carabanchel Bajo que ya antes de que Goya la comprara era llamada la quinta del sordo.[12]

La más tópica y rica representación del Madrid goyesco aparece en el conjunto de apuntes, cartones y tapices realizados por Goya para la Real Fábrica de Tapices,[13]​ una galería de cuadros de costumbres en la línea de la pintura de género europea más exquisita. Una visión lúdica, idealizada y benévola que, sin cambiar de escenario, adoptará nuevos y estremecedores ángulos en los Caprichos y Disparates.

Algunos ejemplos de este singular capítulo del Madrid goyesco:

El río en El baile a orillas del Manzanares.

El "rastro" de viejo en La feria de Madrid.

El músico de la picaresca popular o El ciego de la guitarra.

Las calles de la villa en Los zancos.

El mercado callejero en El cacharrero.

Presente en la magnífica pasarela de los cartones para tapices y en algunos de los mejores retratos del pintor aragonés, el traje goyesco es el nombre que recibe de manera convencional el conjunto de indumentaria popular usada en la capital de España desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX.[20]​ Un estilo que fue adoptado por las clases altas siguiendo en parte las consignas de sobriedad y populismo exportadas a toda Europa por la Revolución Francesa.[21][22]​ Así, el 'traje goyesco' es el resultado de la fusión de prendas de vestir tradicionales —comunes a gran parte de las regiones de España— con modas extranjeras traídas por la nobleza y las casas reales. Inconfundible y personalísimo, como muestra la obra de Goya, exhibe los siguientes elementos:

El majo u hombre 'goyesco' viste esencialmente camisa blanca, fajín, chaquetilla corta abotonada y adornada con bordados (o chaleco); pañuelo al cuello haciendo juego con el fajín; pantalón ajustado y llega hasta debajo de las rodillas, mostrando las calzas o medias blancas. También usa redecilla bordada negra a la cabeza, rematada por una borla o "madroño" en su extremo. Se complementa con la capa española y la manta, así como diferentes tipos de tricornio para adornar o proteger la cabeza.

Por su parte, la mujer 'goyesca' viste un corpiño confeccionado en tejidos ricos (casi siempre terciopelos), ajustado y muy escotado, y se toca con un pañuelo, pañoleta, chal o mantón que la envuelve o cubre parcialmente; lleva también camisa de mangas con farol en los hombros y luego ajustadas; como el hombre puede recogerse los cabellos con una redecilla o construir con ellos caprichosos peinados y adornos de cintas (del tipo caramba). Se completa el traje con un conjunto de faldas de vuelo desde la cintura, y ocasionalmente, mandil; los más trabajados van bordados, tanto la falda como el corpiño. Complementos habituales son la toquilla y la peineta.[23]

El balancín (1780), tema recurrente, es uno de los numerosos ejemplos que el pintor dedica a los grandes protagonistas de las calles y descampados del Madrid goyesco, los niños, sus juegos, mascaradas, peleas y travesuras. Este fenómeno que pasaba desapercibido para la clase alta, y que gracias a la mirada de Goya, al quedar patentes sus andrajos y cabezas tiñosas en las series de tapices para los comedores y habitaciones del Escorial y el Palacio del Pardo, despertó la sensibilidad sociopolítica de gobernantes como Campomanes, que llegaría a recomendar a padres y maestros que vigilasen «el aseo de niños y aprendices».[3]

Como antes le ocurriera a Murillo con los niños de su ciudad, Goya refleja en repetidas ocasiones el ameno tema infantil, sin bajar por ello el listón de su agudeza e ingenio. Los niños de Madrid, como los sevillanos de Murillo, mendigos en su mayoría, son más pícaros que dulces angelitos.[24]

Además de la serie de treinta y tres grabados publicados en La tauromaquia (1816) —y cuyo objetivo inicial era ilustrar algunos pasajes de la Carta histórica sobre el origen y progreso de las corridas de toros en España (1777), que Nicolás Fernández de Moratín escribió para Pignatelli[d]​— Goya, buen aficionado a la fiesta de los toros, vivió el Madrid taurino con instinto periodístico, a tal punto que su obra en este campo es uno de los mejores reportajes gráficos de la fiesta en el puente del siglo XVIII al XIX.[25]​ Algunos de sus óleos y grabados permiten identificar la desaparecida plaza de toros de la Puerta de Alcalá, como es el caso de El picador (suerte de varas) (1793), de la Galería Nacional de Washington.[26][27]

A partir de 1790, despunta en la obra de Goya una nueva mirada. Muchos estudiosos coinciden en atribuir a su enfermedad la visión amarga, descarnada y brutal, pero lúcida e inteligente, que muestra Goya en Caprichos.[29][30]El sueño de la razón produce monstruos y algunos de ellos se pasean por una noche eterna, que en muchos casos es la noche de Madrid, con sus celestinas y prostitutas en la capital fantasmal de un herido imperio.[31][32]​ Y aunque el terror es un sentimiento universal, no hay que dejar de observar que la Quinta del Sordo, demolida en el verano de 1909, estuvo en Madrid.[33]

A partir de los numerosos estudios realizados sobre la obra de Goya y en especial de los específicos sobre la estética que ha dado en denominarse 'goyesca', pueden diferenciarse los siguientes parámetros:

Partiendo en ocasiones del estilo goyesco blando de los cartones para tapices, como fue en principio el caso de Eugenio Lucas, los seguidores de Goya eligieron la vertiente más romántica del maestro, sin llegar a superarlo.[34]​ Así, aparecen escenas madrileñas de Alenza, en las que aún se mueven majos embozados muy 'goyescos', mientras que, ya en el siglo XX, la vertiente popular más dura y en ocasiones siniestra pervive en artistas como Solana. A estos nombres se podría añadir, por lo anecdótico, el de José Zapata (1763-1837), pintor levantino que creó sus propios Caprichos.[35]​ Sin embargo para ninguno de ellos se aplicará el sello de 'goyesco', estéticamente asociado ya al Goya de los primeros años.

En el capítulo internacional, el caso más claro de 'discípulo goyesco' queda patente en algunas obras de Edouard Manet como La ejecución de Maximiliano o la Olympia, que tras su visita al Madrid de 1865 desarrolló una ingenua pasión por el genio de Goya.[36]

Si la imagen más conocida de los majos —en el Madrid del ocaso del siglo XVIII y el amanecer del XIX— quedó fijada con la obra de Goya,[37]​ complementario, aunque mucho menos conocido, es el retrato coral literario que hizo Galdós del majo madrileño de la primera mitad del siglo XIX.[e]​ Una interesante y jugosa clasificación y ordenación socio-laboral, minuciosamente localizada además en el callejero de la ciudad, puede leerse en unas memorables páginas de El 19 de marzo y el 2 de mayo, libro tercero de la primera serie de los Episodios Nacionales:[38]

El uso lingüístico, erudito o literario de la construcción o expresión Madrid goyesco, obviamente posterior a Goya y su obra, no se rastrea con facilidad antes del siglo XX. Algunas pistas documentales:



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