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Vigilar y castigar



Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (en francés, Surveiller et Punir: Naissance de la prison) es un libro del filósofo e historiador francés Michel Foucault, publicado originalmente en 1975. Es un examen de los mecanismos sociales y teóricos que hay detrás de los cambios masivos que se produjeron en los sistemas penales occidentales durante la Edad Moderna.

Vigilar y castigar está dividido en cuatro partes: Suplicio, Castigo, Disciplina y Prisión.

Según Foucault, desde la Edad Media el suplicio era un riguroso modelo de demostración penal, cuyo objetivo era el de manifestar la verdad que se había obtenido gracias al resto del proceso penal, y que hacía del culpable el pregonero de su propia condena al llevar el castigo físicamente sobre su propio cuerpo (paseo por las calles, cartel, lectura de la sentencia en los cruces...). Además, el suplicio también consistía en un ritual político, ya que en el derecho de la Edad Antigua el crimen suponía sobre todo un ataque al soberano, que era aquel del que emanaba la ley. Por tanto, la pena no solo debía reparar el daño que se había cometido, sino que suponía también una venganza a la ofensa que se había hecho al rey.

Sin embargo, entre los siglos XVII y XIX comienzan a desaparecer los suplicios, debido básicamente a dos procesos:

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII aparecen numerosas protestas en contra de los suplicios, que se consideran tanto vergonzosos como peligrosos. Estas críticas se basan sobre todo en el concepto de “humanidad” como algo que se debe respetar incluso en el peor de los asesinos. Sin embargo, según Foucault, estas críticas esconden algo más profundo: la búsqueda de una nueva “economía del castigo”.

Los cambios sociales del siglo XVIII, y fundamentalmente el aumento de la riqueza, suponen una disminución de los crímenes de sangre y un aumento de los delitos contra la propiedad. En este contexto, la burguesía emergente siente la necesidad de un ejercicio más escrupuloso de la justicia, que castigue toda pequeña delincuencia que antes dejaba escapar y para la que el suplicio resulta totalmente desmedido. Por lo tanto, lo que piden los reformadores a lo largo de todo el siglo XVIII es «castigar con una severidad atenuada, quizá, pero para castigar con más universalidad y necesidad».[2]

En este contexto, se considera que el delito ataca a la sociedad entera, que tiene el derecho de defenderse de él y de castigarlo. El castigo ya no puede concebirse como una venganza, sino que se justifica a partir de la defensa de la sociedad y de su utilidad para el cuerpo social (aparece, así, la importancia de la prevención del delito). Este nuevo poder de castigar se basa en seis reglas básicas:

Las nuevas penas que se buscan para desarrollar esta nueva tecnología del castigo tienen que cumplir varias condiciones:

En esta tercera parte, Foucault pasa a hacer un análisis de los cambios aparecidos en instituciones como hospitales, cuarteles, escuelas, etc., con el fin de relacionar las nuevas formas de control de los individuos que aparecen en estos escenarios con el análisis de la economía del castigo.

A partir del siglo XVIII hay un descubrimiento de técnicas que permiten un control minucioso del cuerpo y le imponen docilidad y que se recogen en reglamentos militares, escolares y hospitalarios. Foucault denomina a estas técnicas “disciplinas”.

Las disciplinas basan su éxito en la utilización de instrumentos simples:

Todo esto supone una construcción distinta de la individualización. En el Antiguo Régimen, cuanto mayor poderío se tiene más marcado se está como individuo (mediante rituales, representaciones...). En cambio, en un régimen disciplinario el poder se vuelve más anónimo y funcional y por el contrario se individualiza más a aquellos sobre los que el poder se ejerce con más fuerza. Es precisamente el que se sale de la norma (el niño, el enfermo, el loco, el condenado) el que se describe y registra más rigurosamente.

Según Foucault, los principios anteriores se materializan en el panóptico que Jeremy Bentham diseñó como edificio perfecto para ejercer la vigilancia. El efecto más importante del panóptico es inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder, sin que ese poder se esté ejerciendo de manera efectiva en cada momento, puesto que el prisionero no puede saber cuándo se le vigila y cuándo no. El panóptico sirve también como laboratorio de técnicas para modificar la conducta o reeducar a los individuos, por lo que no sólo es un aparato de poder, sino también de saber.

El panóptico permite perfeccionar el ejercicio del poder, ya que permite reducir el número de los que lo ejercen y multiplicar el de aquellos sobre los que se ejerce. Además, permite actuar incluso antes de que las faltas se cometan, previniéndolas. Sin otro instrumento que la arquitectura, actúa directamente sobre los individuos.

De esta manera aparece una “sociedad disciplinaria” debido a la extensión de las instituciones disciplinarias:

Por tanto, como señala Foucault, «la “disciplina” no puede identificarse ni con una institución ni con un aparato. Es un tipo de poder y una modalidad para ejercerlo».[4]

Aunque la prisión no era algo nuevo, en el paso del siglo XVIII al XIX comienza a imponerse como castigo universal debido a que presenta ciertas ventajas respecto a las anteriores formas de pena:

Los principios fundamentales sobre los que se asienta la prisión para poder ejercer una educación total sobre el individuo son los siguientes:

De esta manera aparece dentro de la prisión un modelo técnico-médico de la curación y de la normalización. La prisión se convierte fundamentalmente en una máquina de modificar el alma de los individuos. Lo penal y lo psiquiátrico se entremezclan. La delincuencia se va a considerar como una desviación patológica que puede analizarse como otro tipo de enfermedades. A partir de aquí puede establecerse el conocimiento “científico” de los criminales: aparece la criminología como ciencia. Así, la prisión se convierte en una especie de observatorio permanente de la conducta: en un aparato de saber.

Foucault señala que la crítica a la prisión comienza ya a principios del siglo XIX, y utiliza los mismos argumentos que podemos encontrarnos hoy en día: las prisiones no disminuyen la tasa de la criminalidad, la detención provoca la reincidencia e incluso fabrica delincuentes, los ex-presos van a tener mucha dificultad para que la sociedad los acepte, la prisión hace caer en la miseria a la familia del detenido… Ahora bien, a pesar de estas críticas, la prisión se ha seguido defendiendo como el mejor instrumento de pena siempre que se mantengan ciertos principios (que ya aparecían a mediados del siglo XVIII):

Según Foucault, progresivamente las técnicas de la institución penal se transportan al cuerpo social entero, lo que tiene varios efectos importantes:



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