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Vitalismo



El vitalismo es una teoría protocientífica según la cual los organismos vivos se caracterizan por poseer una fuerza o impulso vital que los diferencia de forma fundamental de las cosas inanimadas y no está sujeta a las leyes fisicoquímicas generales.[1]​ A pesar de una larga trayectoria histórica intentando demostrar que se trataba de una teoría obsoleta, la obra de Georges Canguilhem y los trabajos de la teórica Jane Bennett (en) siguen planteando que el alcance explicativo del vitalismo sigue más vivo que nunca.[2]

Tradicionalmente se describe como una fuerza inmaterial específica, distinta de la energía estudiada por la física y otro tipo de ciencias que, actuando sobre la materia organizada, daría como resultado la vida y sin la que sería imposible su existencia. Este fundamento físico en su sentido más puro se encuentra actualmente rechazado,[3][2]​ no obstante, también encuentra base en fundamentos antropocéntricas o racionalistas, entre otros.

La tesis contraria, el antivitalismo, propugnaba que la fuerza vital no existe y que las reacciones fisicoquímicas que se dan en un organismo vivo siguen las mismas leyes que rigen en la materia inanimada.

También se conoce por «vitalismo» a lo que Scott Lash y otros autores llaman «defensa de la vida».[4]​ Así, sería usado por movimientos tales como el movimiento animalista,[5]​ el antiabortismo,[6]​ el antimilitarismo, el ecologismo, el pacifismo[7]​ o el veganismo, pero también por estudiosos de la obra de pensadores como Friedrich Nietzsche[8]​ o José Ortega y Gasset.[9]​ Los planteamientos orientales de esta segunda definición vendrían de la mano del maestro jaina Mahāvīra en el Oriente, quien combinó el ascetismo de Parsuá con las enseñanzas de los naturalistas ajivika, término que en sánscrito significa «vivientes».

El vitalismo europeo se opone a las explicaciones mecanicistas que presentan la vida como fruto de la organización de los sistemas materiales que le sirven de base. Es un aspecto del voluntarismo que argumenta que los organismos vivos, no la materia simple, se distinguen de las entidades inertes porque poseen fuerza vital o élan vital, en francés, que no es ni física, ni química. Esta fuerza es identificada frecuentemente con el alma o el espíritu del que hablan muchas religiones. Los vitalistas establecen una frontera clara e infranqueable entre el mundo vivo y el inerte. La muerte, a diferencia de la interpretación mecanicista característica de la ciencia moderna, no sería efecto del deterioro de la organización del sistema, sino resultado de la pérdida del impulso vital o de su separación del cuerpo material.

Ante el fracaso del mecanicismo cartesiano en la explicación de la singularidad de lo orgánico, el vitalismo empieza a expandirse por Europa a finales del siglo XVIII. En biología, este cuadro teórico tuvo un momento fecundo, porque apartaba lo vivo del mecanismo y las explicaciones causales reductivas del pensamiento cartesiano del siglo XVII sin caer en lo sobrenatural. En sentido estricto, el término "vitalismo" designa la escuela de Montpellier y su principal exponente Paul Joseph Barthez (1734-1806). Esta hipótesis fue descartada por la mayoría de los científicos en el momento que Friedrich Wöhler sintetizó un compuesto orgánico, la urea, a partir de compuestos inorgánicos en 1828.[10]​ Posteriormente, este le escribió a Berzelius diciéndole que había sido testigo de "una gran tragedia de la ciencia, la muerte de una bella hipótesis por un hecho feo". La "bella hipótesis" era el vitalismo; el "hecho feo", la placa con los cristales de urea.[11]​ Años después, W. Williams diría que el vitalismo es parte de la base de un gran número de "pseudociencias",[12]​ término utilizado, en este caso, de manera peyorativa. Sin embargo, en la actualidad hay una reactivación filosófica del vitalismo.

Los jainistas consideran la vida sagrada.[14][15][16]​ Por ello, evitan dar muerte a cualquier ser vivo, incluidas las liendres en el cabello, y muchos de ellos optan por no cortárselo o no lavárselo, por esta razón o para indicar que se da una mayor importancia al espíritu que al cuerpo.[17]​ No solo son vegetarianos sino que también se niegan a comer hortalizas subterráneas por temor a dañar un animal durante la recolección. A menudo, los monjes barren el suelo delante de ellos para no pisar o sentarse encima de criaturas invisibles y usan máscaras sobre sus bocas para evitar inhalar cualquier cosa viva.[18]​ Esta actitud debe entenderse en su contexto; no deben pues, ser interpretadas desde el etnocentrismo.



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