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Virtudes cardinales



Las virtudes cardinales son cuatro virtudes morales de conducta enunciadas por Platón en el contexto de la tradición filosófica clásica y que ejercieron gran influencia sobre el pensamiento posterior del cristianismo. Sobre ellas gira y descansa toda la moral humana,[1]​ y son principios de otras virtudes derivadas o en ellas contenidas.[2]​ Estas son:

Estas virtudes finalmente fueron incorporadas a distintas religiones.

La aretḗ ('excelencia') política de los griegos consistía en el cultivo de tres virtudes específicas:

Estas virtudes formaban al ciudadano relevante, útil y perfecto. Pero en La República, Platón añadió una cuarta, la prudencia. Sin darles el nombre específico de «virtudes cardinales», las describió como:[3]

Platón describe la justicia como la virtud fundante y preservante porque solo cuando alguien comprenda la justicia puede conseguir las otras tres virtudes, y cuando alguien posee del todo las cuatro virtudes es la justicia lo que las mantiene todas juntas.

Platón define cómo un individuo puede lograr estas virtudes: la prudencia viene del ejercicio de razón, la fortaleza de ejercer las emociones o el espíritu, la templanza de dejar que la razón anule los deseos, y desde estas la justicia viene, un estado en que cada elemento de la mente está de acuerdo con los otros.[4]

También se encuentran formuladas en Cicerón, en su tratado De officiis (es decir, "Sobre las obligaciones") y por el emperador filósofo Marco Aurelio en sus Meditaciones. El Cristianismo añadió a estas virtudes las llamadas Virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.

En teología católica las virtudes cardinales infusas son hábitos que disponen al entendimiento y a la voluntad para obrar según el juicio de la razón iluminada por la fe para que esta escoja los medios más adecuados al fin sobrenatural del hombre.[5]

Se diferencian de las virtudes teologales en que no tienen por objeto a Dios mismo sino el bien honesto. Dado que ordenan los actos en orden al fin sobrenatural, se distinguen también de sus correspondientes virtudes adquiridas.

Royo Marín siguiendo a Tomás de Aquino hace una analogía que permite aclarar mejor su función:

Para determinar su número, los teólogos moralistas suelen hacer considerar los objetos honestos de la voluntad y luego agruparlas en cuatro principales: prudencia, fortaleza, justicia y templanza. Son las virtudes morales principales, bajo cuyo ámbito se clasifican todas las demás.[1][7]

No son una especie de géneros de otras virtudes que serían sus «especies». Tienen sus objetos propios pero al mismo tiempo engloban a otras virtudes. Las demás virtudes se agrupan alrededor de las cardinales pero no son especies de ellas sino que al decir cardinales se subraya solo la influencia de unas en otras.

Su existencia fue negada por algunos famosos teólogos como Duns Scoto, Guillermo Durando y Gabriel Biel aunque otros de la categoría de Santo Tomás de Aquino, San Agustín de Hipona y San Gregorio Magno admitían su existencia partiendo de algunos textos de la Sagrada Escritura:



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