El Oncenio de Leguía fue la época del gobierno de Augusto Bernardino Leguía en el Perú, entre 1919 y 1930. Se caracterizó por el desplazamiento del civilismo como fuerza política predominante, el culto a la personalidad y un estilo de gobierno dictatorial y populista. En lo económico se dio una apertura, considerada por algunos autores excesiva, al capital extranjero, especialmente el estadounidense. Fortaleció al Estado, inició la modernización del país y emprendió un vasto plan de obras públicas, financiadas mediante empréstitos y cuyo fin inmediato fue festejar apoteósicamente el Centenario de la Independencia del Perú en 1921. En el aspecto ideológico, se produjo el derrumbe de los partidos tradicionales y el surgimiento de nuevas corrientes, como el aprismo y el comunismo.
Leguía había ya sido presidente constitucional entre 1908 y 1912. Su segundo gobierno iniciado en 1919 se prolongaría por once años, ya que, tras sendas reformas constitucionales, se reeligió en 1924 y en 1929. Por eso se le conoce como el ONCENIO y también como la «Patria Nueva».
El Oncenio se divide en los siguientes períodos:
Su último periodo se vio interrumpido por un golpe de estado perpetrado por los militares, encabezados por el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro.
En las elecciones de 1919, convocadas por el entonces presidente José Pardo, se presentaron como candidatos Ántero Aspíllaga (presidente del Partido Civil y candidato oficialista) y Augusto B. Leguía (candidato de oposición). Los comicios se realizaron en un ambiente tranquilo y la tendencia apuntaba a que Leguía sería el triunfador. Pero hubo denuncias de vicios y defectos de parte de ambas candidaturas y el asunto pasó a la Corte Suprema, que anuló miles de votos que favorecían a Leguía. Hubo el riesgo de que las elecciones fueran anuladas por el Congreso, el cual debía ser entonces el encargado de elegir al nuevo presidente. El panorama no era muy alentador para Leguía, pues sus adversarios políticos dominaban el Congreso. Otra preocupación de Leguía era enfrentar una mayoría opositora en el parlamento, como había ocurrido en su primer gobierno.
Todo ello empujó a Leguía a dar un golpe de estado, lo que se consumó en la madrugada del 4 de julio de 1919. Contando con el apoyo de la gendarmería y la pasividad del Ejército, los leguiístas asaltaron Palacio de Gobierno, apresaron al presidente Pardo, lo llevaron a la Penitenciaría y finalmente lo deportaron a Estados Unidos. Acto seguido, Leguía se proclamó presidente provisorio. El Congreso fue disuelto.
Leguía convocó inmediatamente a un plebiscito para someter al voto de la ciudadanía una serie de reformas constitucionales que consideraba necesarias; entre ellas se contemplaba elegir al mismo tiempo al presidente de la República y al Congreso, ambos con períodos de cinco años (hasta entonces, el mandato presidencial era de cuatro años y el parlamento se renovaba por tercios cada dos años). Simultáneamente convocó a elecciones para elegir a los representantes de una Asamblea Nacional, que durante sus primeros 30 días se encargaría de ratificar las reformas constitucionales, es decir, haría de Congreso Constituyente, para luego asumir la función de Congreso ordinario.
La Asamblea Nacional se instaló el 24 de septiembre de 1919 y fue presidida por el sociólogo y jurisconsulto Mariano H. Cornejo. Una de las primeras labores de dicha Asamblea fue hacer el recuento de votos de las elecciones presidenciales, tras lo cual ratificó como ganador a Leguía, quien fue proclamado presidente constitucional el 12 de octubre de 1919.
En la Asamblea Nacional se aprobó la Constitución de 1920, que reemplazó a la Constitución de 1860.
La nueva Constitución estableció un periodo presidencial de cinco años (aunque por el momento no contemplaba la reelección inmediata); la renovación integral del parlamento paralela a la renovación presidencial; los congresos regionales en el norte, centro y sur; el régimen semiparlamentario; la responsabilidad del gabinete ante cada una de las cámaras; el reconocimiento de las comunidades indígenas; la imposibilidad de suspender las garantías individuales, etc.
Una de las características más importantes de esta Constitución fue su protección de los pueblos y comunidades indígenas.
Así en el artículo 58 de dicha Constitución se establece que:A su vez el artículo 41 consignaba que los bienes de las comunidades indígenas son imprescriptibles, protegiendo de esa manera las tierras de propiedad comunal.
Pero muchas de las innovaciones constitucionales de corte progresista no fueron implementadas y quedaron solo en el papel.
Pese a que en teoría Leguía quiso sujetarse a la Constitución y realizar un gobierno con respeto a los principios democráticos, en la práctica su gobierno restringió las libertades públicas. En septiembre de 1919, las imprentas de los diarios El Comercio y La Prensa fueron asaltadas por turbas con evidente dirección gobiernista. La Prensa, donde se había parapetado la oposición, fue confiscada. De ese modo, la libertad de expresión quedó prácticamente sometida. También se barrió con la oposición en el Congreso, que quedó sometida al Ejecutivo. Los diputados Jorge y Manuel Prado y Ugarteche, el primero por la provincia de Dos de Mayo, y el segundo por la de Huamachuco, fueron apresados y exiliados.
De otro lado, acabó con las Municipalidades elegidas por voto popular para reemplazarlas por personal designado por el gobierno (las llamadas Juntas de Notables).
Los opositores al gobierno fueron perseguidos, presos, deportados y hasta fusilados. Destacan entre los desterrados el entonces joven líder estudiantil Víctor Raúl Haya de la Torre, que encabezó la célebre protesta en Lima contra la consagración al gobierno del Sagrado Corazón de Jesús del 23 de mayo de 1923, en la que fallecieron un obrero y un estudiante. En el exilio, Haya fundó el APRA, partido de proyección continental inicialmente de ideario antiimperialista y antioligárquico. Otros opositores al gobierno, como los jóvenes periodistas José Carlos Mariátegui y César Falcón, fueron enviados a Europa en calidad de becados. Mariátegui, de regreso al Perú, ya imbuido de marxismo-leninismo, fundó el Partido Socialista Peruano.
Otros exiliados fueron el coronel Óscar R. Benavides (expresidente del Perú), Arturo Osores, Luis Fernán Cisneros y Víctor Andrés Belaúnde. La isla de San Lorenzo, frente al Callao, fue habilitada como prisión pública donde se confinó a los opositores, sean estos profesionales civiles, militares o estudiantes. La isla de Taquile, en el Lago Titicaca, cumplió el mismo fin.
La modernización del país ya había sido tanteada por gobiernos anteriores, pero bajo el Oncenio de Leguía se dio su impulso definitivo. Las principales bases de este salto modernizador fueron las siguientes:
Sin duda el suceso más resonante de este periodo fue la celebración apoteósica del Centenario de la Independencia (28 de julio de 1921). Llegaron 29 delegaciones extranjeras de países de América, Europa y Asia, siendo llamativas las ausencias de Venezuela (cuyo gobierno creyó equivocadamente que se había marginado al Libertador Bolívar de los homenajes) y Chile (que no fue invitado pues mantenía un conflicto territorial con Perú). Autoridades y pueblo en general no escatimaron esfuerzos para celebrar magníficamente el Centenario, a pesar del incendio que arrasó el Palacio de Gobierno, entre otras dificultades. Dicho incendio ocurrió el 3 de julio de 1921, arrasando la planta baja de Palacio, aunque, por disposición de Leguía, fue reconstruido en las semanas siguientes, quedando listo el local para recibir a las delegaciones e invitados especiales a la fiesta del Centenario.
Cada nación amiga hizo un obsequio al Perú, teniéndose entre los principales, el Estadio Nacional (Gran Bretaña); el Museo de Arte Italiano (Italia); la torre con el reloj del Parque Universitario (Alemania); la fuente de agua en el Parque de la Exposición (China); el monumento al Trabajo (Bélgica); el Arco Morisco, que se construyó al principio de la Avenida Arequipa (entonces denominada Avenida Leguía), obsequio de la colonia española; el monumento a Manco Cápac, en la plaza Leguía, regalo de la colonia japonesa; y otros más.
Hubo suntuosas fiestas en el Palacio de Gobierno, en los clubes, carreras hípicas de gala, fiestas populares, la gran parada militar, desfiles escolares, desfiles de carros alegóricos, y una serie de inauguraciones.
Uno de los actos más emotivos lo constituyó, sin duda, la inauguración del monumento al generalísimo José de San Martín, en la plaza que desde entonces lleva su nombre.
En diciembre de 1924 se realizaron nuevamente fastuosas celebraciones en Lima y Ayacucho, esta vez con motivo del primer centenario de la batalla de Ayacucho, la misma que había sellado la independencia del Perú y de América continental. En tal ocasión se inauguraron el Gran Hotel Bolívar (frente a la Plaza San Martín) y los monumentos al almirante Du Petit Thouars y al mariscal Sucre, este último en una plaza junto al Parque de la Reserva.
Leguía encaró el espinoso asunto de la La Brea y Pariñas. Este era un pleito que consistía en que la compañía estadounidense International Petroleum Company (IPC, filial de la Standard Oil de New Jersey) explotaba los yacimientos petrolíferos de La Brea y Pariñas (norte del Perú) sin aportar al fisco el monto real de los impuestos a los que estaba obligada según la ley peruana, aprovechando un antiguo error en la mensura de las pertenencias. El Congreso en 1918 había acordado que el asunto se sometiera a un arbitraje internacional. Pero Leguía, presionado por el gobierno estadounidense, prefirió llegar a un acuerdo transaccional. Este fue firmado el 2 de marzo de 1922, entre el canciller peruano Alberto Salomón y el representante inglés Mr. A. C. Grant Duff. Este Convenio Transaccional Salomón-Grant Duff fue presentado al Tribunal Arbitral, que se reunió en París y estuvo conformado por el Presidente de la Corte Federal Suiza y los representantes del gobierno peruano e inglés. El 24 de abril de dicho año de 1922, sin mayor discusión, aprobaron el Convenio Transaccional al que otorgaron el carácter de Laudo cuyas condiciones obligaban a las altas partes contratantes como solución a la controversia surgida.
Los acuerdos del llamado Laudo de París eran los siguientes:
Este laudo arbitral era, a todas luces, adverso a los intereses del Perú, pues establecía un régimen de excepción tributaria para los dueños y explotadores de La Brea y Pariñas. El Fisco dejó así de recibir sustanciosas cantidades de dinero como impuestos. El gobierno de Leguía sentó así un precedente de sumisión a los intereses estadounidenses que daría motivo a protestas nacionalistas a lo largo de varias décadas.
Otro convenio controversial fue el firmado con la Peruvian Corporation. Esta compañía inglesa tenía a su cargo desde 1890 la explotación de los ferrocarriles nacionales, que debía ser por un plazo determinado, según lo estipulado en el Contrato Grace. En 1907, dicho plazo fue extendido hasta 1973. Sin embargo, en 1928, el gobierno de Leguía firmó con la Peruvian un nuevo contrato de permuta, por el cual le cedía a perpetuidad los ferrocarriles nacionales a cambio de algunas compensaciones. En la década de 1970, bajo el gobierno de la Fuerza Armada, se puso término a esta situación con la estatización de los ferrocarriles y su explotación a través de la empresa estatal Enafer Perú.
Cuando se acercaba el fin de su mandato en 1924, Leguía hizo reformar el artículo de la Constitución que prohibía la reelección presidencial inmediata, contando con el apoyo de un sumiso Congreso. Hasta Germán Leguía y Martínez, primo suyo y ministro de Gobierno, se opuso a dicho plan reeleccionista, por lo que sufrió prisión y destierro. Barrida toda oposición, Leguía fue reelegido en elecciones que no contaron con garantía alguna y juró un nuevo periodo presidencial de cinco años (1924-1929).
En 1929, acercándose el fin de su segundo gobierno consecutivo, Leguía propuso reformar nuevamente la Constitución, para permitir su reelección indefinida. El Congreso realizó la enmienda y Leguía fue reelegido en otras elecciones fraudulentas, para un tercer periodo consecutivo de cinco años, pero que solo duraría hasta 1930.
La oposición contra el régimen leguiísta fue en aumento. Estallaron rebeliones en provincias: en Cuzco, Puno, Loreto, Apurímac, Huacho, Chicama, y sobre todo en Cajamarca.
Pese a que Leguía fundó el Patronato de la Raza Indígena y mostró su interés en legalizar a las comunidades, durante su gobierno se produjeron muchas rebeliones de indígenas, que fueron suprimidas severamente. Una de las razones del descontento fue la Ley de Conscripción Vial, que obligaba a la población a trabajar como peones en las obras viales. Otra razón fue el abuso del gamonalismo, un sistema de explotación de los campesinos de las haciendas, caracterizado por su productividad y rentabilidad, el derroche de fuerza de trabajo y la exclusión cultural de sus peones agrícolas. Los gamonales ostentaban un apreciable poder local y eran los más firmes propagadores de la tesis de la inferioridad racial del indígena, tachándola de vicios que ellos mismos procuraban mantener, como la ignorancia, el consumo de alcohol y coca. Las comunidades indígenas seguían, sin embargo, subsistiendo pese a que los gamonales hacían todo el esfuerzo por arrebatarles sus tierras y reducir al indio a la condición de siervo.
En 1921 hubo matanzas de indígenas en Layo y Tocroyoc (Cuzco). Entre 1922 y 1927 hubo una serie de sublevaciones en Ayacucho, La Mar, Tayacaja, Huancané, Azángaro y Quispicanchis.
Una secuela de ese descontento fue el bandolerismo que proliferó en las provincias. No había provincia que no contara con su bandolero célebre. Muchos de ellos llegaban incluso a enfrentarse entre ellos, cuando no andaban huyendo de las fuerzas del orden. Un bandolero era, propiamente, un asaltante de caminos, pero también podía tener un ideario político y ser una suerte de montonero que apoyaba a algún caudillo o una tendencia política. Célebres bandoleros fueron Luis Pardo, que actuó en el callejón de Huaylas; y Eleodoro Benel, que tuvo su radio de acción en Cajamarca. El accionar de los bandoleros ha sido por lo general marginado por los historiadores, habiendo sido los literatos los encargados de conservar su memoria, como se puede apreciar en las obras de Enrique López Albújar y Ciro Alegría.
Durante el Oncenio surgieron los primeros partidos políticos modernos del Perú, que reemplazaron a los viejos o tradicionales ya extintos o en decadencia (como el Civil, el Democrático, el Constitucional y el Liberal). Los principales de ellos fueron:
Se dio un apoyo notable al desarrollo de la agricultura y la ganadería.
Se dieron diversas medidas que se dictaron para mejorar la actividad minera en el país.
Se dio especial atención al desarrollo de las comunicaciones, al mantenimiento del orden público y a la mejora de los servicios policiales.
Siguiendo la corriente del avance de los derechos de obreros y empleados a nivel mundial, Leguía se preocupó por impulsar leyes en dicho sentido.
En este campo, se adquirió material bélico, se mejoraron los servicios de administración y se tecnificó a la fuerza armada en sintonía con los avances de la técnica militar a nivel mundial.
Leguía, continuando su política de definición de las fronteras internacionales iniciada en su primer gobierno (1908-1912), impulsó los definitivos tratados limítrofes con Colombia y con Chile. Al respecto, existe en el Perú una corriente nacionalista que ha denigrado esta política, calificando a sus arreglos limítrofes como supuestamente «entreguistas». Aunque haya tenido alguno que otro error, Leguía tuvo al menos la decisión de resolver de forma definitiva viejos conflictos fronterizos que sus antecesores habían venido prorrogando de manera irresponsable y peligrosa.
Leguía entabló conversaciones con Colombia para solucionar definitivamente el asunto fronterizo, que tendía a convertirse en centenario, ya que se remontaba a la época de la independencia. Colombia aspiraba legitimar su frontera desde el río Caquetá hasta el río de Putumayo (franja territorial que el Perú ocupaba de hecho, gracias al accionar de los caucheros peruanos), así como obtener acceso al río Amazonas.
Gobiernos peruanos anteriores se habían negado ceder a las pretensiones colombianas, pero Leguía, en su obsesión por solucionar de una vez el litigio, impulsó el Tratado Salomón-Lozano, que suscribieron el canciller peruano Alberto Salomón y el ministro colombiano Fabio Lozano Torrijos, en Lima, el 24 de marzo de 1922. Ello significó ceder a Colombia una extensa porción territorial comprendida entre los ríos Caquetá y Putumayo (zona en disputa) y el llamado Trapecio Amazónico, donde se hallaba la población peruana de Leticia, ribereña al río Amazonas. De esa manera Colombia lograba acceso a este río, que hasta entonces solo lo compartían Perú y Brasil. En compensación, el Perú recibió el llamado Triángulo San Miguel-Sucumbios, que en la práctica no llegó a ocupar y que en 1942 cedería a Ecuador.
El tratado fue aprobado por el Congreso sumiso a Leguía en 1927 y fue puesto en ejecución el 17 de agosto de 1930, pocos días antes de la caída de Leguía.
Al hacerse público el tratado, provocó una gran resistencia entre los peruanos que habitaban las zonas afectadas, surgiendo así un estado conflictivo entre ambas naciones que se agudizaría en 1932. Se dijo que Leguía firmó este tratado con Colombia bajo presión de los Estados Unidos, que quería de alguna manera compensar a Colombia por la independencia de Panamá. Pero también debió primar en Leguía cálculos geopolíticos: con el tratado se ganaba como aliado a Colombia, que hasta entonces se había mostrado cercano al Ecuador en su reclamo de territorios amazónicos peruanos. De hecho, al enterarse de la firma del tratado, Ecuador rompió relaciones con Colombia. Y es que una alianza colombiana-ecuatoriana contra el Perú habría tenido consecuencias desastrosas para este último, sin lugar a dudas.
Historiadores peruanos como Jorge Basadre y Gustavo Pons Muzzo coinciden en que el Tratado Salomón-Lozano fue un error de la diplomacia de Leguía, al considerar que Colombia salió con más ventaja en la cesión territorial y que el Perú renunciaba a una política de defensa de su territorio que había mantenido hasta entonces invariable. Esta interpretación es la que se ha perpetuado en la enseñanza peruana y la que ha originado la leyenda negra de Leguía. De otro lado, en Colombia se considera que fue un acuerdo transaccional, es decir, que ambas partes renunciaron a sus pretensiones máximas, se hicieron mutuas concesiones y llegaron a un acuerdo equilibrado.
Leguía se propuso también resolver definitivamente el problema con Chile referido a la cuestión de Tacna y Arica. A medida que transcurrían los años, se hacía inalcanzable la realización del plebiscito convenido inicialmente en el Tratado de Ancón de 1883 para decidir la suerte de las provincias peruanas de Tacna y Arica, cautivas en Chile desde la guerra del Pacífico de 1879-1883.
Al ser sometido el litigio al arbitraje del presidente de los Estados Unidos Calvin Coolidge, este dio su fallo (laudo) el 4 de marzo de 1925, resolviendo la realización del plebiscito. Este laudo no fue bien recibido por la opinión pública peruana, demasiado consciente del proceder de Chile sobre dichas provincias, a las que había sometido a una desalmada política de «chilenización» durante muchos años. En efecto, los comisionados estadounidenses que llegaron a supervisar el plebiscito, generales John J. Pershing y William Lassiter, comprobaron que este era impracticable por la inexistencia de condiciones mínimas para una consulta popular justa y objetiva.
El plebiscito no se realizó y ambas partes volvieron a las negociaciones directas, que culminaron en el tratado firmado el 3 de junio de 1929, en Lima, entre el canciller peruano Pedro José Rada y Gamio y el representante chileno Emiliano Figueroa Larraín (por eso se le conoce también como Tratado Rada y Gamio-Figueroa Larraín). Ambas partes renunciaron definitivamente a la realización del plebiscito con el siguiente arreglo: Tacna regresaría al seno de la patria peruana, pero Chile se quedaría con Arica. Además se otorgaron otras concesiones para el Perú en Arica, como un muelle y su infraestructura aduanera, la posesión sobre la Casa de la Respuesta, la posesión sobre la estación del ferrocarril Tacna-Arica y el recorrido de su línea, las fuentes de aguas del Uchusuma y del Maure, entre otras servidumbres.
El 28 de agosto de 1929 se realizó la reincorporación de Tacna al Perú.
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