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Carlos II de España



¿Qué día cumple años Carlos II de España?

Carlos II de España cumple los años el 6 de noviembre.


¿Qué día nació Carlos II de España?

Carlos II de España nació el día 6 de noviembre de 1661.


¿Cuántos años tiene Carlos II de España?

La edad actual es 363 años. Carlos II de España cumplió 363 años el 6 de noviembre de este año.


¿De qué signo es Carlos II de España?

Carlos II de España es del signo de Escorpio.


¿Dónde nació Carlos II de España?

Carlos II de España nació en Madrid.


Carlos II de España, llamado «el Hechizado» (Madrid, 6 de noviembre de 1661-Madrid, 1 de noviembre de 1700), fue rey de España entre 1665 y 1700.[nota 2][1]

Hijo y heredero de Felipe IV y de Mariana de Austria, permaneció bajo la regencia de su madre hasta que alcanzó la mayoría de edad en 1675. Aunque su sobrenombre le venía de la atribución de su lamentable estado físico a la brujería e influencias diabólicas, es probable que los sucesivos matrimonios consanguíneos[2][3]​de la familia real ocasionaran sus graves problemas de salud, con síntomas como musculatura débil e infertilidad.[4]​ Algunos autores han sugerido que el heredero padecía síndrome de Klinefelter.[5]​ Todo ello acarreó un grave conflicto sucesorio, al morir sin descendencia y extinguirse así la rama española de los Habsburgo.

A Carlos II se le ha atribuido el inicio de la decadencia española, pero una parte de la historiografía del siglo XXI ha cuestionado tanto esto como la gravedad de la salud del monarca, quien junto a sus hombres, logró mantener intacto el imperio frente al poderío francés de Luis XIV, consiguió una de las mayores deflaciones de la historia, el aumento del poder adquisitivo en sus reinos, la recuperación de las arcas públicas, el fin del hambre y la paz. Por estos logros, María Elvira Roca Barea[6]​ lo considera un rey desconocido, pero que fue quien comenzó las reformas y logró un bienestar que lapidaron pronto los borbones y autores como Luis Antonio Ribot García[7]​ dirán de él «ni tan hechizado ni tan decadente» y en algunas regiones como Cataluña o Italia es tenido como uno de los mejores reyes españoles,[8]​ por no decir el mejor. [9]

Felipe IV se había casado por primera vez con Isabel de Francia (fallecida en 1644). De esta unión nació un único hijo varón, el príncipe Baltasar Carlos, muerto en 1646, lo que provocó que el rey decidiese casarse en segundas nupcias (1649) con su sobrina, la archiduquesa Mariana de Austria, hija del emperador Fernando III y de María Ana de Austria (hermana de Felipe IV), con el objetivo de asegurar la continuidad dinástica en el trono. De este matrimonio nacieron varios hijos, de los cuales solo sobrevivieron la infanta Margarita Teresa y el último de los hijos varones, Carlos.[7]

El rey Carlos apenas tenía tres años cuando su padre falleció (1665), dejando este establecido en su testamento como regente a su viuda, la reina Mariana de Austria:

La reina sería asistida por una Junta de Regencia formada por seis miembros: el presidente del Consejo de Castilla (García Haro Sotomayor y Guzmán, conde de Castrillo), el vicecanciller del Consejo de Aragón (Cristóbal Crespí de Valldaura), un representante del Consejo de Estado (Gaspar de Bracamonte y Guzmán, conde de Peñaranda), un grande de España (Guillén Ramón de Moncada, marqués de Aytona), el Inquisidor General (cardenal Pascual de Aragón) y el arzobispo de Toledo (cardenal Baltasar Moscoso y Sandoval) como máxima autoridad religiosa en la Monarquía.

Cuando se abrió el testamento de Felipe IV, uno de los miembros de la Junta ya había fallecido: quedaba así vacante el puesto del Arzobispado de Toledo. Su titular, el cardenal Baltasar Moscoso y Sandoval, había muerto solo unas horas antes que Felipe IV. La reina hubo de buscar soluciones y con la intención de dejar vacante el puesto de Inquisidor General, obligó a don Pascual de Aragón a ocupar el arzobispado de Toledo. De este modo el puesto de Inquisidor General quedó libre para ser copado poco después por el máximo confidente de la reina: su confesor el padre Juan Everardo Nithard.

La muerte de Felipe IV y la asunción de la regencia por parte de Mariana de Austria hicieron que esta se sintiese de repente sola en medio de la vorágine de acontecimientos que se sucedieron tras el fallecimiento de su marido. Centro de las miradas, blanco de las exaltaciones y de las críticas, la reina viuda requirió el apoyo de su fiel confesor, el padre jesuita Juan Everardo Nithard, que la había acompañado en 1649 a Madrid desde la corte de Viena, y no solo en su vertiente espiritual, sino en la controvertida vertiente política.[11]

Así, el padre Nithard llegó a copar puestos de gran relevancia en la monarquía, actuando como un verdadero "valido" al ser casi la única persona en la que la reina regente depositó su plena confianza. Nithard logró recabar con su ascenso un gran número de odios tanto en los círculos políticos como en los religiosos; y es que el padre jesuita no solo entró a formar parte del Consejo de Estado en enero de 1666 sino que también alcanzó el puesto de Inquisidor General, la cúspide de la gran institución eclesiástica de la monarquía. El encumbramiento del jesuita a tal dignidad jurídico-religiosa no fue en absoluto fácil, pero la reina puso en juego todos los recursos que tuvo a su alcance para conseguir tal cargo para su confesor. En primer lugar consiguió que el Inquisidor General en funciones, el arzobispo de Toledo, don Pascual de Aragón, renunciara a su puesto y se retirara a su arzobispado, dejando a la vez su puesto en la Junta de Regencia en la que, según el testamento de Felipe IV, debía estar el Inquisidor General.

El segundo paso era el de naturalizar a Nithard, pues un extranjero no podía alcanzar el puesto de Inquisidor General, para lo cual tuvo que ganarse el apoyo de las ciudades castellanas con voto en cortes. En tercer y último lugar, fue necesaria una aprobación papal ya que Nithard, como jesuita no podía aceptar cargo alguno sin el consentimiento del sumo pontífice, debido a las reglas de su compañía. La reina no dudó entonces en dirigirse al papa Alejandro VII para solicitar vehementemente su aprobación del puesto inquisitorial para su confesor. El papa eximió a Nithard de su voto jesuítico que le impedía ejercer cargos políticos, en la bula promulgada el 15 de octubre de 1666; con este último acto el padre jesuita obtuvo el cargo de Inquisidor General que lo convirtió en miembro de la Junta de Regencia.

La nobleza rechazó desde un principio el encumbramiento de Nithard, al que consideraron un advenedizo carente de los merecimientos que ostentaba; y los dominicos, orden opuesta a los jesuitas, se sintieron heridos en su orgullo al observar cómo un jesuita les arrebataba la primacía del confesionario real, así como el gran puesto inquisitorial. Por tanto, la coyuntura política de un momento en el cual el ministro-favorito estaba en decadencia, la baja condición del elegido, la orden a la cual pertenecía, sus muestras de ambición poco acordes con su condición jesuítica y su sospechosa cercanía a la reina, fueron las premisas determinantes de las numerosas críticas que Nithard recibió durante su valimiento.

No obstante, Nithard no tuvo tanta influencia política como se ha pensado,[12]​ y de hecho despertaron más oposición las circunstancias de su encumbramiento o su condición de jesuita extranjero de baja estirpe y el favoritismo que la reina mostró hacia su persona, que su verdadera gestión al frente de la Monarquía. Nithard se hizo odioso porque taponó las vías de acceso a la reina, hecho del que tampoco fue totalmente responsable, pues Mariana de Austria mostraba suma desconfianza hacia la gran nobleza española y hacia don Juan José de Austria, el máximo enemigo del confesor. El papel de Nithard como político y aun como la más alta autoridad religiosa de la Monarquía fue más bien mediocre, siendo su verdadera influencia difícil de calibrar. Parece que favoreció la inserción de determinados personajes en la Junta de ministros, fue el ideador de la Guardia Chamberga, etc., pero sus votos en el Consejo de Estado, de carácter más teológico que político, no siempre fueron atendidos. Por otra parte, Nithard tampoco supo procurarse una red de poder que lo mantuviera en su valimiento; muy al contrario, en los tres años en los que disfrutó de la cercanía de la reina, fue ganando enemigos hasta que fue expulsado con la esperanza de que su lejanía calmara la tormentosa situación política.

Entre 1665 y 1668, Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV y, por tanto, medio hermano de Carlos II, luchó denodadamente por conseguir un puesto de relevancia en la Corte, visiblemente desgastado por sus continuadas campañas militares en Italia, Cataluña, Flandes y Portugal, hasta el punto de presentarse con sus hombres a las puertas de Madrid al grito de "Viva el rey. Muera el mal gobierno".[11]

Cuando murió Felipe IV, en septiembre de 1665, don Juan tenía 36 años, mientras que su medio hermano, Carlos II, tan solo tres. En su testamento el rey dejó dispuesto lo siguiente (cláusula 37):

No obstante, don Juan quedó excluido de todo puesto político de relevancia, sea en la Junta de Regencia que en el Consejo de Estado, lo que provocó en él un gran estado de postración, como así indicaba por escrito a la Reina:

A todo esto se unió su malestar, como el de otros muchos grandes y nobles, por el fulgurante ascenso del jesuita Nithard.

En el terreno político Nithard había cosechado continuos fracasos, tanto en el interior como en el exterior (valga recordar el malestar por la firma del Tratado de Lisboa que reconocía oficialmente la independencia de Portugal). Se ganó también muchas antipatías por haber aconsejado la prohibición de las representaciones teatrales.[11]​ Por último, las exigencias de dinero para hacer frente a los múltiples problemas planteados, ponían de relieve la incapacidad del confesor de poner en marcha una política económica eficiente. Además, sus proyectos conducentes al establecimiento de una contribución única y a rebajar los impuestos del consumo, no se aceptaron.

Carlos II fue proclamado rey en 1665, a los tres años. Era una persona educada por teólogos, pero su mala salud hacía sospechar que moriría joven, por lo que se descuidó su educación en las tareas de gobierno.[7]​ En esas fechas la lucha contra Valenzuela aumentó hasta que doce años después, en 1677, Juan José de Austria marchó sobre Madrid y tomó el poder apoyándose en la nobleza. Valenzuela fue desterrado y la Reina madre abandonó la Corte fijando su residencia en el Alcázar de Toledo. Juan José de Austria, con el apoyo popular, se convirtió en el nuevo valido. Su gobierno quedó ensombrecido por la lucha política contra sus adversarios y la dramática situación de la monarquía hispánica, obligada a ceder el Franco Condado a Francia mediante la Paz de Nimega en 1679. En ese mismo año, el rey, de 18 años de edad, se casa en primeras nupcias con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia. Aunque nunca llegó a estar verdaderamente enamorada de su marido, con el paso de los años María Luisa llegó a sentir un genuino afecto hacia él. Carlos, por su parte, amaba tiernamente a su esposa. Ante la falta de sucesor la reina llegó a realizar peregrinaciones y a venerar reliquias sagradas. Finalmente murió en 1689, dejando al rey en un estado depresivo probablemente a causa de las pócimas que le hacían tomar.[11]

El rey Carlos II, plenamente consciente de su incapacidad para asumir las funciones de gobierno, tuvo el buen criterio de poner al frente de los cargos más importantes a personas bien preparadas. Autores como Ribot García (2006) opinan que quizá subestimaba su propia capacidad. Las primeras medidas para reducir la galopante inflación, evitar el déficit permanente y llenar las arcas reales las puso en práctica Fernando de Valenzuela, pero estuvo poco tiempo al frente de las finanzas y sus medidas no tuvieron tiempo de fructificar.[13]

La medidas emprendidas por Valenzuela las retomó el siguiente valido Juan Francisco de la Cerda, duque de Medinaceli (1680-1685). Pese a que sus disputas con la Reina y otras personas influyentes fueron numerosas, de la Cerda ostenta el mérito de conseguir una de las mayores deflaciones de la Historia antes de dimitir de su cargo,[13]​ lo cual fue perjudicial para las arcas públicas, pero muy beneficioso para los súbditos del Rey, primer paso para una recuperación económica.

Tras el abandono del de Medinaceli ocupa su lugar Manuel Joaquín Álvarez de Toledo-Portugal y Pimentel, conde de Oropesa (1685-1691), quien continúa con la política de colocar en los puestos claves a personas conocedoras de la materia y no a nobles por el mero hecho de serlo. Bajo sus directrices se creó la Superintendencia General de la Real Hacienda, presidida por el marqués de Vélez. Sus objetivos fueron conocer el techo de gasto elaborando un presupuesto desde cero, condonar las deudas a los municipios para permitirles recuperarse, reducir los impuestos y terminar con los gastos suntuosos, entre los más importantes.[13]

Con todas estas medidas el reinado de Carlos II en lo económico ha sido calificado por autores como Ribot García (2006) como "un remanso de paz", aliviando la presión sobre sus súbditos, permitiendo el superávit y acabando con las sucesivas bancarrotas en las que incurrieron su padre, su abuelo y hasta su bisabuelo. Además de posibilitar la llegada de fondos que sorprendieron gratamente a su sucesor años después.[14]

Al enfrentamiento con la tradicional aristocracia y la Iglesia, y su falta de sintonía con la nueva reina, Mariana de Neoburgo, segunda esposa del rey, se unieron los desastres de la guerra contra Francia —pérdida de Luxemburgo por la Tregua de Ratisbona en 1684, invasión francesa de Cataluña en 1691— que precipitaron la caída de Álvarez de Toledo-Portugal y Pimentel, en junio de 1691.[8]

Uno de los hechos más importantes que cambiaría más tarde la monarquía hispánica fue la Paz de Ryswick, firmada con Francia en 1697 después de la ocupación francesa en el Palatinado. La consecuencia más importante de esta paz fue la posibilidad de Francia de acceder al trono de la Corona española.[8]

Aunque en los últimos años de su reinado el rey decidió gobernar personalmente, su manifiesta incapacidad puso el ejercicio del poder en manos de su segunda esposa, la reina Mariana de Neoburgo, aconsejada por el arzobispo de Toledo, el cardenal Luis Fernández Portocarrero.[8]​ Según un embajador francés, durante los últimos años el rey se encontraba en estado muy precario: «Su mal, más que una enfermedad concreta, es un agotamiento general».

Dada la falta de posteridad directa del Rey, comenzó una compleja red de intrigas palaciegas en torno de la sucesión. Este asunto, convertido en cuestión de Estado, consumió los esfuerzos de la diplomacia europea. Tras la muerte del heredero pactado, José Fernando de Baviera, en 1699, el rey Carlos II hizo testamento el 3 de octubre de 1700 en favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia y de su hermana, la infanta María Teresa de Austria (1638–1683), la mayor de las hijas de Felipe IV.[8]​ Esta candidatura era apoyada por el cardenal Portocarrero. La cláusula 13 del susodicho testamento rezaba:

Mariana de Neoburgo, en cambio, apoyaba las pretensiones de su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo I de Habsburgo. Las pretensiones del archiduque austríaco fueron respaldadas por Inglaterra y Países Bajos, las tradicionales enemigas de España durante el siglo XVII, que además rivalizaban con la Francia hegemónica de Luis XIV. Aunque el hechizado Carlos fuera manipulado por su entorno para apuntalar la candidatura del Borbón, este ya se anteponía a su rival por derecho dinástico ya que contaba con más ascendientes españoles que su rival austríaco.[8]

Carlos II, último de los Habsburgo españoles, falleció el 1 de noviembre de 1700, a los 38 años, aunque aparentaba una mayor edad. Según el médico forense, el cadáver de Carlos «no tenía ni una sola gota de sangre, el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenados, tenía un solo testículo negro como el carbón y la cabeza llena de agua».[16]

Se dice que en el momento de expirar se vio en Madrid brillar al planeta Venus junto al Sol, lo cual se consideró un milagro. Al mismo tiempo, en la lejana Bruselas, donde evidentemente no habían llegado aún las noticias de la muerte del rey, se cantó un Tedeum en la iglesia de Santa Gúdula por su recuperación. Al enterarse de esto, el astrólogo Van Velen exclamó que rezaban por la mejoría del monarca cuando en realidad acababa de fallecer.

El 6 de noviembre la noticia del fallecimiento del rey Carlos II llegó a Versalles. El 16 del mismo mes Luis XIV anunció que aceptaba lo estipulado en el testamento del rey español. El ya Felipe V de España partió hacia Madrid, a donde llegó el 22 de enero de 1701.[17]​ La tensión entre Francia y España y el resto de potencias europeas, que ya desde un principio desconfiaban del poder que iban a acumular los Borbones, aumentó debido a una serie de errores políticos cometidos en las cortes de Versalles y Madrid. Austria, que no reconocía a Felipe V como rey, envió un ejército hacia los territorios españoles en Italia, sin previa declaración de guerra. El primer encuentro entre este ejército y el francés se produjo en Carpi el 9 de julio. El 7 de septiembre Inglaterra, las Provincias Unidas y Austria firmaron el Tratado de La Haya y en mayo de 1702 todos declararon la guerra a Francia y España, indica Martínez Shaw (2000, p. 54).

Cuando el joven rey tenía veinte años, su figura y deplorable estado llegarían a impresionar al nuncio papal:

El dramaturgo del romanticismo Antonio Gil y Zárate compuso una famosa pieza teatral, Carlos II (1837). Francisco Ayala le dedicó "El hechizado", uno de los seis relatos de Los usurpadores (1949). Y Ramón J. Sender la novela histórica Carolus Rex (1963).

Según una investigación realizada y publicada a principios de 2016 por los investigadores Gonzalo Álvarez y Francisco Ceballos, del Departamento de Genética de la Universidad de Santiago de Compostela sobre la consanguinidad de los Austrias españoles, el rey Carlos II presentaba un coeficiente de consanguinidad muy alto, del 25,4%, siendo ligeramente superior al alcanzado en una relación incestuosa entre padres e hijos o entre hermanos (25%).

Los padres de Carlos II eran tío y sobrina entre sí, pero, además, sus abuelos paternos eran primos segundos y sus abuelos maternos, primos terceros.

Todos sus abuelos llevaban el apellido de Austria. De sus ocho bisabuelos, seis también compartían el apellido de Austria. De sus dieciséis tatarabuelos, nueve también compartían apellido.

Además de ser varios bisabuelos también tatarabuelos, y sus abuelos paternos eran también bisabuelos por parte de madre. En definitiva, este enredo familiar lo convierte en un monarca con un coeficiente de consanguinidad muy elevado, lo que muy probablemente propició la precaria salud del rey durante su vida y la incapacidad de engendrar un heredero.[18]





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