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Emblema



Entre los siglos XV y XVIII se denominó emblema (también empresa, jeroglífico o divisa) del griego ἔμβλημα (émblema), compuesto del prefijo ἐν (en) y βάλλω (poner), que significa "lo que está puesto dentro o encerrado", a una imagen enigmática provista de una frase o leyenda que ayudaba a descifrar un oculto sentido moral que se recogía más abajo en verso o prosa.

El emblema surgió cuando Andrea Alciato, jurisconsulto italiano, compuso 99 epigramas latinos, a cada uno de los cuales puso un título. Dedicó la obra al duque Maximiliano Sforza, y la fortuna quiso que, a través del consejero imperial Peutinger, la obra llegara a manos del impresor Steyner quien, con visión comercial, consideró lo apropiado que sería añadir una ilustración a cada epigrama. La tarea se encomendó al grabador Breuil, y el libro salió a luz en 1531 en Augsburgo con el título Emblematum liber. La obra tuvo un enorme éxito (ha alcanzado más de 175 ediciones) y pronto fue comentada o imitada por otros autores como Claude Paradin y Paolo Giovio. Torcuato Tasso escribió un Dialogo dell’imprese (Nápoles, ca. 1594) y Emanuele Tesauro compuso Il Cannocchiale Aristotelico, o sia Idea delle Argutezze Heroiche vulgarmente chiamate Imprese, et di tutta l’arte simbolica e lapidaria (Venecia, 1655). Por último, Cesare Trevisani escribió otro tratado sobre emblemática: La impresa... ampiamente da lui stesso dichiarata (Génova, 1569).

El emblema clásico se compone de tres elementos:

A pesar de que hoy es la parte que más interesa a los historiadores del Arte, en algunos libros, sobre todo en España, se prescindió por completo de la pictura, bien porque preferían que el lector se la imaginara a partir de una descripción literaria o, sencillamente, porque era caro y no siempre posible hallar grabadores.

Se desarrolló una abundante literatura emblemática de libros que consistían en colecciones de emblemas, e incluso se compusieron ocasionalmente como pasatiempo o para decorar fiestas como parte de las arquitecturas efímeras. La imprenta contribuyó mucho a la difusión del nuevo género y pronto se extendió a otros ámbitos de la cultura, tanto desde sus iniciales temas generales de carácter moral y didáctico para cualquier hombre, como los más evolucionados hacia la especificidad de la educación de príncipes, los temas religiosos, el sermón ilustrado... (todos ellos más propios del siglo XVII d. C.). Los motivos son varios: hay emblemas que se inspiran en la Flora, otros en la Fauna (animales de tierra, mar y aire), otros en la mitología clásica, otros en la historia, o en temas bíblicos, o en objetos diversos que por sus características ayudan a fijar en la memoria la moralidad.

En España, donde la imprenta pasaba grandes dificultades, la emblemática no encontró pronto una vía fácil para producir obras impresas. La necesidad de grabadores para las imágenes era una dificultad añadida a las ya existentes. Por ello, las primeras manifestaciones de que se conoce este género y se aprecia se dan en España en los festejos públicos que levantan aparatos de arte efímero; en muchas relaciones de sucesos de carácter festivo se hallan descripciones de los programas iconográficos que se utilizaron para celebrar entradas de reyes o exequias de personajes ligados a la monarquía en donde se advierte la utilización de emblemas y epigramas en la forma canónica mucho antes de que existieran libros de emblemas españoles. Lamentablemente, de este material, destinado a desaparecer en el momento en que se retiraban los aparatos y catafalcos, no ha quedado más rastro que dichas descripciones.

En los inicios del género y durante el siglo XVI d. C., lo que interesó a los emblemistas fue, sobre todo, el aspecto utilitario y didáctico del emblema. El poder suasorio de las imágenes las convertía en una herramienta didáctica o de propaganda para enseñar el camino de la virtud. En los programas didácticos de los jesuitas se enseñaba a sus alumnos la práctica de elaborar emblemas, como se ve en la Ratio Studiorum. Así pues, para una persona culta de nuestro Siglo de Oro el ingenio de que tenía que hacer alarde le obligaba al uso constante de referencias y alusiones simbólicas. Pintores, poetas, cortesanos, tenían el deber de conocer obras impresas en Venecia, Lyon, Augsburgo o Amberes que ofrecían ese material apetecido. Cuando bien entrado el siglo XVIII d. C. va desterrándose el gusto por la agudeza basado en ostentar el ingenio exprimiendo el pensamiento analógico y de correspondencias, los emblemas van cayendo en desuso.

El libro de Alciato se tradujo al francés dos veces, en 1536 y 1549, así como al alemán en 1542, y a otras lenguas; al castellano fue vertido por Bernardino Daza, "Pinciano", esto es, natural de Valladolid (Lyon, 1549) y recibió los comentarios de Diego López (Declaración magistral sobre los Emblemas de Andrés Alciato, Valencia, 1615), del gran humanista Juan de Mal Lara (Comentario de los Emblemas de Alciato) y del Brocense (Comment. in And. Aciati Emblemata, Lugduni, 1573). La literatura emblemática española tuvo en España sobre todo contenido moral y religioso (es frecuente la denominación emblema moral o emblema moralizada), salvo tal vez en el caso de Diego de Saavedra Fajardo y de Juan de Solórzano, que pretendieron dar a sus emblemas un carácter exclusivo de enseñanza a príncipes y gobernantes para el buen gobierno, por más que también se les vea contenido moral, al prescindir en sus apercibimientos de la amoralidad política propugnada por Maquiavelo.

Entre los autores más célebres de emblemática española están Juan de Borja, Juan de Horozco y Covarrubias, Hernando de Soto, Sebastián de Covarrubias y Orozco, Juan Francisco de Villava, Diego de Saavedra Fajardo y Juan de Solórzano y Pereyra. Especial es el caso del dominico manchego Antonio de Lorea, por estructurar su colección de emblemas en cierto marco narrativo. También son importantes, pero de menor trascendencia, los de Francisco de Guzmán, Cristóbal Pérez de Herrera, Pedro de Bivero, Juan Francisco Fernández de Heredia y Francisco Núñez de Cepeda.

A veces se incorporaban emblemas a la arquitectura sólida o efímera. El ejemplo más notorio está quizá en los Siete emblemas de la Universidad de Salamanca, compuestos probablemente por el humanista andaluz Fernán Pérez de Oliva y situados en el antepecho de la misma en el siglo XVI d. C..



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