El oráculo es la respuesta que da alguna deidad por medio de sacerdotes, o de la Pitia o Pitonisa griega y romana, o la Sibila, o incluso a través de interpretaciones de señales físicas (tintineo de campanillas, por ejemplo), o de sacrificios de animales. Por extensión, se llama oráculo al propio lugar en que se hace la consulta y se recibe la respuesta (el oráculo). Existen varios de estos lugares, que fueron muy importantes en la Antigüedad, todos ellos pertenecientes al mundo griego. Los romanos asimilaron y heredaron los oráculos griegos, creando además los suyos propios como aquel de la Sibila de Cumas.
Antes de cualquier gran evento, reyes y líderes consultaban las previsiones de los oráculos. En la antigua cultura griega, estos eran elementos fundamentales y uno de los más famosos estaba ubicado en la ciudad de Delfos. Los sacerdotes y sacerdotisas respondían las preguntas en el templo de forma enigmática y repleta de simbolismos.
Nada hay más célebre en la antigüedad como los oráculos de Egipto, de Grecia y de Italia. Considerados como el origen y emanación de las voces divinas, esto es, como la suprema voluntad de los dioses, debían ser consultados en los negocios públicos importantes como declaraciones de guerra y de paz; sobre las diversas formas e innovaciones que se juzgaban hacer en el gobierno; cuando se acordaba el establecimiento de una colonia, la deliberación o promulgación de las leyes o la interpretación de las no escritas, vaticinare et responsa dare leges ferre et jura reddere; por último los actos de la vida privada como la celebración de un matrimonio o la construcción de un edificio cualquiera eran causas suficientes para consultar los oráculos y poder saber por este medio la voluntad de los dioses. Fata se llamaban los oráculos y el primero fue el de Themis con templo cerca del Cephiso en Beocia, que existió y consultaron Deucalion y Pyrrha después del diluvio acaecido en su tiempo. El segundo oráculo se supone haber sido el de Apolo Python en Delfos.
Los Egipcios prestaron ciega sumisión y obediencia a los oráculos hasta el punto de creer que su felicidad dependía de la poca o mucha gana de comer que tuviese un buey o de los movimientos de un cocodrilo. Los parajes en donde estaban situados los oráculos eran terrenos montuosos y por consiguiente, sus muchos subterráneos y grutas los constituían como lugares a propósito y necesarios. En este caso se encontraban en el país de Beocia y Delfos cuyas exhalaciones divinas infundían horror aumentado con la superstición. Delfos al estar rodeado de precipicios reunía la circunstancia de que la cima de su monte formaba con corta diferencia la figura de un teatro: por esta razón sus rocas repetían en multiplicados ecos las voces humanas y los sonidos de las bocinas o trompetas.
El trípode que montaba la Pythia estaba colocado en lo que se entiende por santuario y que en realidad era un camarín, lugar sombrío y dividido por una especie de antesala en cuya pieza debían estar todas las personas que venían a consultar el oráculo. La abertura de estos lúgubres santuarios cubierta con el follaje de laurel, impedía que los profanos pudieran ver el interior en el cual estaban encerrados los útiles y aparatos de los sacerdotes que tenían su entrada por unas vías o caminos subterráneos. De estos hace mérito la Escritura, pues dice que Daniel descubrió los engaños e imposturas de los sacerdotes de Belo, porque estos volvían a entrar secretamente en el templo para coger las viandas que se habían ofrecido al mencionado dios.
El decir los poetas que la voz de Pythia parecía ser más que humana hace alusión a la manera cómo estaban construidas las bóvedas de los santuarios y también a que los sacerdotes tenían conocimientos de acústica y por tanto de lo que vulgarmente se llama tornavoz; por último, hubo ocasiones en que del fondo de los templos o santuarios salían unos vapores con olor suavísimo y delicados, muy agradables y como que confortaban a los consultantes. Estos no podían concurrir sino en los días prefijados por los sacerdotes con pretexto de que tenían sus días funestos o desgraciados, astucia con la que procuraban ganar tiempo para dar las respuestas. Mas si querían cohonestar sus ardides, los eludían con el pretexto de que era necesario hacer sacrificios para explorar la voluntad del dios, puesto que éste en ocasiones no se dignaba contestar...
El haber sustituido a los pésimos versos de los oráculos el uso de la prosa fue el principio de su decadencia. Pero lo que más contribuyó a su completo descrédito fue la obediencia de los Griegos a la dominación de los Romanos porque como cesaron todas las divisiones locales de Grecia, no hubo materia para consultar los oráculos; además que el desprecio con que los Romanos miraban todas estas predicciones, fue una de las principales causas que contribuyeron a aniquilar enteramente su reputación.
Este pueblo siempre aficionado a sus libros sibilinos y a sus adivinaciones etruscas no prestó atención ni tampoco echó de ver que como invención griega había de seguir la suerte de este país. Por último; la superchería y los ardides de los sacerdotes llegaron a descubrirse a medida que la razón hacía sus progresos; de suerte que otras aventuras escandalosas como las de Decio Mundus, las de Tyranno, sacerdote de Saturno y las de otros impostores que abusaron de su carácter destruyeron completamente la superstición y la necia credulidad del vulgo.
Cada oráculo tenía sus formas y maneras especiales para significar la voluntad de los dioses. El de Júpiter Amón daba sus respuestas sencillas, sin ambages ni rodeos. Se daban casi siempre en versos escritos en una tablita cuya práctica se observó igualmente en Delfos; mas como no faltaron personas que criticaban lo pésimo de los versos que se suponían proferidos por el dios de la poesía, cuidaron los sacerdotes de que el dios no hablase en lo sucesivo en verso.
Fue costumbre entender por respuesta del oráculo la primera palabra que se oía al salir del templo a no ser que se advirtiera un pequeño sacudimiento en la estatua del dios o se prestara atención reparando el movimiento y el giro que daban los peces que había en un estanque junto al templo.
Los Romanos nunca tuvieron oráculos célebres en Italia: los autores hablan únicamente de la Sibila de Cumas, famosa por la colección de predicciones que presentó a Tarquinio Prisco; pero después de la aparición de la Sibila, no se vieron más oráculos en Italia. Los Romanos en circunstancias extraordinarias enviaban sus emisarios a Grecia para consultar el de Delfos; mas como podían diariamente obtener respuestas de sus augures y arúspices, estos sustituían los oráculos.
Las respuestas de los oráculos por lo común, eran equívocas, es decir, que envolvían un doble sentido: tal fue la que dio la Pitia a Creso. Si el rey de Lidia pasa el Halys, destruirá un poderoso imperio. Creso, pues, al pasar el Halys podía destruir su propio imperio o el de Ciro. Por el mismo orden fue la que dio a Pirro.
Credo te, Æacida Romanos vincere posse: y efectivamente era equívoca, porque Pirro podía vencer a los romanos así como estos vencer á Pirro. El equívoco de la Pitia contestando a Nerón, te aguardan setenta y tres años le persuadió que los dioses le habían otorgado una larga vida mas no fue así: era una alusión a Galva, viejo de setenta y tres años, que al frente de una rebelión lo destronó.
En las respuestas de los oráculos había algunas bastante singulares. Creso deseando sorprender el oráculo de Delfos, mandó preguntar a la Pythia en que se ocupaba él en el instante mismo en que su enviado la dirigía la palabra: contestó la sacerdotisa en mandar, que condimenten un cordero con una tortuga. Lo cual era verdad, dice Heródoto. A veces, respondía el oráculo simples bufonadas como la que dijo a un hombre que le preguntó de qué manera podría llegar a ser rico: le contestó, Poseyendo, todo lo que existe entre los pueblos de Sicion y Corinto.
Los oráculos no estuvieron libres de la corrupción y del soborno, con particularidad por parte de los reyes que es sabido cuentan con medios para satisfacer sus ambiciones. Los alcmeónidas, descendientes de Néstor, y Cleómenes I rey de Esparta (Olimpiada LXI-532 años a. C.), compraron a dinero las respuestas de la Pitia. Filipo y Alejandro Magno hicieron lo propio, logrando respuestas favorables para sus designios, motivo por el cual Demóstenes decía en sentido irónico que la Pitia filipisaba.
El oráculo egipcio más célebre, fue el de Júpiter Amón en la Libia exterior, a nueve jornadas de distancia al Oeste de Alejandría: se erigió con el templo, según antiquísima tradición, unos 1840 años antes de J. C. con motivo de haber volado desde Tebas de Egipto dos palomas, una en dirección de Libia y la otra encaminándose a Dodona. Dicho oráculo, el de mayor crédito en la antigüedad, mereció que fuera consultado por Hércules, Perseo y por otros hombres célebres. La época de su decadencia data desde que por lisonjear el orgullo de Alejandro Magno le proclamó hijo de Júpiter Amón, pues comenzó a perder su reputación en términos que cuando florecía Plutarco no le quedaba ninguna.
El templo además de ocupar una situación amena, estaba servido por más de cien sacerdotes, de entre los cuales los más ancianos gozaban el derecho exclusivo de trasmitir los oráculos del dios: no lejos del templo corría una fuente con agua de temperatura variada: caliente por mañana y tarde y fría por mediodía y por la noche.
Los Griegos por imitar a los Egipcios establecieron los oráculos, bastante numerosos en verdad, porque la pequeña provincia de Beocia contaba por lo menos veinticinco, y el Peloponeso tenía otros tantos: hay que advertir que los pocos templos proféticos que había en los países llanos, todos tenían subterráneos artificiales construidos, como se ha dicho, por el mismo orden que los de las montañas.
Solo los grandes dioses en los primeros tiempos predecían el porvenir, mas luego que los semidioses y los héroes gozaron la misma prerrogativa no tardaron los oráculos de Trofonio y de Antinoo en rivalizar con los de Júpiter y Apolo. En esta competencia entraron los oráculos de Dodona y Delfos, según nos lo ha revelado la antigua tradición, llegando este último a adquirir gran superioridad y crédito; pero las cuantiosas riquezas que encerraba excitaron más de una vez la codicia de los príncipes y caudillos de aquellos tiempos.
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