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Cómico de la legua



Cómico de la legua es el comediante nómada que en el Renacimiento y durante el Siglo de Oro español, solo o formando pequeñas compañías, hacía sus representaciones en pequeñas poblaciones de un circuito rural que recorría a pie, en caballerías o carros.[1]​ El nombre de esta forma de teatro itinerante tuvo su origen en la naturaleza trashumante de los cómicos y más concretamente en la obligación por ley de acampar a una legua de la población en la que iban a actuar.[2]

Los cómicos de la legua, variante pícara y castiza de la commedia dell'arte italiana, fueron ordenadamente enumerados y descritos por Agustín de Rojas Villandrando, en 1603, en su obra semi-autobiográfica El viaje entretenido, donde diferencia hasta ocho tipos de comediantes ambulantes de la época: bululú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha, bojiganga, farándula y compañía.

José Deleito, en uno de sus estudios sobre la España de Felipe IV, con pareja amenidad que Rojas Villandrando pero mayor rigor histórico sitúa la historia del "nomadismo teatral", "bohemia farandulera" de "astrosos farsantes", a todo lo largo del reinado de los Austrias y facilita una relación de citas halladas en narraciones de costumbres y novelas picarescas, que nos dan las claves de este fenómeno de la dramaturgia peninsular.[3]

Recogiéndo esas mismas citas, encontramos esta descripción de Vélez de Guevara de una compañía que recala en una venta:

En El donado hablador, narrando una anécdota ocurrida "en un lugar de Castilla, un día de Corpus", nos enteramos de que cuando la compañía de cómicos profesionales era demasiado pequeña, o menguada por enfermedades o fugas, era frecuente que la juventud del lugar se prestase a participar en la representación, anticipando lo que siglos más tarde sería el teatro de aficionados. Otro dato, relatado también en El donado hablador es el del pluriempleo de los cómicos de la legua y posteriores representantes; tal es la experiencia de Alonso (El mozo de muchos amos) que mientras sirvió a un director de escena en Sevilla, tenía que escribir los anuncios por las mañanas, hacer de portero desde la una a la puerta del teatro, cuidar luego de los enseres teatrales y salir por fin en la comedia como comparsa, bailarín o racionista.[4]

También Deleito, citando a Casiano Pellicer,[5]​ menciona el escrito que en 1647, el cómico Ortiz, dirige a Felipe IV, para que interceda en la moralidad de la farándula, contando que "...suelen estar en las compañías no permitidas hombres delincuentes y frailes y clérigos fugitivos; y con capa de representantes, y de andar siempre de unos lugares en otros, se libran y esconden de las justicias, viviendo con grandes desórdenes y escándalos...".

En otro clásico de la picaresca, el Estebanillo González, queda referida una cita que puede servir de telón, si en la anterior era pluriempleo, ahora será impago:

En 1985, el actor español Fernando Fernán Gómez rindió homenaje a la vida de los cómicos ambulantes de la postguerra española en su novela El viaje a ninguna parte, que luego llevó al cine con el mismo título. La historia, una mezcla de relato biográfico y de homenaje postrero a los últimos cómicos de la legua, transcurre por rutas de la geografía manchega, yendo y viniendo "de pueblo en pueblo... Siempre de camino, como en la canción de Los Panchos", en palabras del propio Fernán Gómez. Componiendo quizá también el último cuadro quijotesco y tragicómico de una bojiganga cervantina del siglo XX.[6]




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