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Arte Paleocristiano



Arte paleocristiano es el arte que se desarrolló durante los cinco primeros siglos de nuestra era, desde la aparición del cristianismo, durante la dominación romana, hasta la invasión de los pueblos bárbaros, aunque en Oriente tiene su continuación, tras la escisión del Imperio, en el llamado arte bizantino.

En Occidente, Roma es el centro y símbolo de la cristiandad, por lo que en ella se producen las primeras manifestaciones artísticas de los primitivos cristianos o paleocristianos, recibiendo un gran influjo del arte romano tanto en la arquitectura como en las artes figurativas. Lo mismo que la historia del cristianismo en sus primeros momentos, en el arte se distinguen dos etapas, separadas por la promulgación del Edicto de Milán por Constantino en el año 313, otorgando a los cristianos plenos derechos de manifestación pública de sus creencias.

Hasta el año 313, el arte escultórico de los cristianos se centró en la excavación de las catacumbas y el reforzamiento de sus estructuras. Estas eran cementerios romanos, excavados, en un principio, en los jardines de algunas casas de patricias cristianas, como las de Domitila y Priscila en Roma. Más tarde en el siglo V, y ante el aumento de creyentes, estos cementerios se hicieron insuficientes adquiriendo terrenos en las afueras de las urbes donde surgen los cementerios públicos, en los que se excavan sucesivos pisos formando las características catacumbas que ahora conocemos.

La primera vez que se aplicó el término catacumba es a la de San Sebastián en Roma, Italia. El cementerio o catacumba (donde se encontraban los cuerpos sin vida) se organiza en varias partes: estrechas galerías (ambulacrum) con nichos longitudinales (loculi) en las paredes para el enterramiento de los cadáveres. En algunos enterramientos se destacaba la notabilidad de la persona enterrada, cobijando su tumba bajo un arco semicircular (arcosolium).

En el siglo IV en el cruce de las galerías o en los finales de las mismas se abrieron unos ensanchamientos (cubiculum) para la realización de algunas ceremonias litúrgicas. Las catacumbas se completaban en el exterior con una edificación al aire libre, a modo de templete (cella memoriae), indicativa de un resto de reliquias que gozaban de especial veneración. Entre las catacumbas más importantes, además de las ya citadas, destacan las de San Calixto en Santa María de Trastevere, Santa Constanza y Santa Inés en Sant'Agnese in Agone, todas ellas en Roma, aunque también las hubo en Nápoles, Alejandría y Asia Menor.

En los templos de culto paganos las procesiones y sacrificios se celebraban al aire libre y en el interior sólo estaba el altar del dios. Estos templos eran muy pequeños. En el Imperio de Constantino surgió la necesidad de utilizar edificios con mayor capacidad para el culto cristiano. Las nuevas iglesias cristianas necesitaban más espacio para contener a los fieles que se acercaban a orar dentro del templo. Por eso las iglesias no tomaron de modelo los templos paganos sino que tomaron las grandes salas de reuniones públicas que ya eran conocidas con el nombre de basílicas.[1]

Por eso, a finales del siglo IV y a comienzos del siglo V, comenzaron a suprimirse las iglesias de formas irregulares para reemplazarlas por iglesias de forma regular, es decir, basílicas regulares, de tres naves con un ábside en uno de los lados menores y en el otro lado menor la entrada frente al coro. En todo el Imperio quedó asociado el concepto de iglesia con el de basílica.[2]

Después del Edicto de Milán, a partir del año 313, la basílica es la construcción eclesiástica más característica del mundo cristiano. Su origen es dudoso, pues se la considera una derivación de la basílica romana, o se la relaciona con algunos modelos de casas patricias, o, incluso, con algunas salas termales. La basílica organiza su espacio, generalmente, en tres naves longitudinales, que pueden ser cinco, separadas por columnas; la nave central es algo más alta que las laterales, sobre cuyos muros se levantan ventanas para la iluminación interior. La cubierta es plana y de madera y la cabecera tiene un ábside con bóveda de cuarto de esfera bajo la que se alberga el altar.

En las grandes basílicas, como la de San Pedro y San Juan de Letrán, en Roma, la estructura de su cabecera se completaba con una nave transversal llamada transepto que buscaba el simbolismo de reproducir la cruz de Cristo en la planta del templo. Al edificio basilical se accede a través del atrio o patio rectangular (antecedente de los claustros), con una fuente en el centro, que conducía hasta el nártex o sala transversal, situada a los pies de las naves, desde donde seguían la liturgia los catecúmenos. Las basílicas más notables, además de las citadas, son la de Santa María la Mayor, San Pablo Extramuros y la de Santa Inés y San Juan de la Real (Iglesia donde se casó Francisco Franco).

Otros edificios de carácter religioso fueron los baptisterios, edificaciones de planta poligonal, frecuentemente octogonal, que tenían en su interior una gran pila para realizar los bautismos por inmersión. El más conocido es el Baptisterio de San Juan de Letrán, en Roma, construido en tiempos de Constantino. También son de planta central algunos enterramientos que siguen la tradición romana; de planta circular con bóvedas es el Mausoleo de Santa Constanza y de planta de cruz griega es el Mausoleo de Gala Placidia en Rávena.

En el arte paleocristiano oriental se acusa la marcada tendencia a utilizar construcciones de planta de cruz griega, con los cuatro brazos iguales, como la Iglesia de San Simeón el Estilita.

El arte paleocristiano constituye la etapa final de la influencia romana. El cambio cultural que se opera durante los siglos II al IV tuvo en la Península poca vigencia, pues las invasiones de los pueblos germánicos se inician en el año 409. Pese a ello, y cada vez más, han aparecido abundantes testimonios de la vitalidad del arte paleocristiano hispano.

La escultura de la época se halla especialmente representada por los sarcófagos decorados con temas del Crismón, estrígilos, escenas bíblicas y representaciones alegóricas. Entre ellos se destacan el de Leocadius en Tarragona y el de Santa Engracia en Zaragoza. También se conservan algunas estatuas exentas, como varias con el tema del Buen Pastor, laudas sepulcrales y mosaicos que por su técnica y sentido del color siguen los modelos romanos.

La pintura paleocristiana o latino-cristiana se desarrolló durante el Imperio romano, por lo que puede considerarse cronológicamente dentro de la pintura romana; sin embargo, por su temática y características, supone la iniciación de la pintura medieval.

La pintura paleocristiana se extiende hasta el siglo VI en que comienza el estilo bizantino. Con las influencias de éste se forma en Occidente el «latino-bizantino» que se llama románico desde el siglo XI. Pero en la segunda mitad del siglo XIII surge la restauración italiana con maneras que se dicen góticas para transformarse en perfecto renacimiento con mayor belleza de formas a partir del siglo XV.

Dentro del período paleocristiano cabe mencionar en primer lugar los frescos de las catacumbas y desde la paz de Constantino sus composiciones al mosaico y también el fresco de las basílicas. Unas y otras ofrecen un altísimo valor por parte de la idea que envuelven aunque por su técnica y ejecución artística disten generalmente de ser modelos.

Los asuntos de las composiciones pictóricas siempre sencillas en las catacumbas son por lo común bíblicos ya históricos ya simbólicos y rarísima vez se observa que se tome como símbolo algún motivo pagano a pesar de que los primitivos artistas debieron poseer una cultura naturalmente pagana y vivían en medio del paganismo que les suministraba formas y emblemas para revestir los nuevos conceptos cristianos. Con todo, apenas se halla otro motivo mitológico que el de Orfeo amansando a las fieras, el cual, por otra parte, se armoniza con el vaticinio de Isaías que anunció al Salvador del mundo bajo un aspecto semejante (Isaías, c. XI, 6). La técnica y las formas de las pinturas paleo-cristianas son en su aspecto material propias del estilo romano decadente, tanto mejores o de sabor más clásico cuanto más antiguas. Pero como los artistas no se preocupaban sino por la idea, resultan poco estéticas sus labores y se presentan muy sobrias en el colorido. Sin embargo, se transparenta en las figuras, la sencillez, la naturalidad y candor de los primitivos fieles y aún la paz de sus almas en medio de las persecuciones sin que llegue a reflejarse temor alguno por estas.

La pintura puramente decorativa se compone de motivos geométricos, de follaje y avecillas y geniecillos recordando a menudo las decoraciones pompeyanas del mejor gusto.

En cuanto al simbolismo cristiano que se manifiesta en dichas pinturas es de notar que debe su origen por lo menos al siglo II. Se extiende o desarrolla en el siglo siguiente y tiende a cesar desde el triunfo de Constantino, al mismo tiempo que va desapareciendo la disciplina del arcano la cual termina en el siglo VI.

Las más importantes y celebradas pinturas de las catacumbas se hallan en las de Santa Priscila donde se reconoce la primera imagen de la Santísima Virgen con el Niño y en las de san Calixto sobre todo en la bóveda de la cripta de Santa Cecilia y en las conocidas Cámaras de los sacramentos.

Desde la paz de Constantino, sin abandonar la pintura cristiana su procedimiento primitivo al fresco sobre estuco de polvo de mármol (y en algunos casos, al temple) en las catacumbas, criptas y oratorios e incluso en las basílicas se manifiesta espléndida en mosaicos, sobre todo, para decorar los ábsides de las basílicas y en miniaturas para iluminar códices preciosos.

Las miniaturas cristianas empezaron en Constantinopla a mediados del siglo IV debidas a la enseñanza de la escuela helenística de Alejandría pero no se conservan sino desde el siglo VI que son las más antiguas de fecha conocida. Su origen parece halarse en los papiros egipcios de donde lo tomaron los alejandrinos y otros artistas griegos y romanos y tenían por objeto adornar los manuscritos e ilustrar con figuras o viñetas el texto doctrinal. Lo más célebres y antiguos códices cristianos con miniaturas religiosas (siglo VI) son el Génesis de Viena y el Evangeliario de Rábula, debido éste al monje siríaco Rábula en el monasterio de Zagba (Irak).

En los mosaicos cristianos se siguió la técnica romana como en la pintura usando con preferencia como material los cubillos de vidrio coloreado y a veces dorado en la superficie visible y como hubiera de colocarse en lo alto de los muros interiores de las iglesias, se empleaban fragmentos de tamaño algo mayor que en los del paganismo. Aunque el estilo de las figuras es romano, se dibujan estas con el pasar del tiempo cada vez más rígidas y monótonas sujetándose a convencionalismos y forzada asimetría. Pero, en cambio, deataca en los nuevos tipos la verdadera inspiración cristiana y se manifiesta en la composición artística mayor unidad, amplitud y grandiosidad que en las obras primitivas. Los asuntos más comúnmente representados se refieren a la grandeza de Jesucristo, oficios de la Virgen y de los Apóstoles, escenas o símbolos del Apocalipsis, existencia y superioridad de la Iglesia, etc. El fondo sobre el cual se destacan las figuras suele ser azul y el plano o terreno sobre el que aparentan elevarse o estar apoyadas se presenta en forma de nubes o de un prado verde adornado con flores y animalillos. Los más notables mosaicos de Roma desde la época constantiniana hasta la decidida influencia del estilo bizantino son:



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