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Cesáreo de Arlés



Cesáreo de Arlés (Chalon-sur-Saône , c. 470 - Arlés, 26 de agosto de 542) fue un arzobispo de Arlés y santo cristiano, cuya festividad se celebra el 27 de agosto. Nació en Francia de familia religiosa y humilde: parentes atque prosapies supra omnes concives suos de fide potius et moribus floruerunt.

De niño era tan generoso que regalaba su ropa a los pobres y al llegar a casa medio desnudo decía a sus padres “que se la habían robado”. A los 18 años, sin consultarlo con sus padres, pidió a su obispo Silvestre entrar en el orden clerical. Su familia, aunque con dificultad, aceptó este paso, toda vez que no compartía que dejase la casa paterna. Pero poco después, deseoso de mayor entrega a Dios, huyó al célebre monasterio en la isla de Lérins, frente a Marsella, célebre por su intensa vida religiosa hasta el punto que de hecho se había convertido en seminario del episcopado francés. Para alcanzar su propósito debió escapar de las personas que su madre había mandado para hacerlo volver a casa, salvando a nado un río.

En Lérins coepit esse in vigiliis promptus, in observatione sollicitus, in obauditione festinus, in labore devotus, in humilitate praecipuus, in mansuetudine singularis (Vita I, 1, 5) aprendiendo la vida monástica a partir de las severísimas Instructiones del abad Fausto. Combatía sin descanso el propio yo, ejercitaba para con los hermanos la más amplia caridad, se guardaba de las menores negligencias a la regla, incluso involuntarias, las cuales, cuando se hacen frecuentes, pueden incubar fuertes caídas imprevistas, se mostraba siempre atento a los movimientos de su corazón y por la tarde examinaba bien su conciencia para corregir al día siguiente las faltas cometidas.

Los superiores le encomendaron el cargo de despensero, que se daba únicamente a monjes de costumbres irreprensibles, sabios, prudentes y sobrios. Debía ocuparse de las necesidades materiales de los monjes, de los huéspedes, de los enfermos. Tomó la actitud de distribuir lo necesario a quienes, por espíritu de renuncia, no pedían nada para sí, y se negaba a satisfacer las peticiones de quienes sabía que no tenían tales necesidades, por más que insistieran. Este proceder levantó tales antipatías entre estos últimos que el abad Porcario decidió exonerarlo de su cargo, con gran alegría para Cesáreo. Movido por el espíritu de rígido ascetismo que había aprendido en las Instructiones se entregó a penitencias excesivas que acabaron minando su salud. Porcario lo mandó entonces a Arlés, donde vivían unos familiares de Cesáreo, para que se recuperase. Así fue como abandonó, después de cinco o seis años (490-496) aquel lugar en el que había soñado pasar toda la vida.

Arlés era una ciudad portuaria, con todo el ambiente moral que esto significa, pero también era la primera metrópolis eclesiástica de la Galia, con sacerdotes de costumbres ejemplares e intensa vida de piedad en muchos fieles. Entre ellos se encontraban dos nobles, el senador Firmino y la viuda Gregoria, que socorrían a los pobres y acogían círculos de las personas más nobles y cultas que pasaban por la ciudad. En Arlés la abadía de Lérins se tenía como era el culmen de la santidad, a la que dirigían consultas, peticiones, etc. y correspondían acogiendo con todos los honores a sus monjes cuando estos debían ir a la ciudad.

Firmino y Gregoria, descubriendo en el monje Cesáreo un entendimiento bien dotado, lo pusieron bajo la guía del orador Pomerio, uno de los últimos representantes de la tradición escolástica romana, con el fin de que uniera en sí las virtudes monásticas y la finura del gusto artístico.

La lectura de las pasiones humanas, tan vivamente descritas en los autores clásicos, turbaban el ánimo de Cesáreo, acostumbrado a las lecturas y estilo de vida monástico. Después de un sueño, que le pareció un aviso de Dios contra tales lecturas, abandonó los libros de sabiduría humana. No por ello rompió con el maestro, que influido por su discípulo entró en el clero y utilizó en adelante su saber retórico al servicio del Evangelio.

Firmino y Gregoria lo presentaron al obispo de la ciudad, Eón, el cual al saber que eran de la misma tierra e incluso parientes, se alegró mucho y, después de reiteradas insistencias, logró que el abad Porcario le permitiese agregarlo a su clero. Una vez sacerdote, lo nombró abad de un monasterio cercano a la ciudad. Los monjes, carentes de regla y de abad, vivían como otros muchos en Francia, de modo desordenado y a la mínima dificultad pasaban de un monasterio a otro. En tres años Cesáreo logró que cundiese una saludable disciplina. De esta época son sus Sermones ad monachos.

El obispo Eón, anciano y achacoso, reunió el clero y los más eminentes ciudadanos de Arlés y les confesó su dolor porque, a causa de sus enfermedades, en los últimos años no había cuidado como debería a sus ovejas y se había relajado la disciplina eclesiástica. Creía que su responsabilidad delante de Dios no sería tan grande si proveía a disponer un sucesor que pudiera restablecerla como antes y dio el nombre de Cesáreo, con el parecer favorable de la asamblea.

A la muerte del obispo, Cesáreo huyó para no ser nombrado su sucesor, pero lo encontraron y lo trajeron a la ciudad, donde acabó aceptando este cargo. La diócesis de Arlés competía con la de Viena del Delfinado por el título primado de la Galia. Tras una larga historia, Cesáreo heredó una provincia eclesiástica que comprendía 27 obispados.

Vivió sin embargo toda su vida como un monje, lleno de austeridad, vendiendo todos los objetos preciosos del servicio doméstico. Se levantaba a rezar de noche, introdujo la liturgia de las horas en una iglesia de Arlés. Luchó por aumentar el nivel cultural y la instrucción religiosa de la gente, sin ceder al falso prejuicio de que la incultura fomenta la religiosidad. Para formar clérigos instituyó una escuela episcopal y numerosas escuelas parroquiales, no admitiendo a los órdenes a quien no hubiera leído al menos cuatro veces toda la Biblia. En la comida tenía lectura y solía preguntar a los comensales sobre el contenido de lo leído.

Estaba convencido de que su deber era predicar la Palabra de Dios y lo hacía con grande dedicación. Pero ninguna de sus predicaciones superaba los quince minutos, para no abusar de la paciencia de la gente. En una ocasión no dudó en bajar del ambón y correr tras las personas al ver que salían de la iglesia al empezar el sermón; en adelante se cerraban las puertas del templo en ese momento. Desde el púlpito enseñaba a observar actitudes reverentes dentro de la iglesia, pues muchos se sentaban en el suelo sin cuidar sus posturas. Acostumbrado a la obediencia monástica, la exigía de todos con energía; era muy riguroso con los jóvenes y pecadores. Su severidad iba unida sin embargo a la compasión. Para los pobres hizo construir un hospital de gran tamaño en el que cuidó que no faltase nada. En una época en que se flagelaba a los siervos desobedientes hasta la muerte, él no permitía que se pasara de treinta y nueve golpes de vara. Recorría una vez al año toda la diócesis.

Por acusaciones políticas, el rey Alarico II lo hizo deportar a Burdeos (se decía de él que quería pasarse al reino enemigo de los francos). Cuando se descubrió la verdad, el acusador salvó la vida solo por intercesión de Cesáreo.

Convocó el "Concilio de Agde", que organizó la disciplina de la Iglesia, en colaboración con el poder civil, algo así como la reglamentación eclesiástica, que completaba el Breviarius (código civil) de Alarico. Aquí demostró el obispo un admirable espíritu organizador. Pero todo ese edificio de paz y concordia que se estaba construyendo cayó a la muerte de Alarico y el reino visigodo se desmembró. Los francos pusieron sitio a Arlés, cuyos ciudadanos se defendieron con valor, dando tiempo a la llegada de los refuerzos de Teodorico. Durante el asedio un pariente del obispo huyó de la ciudad descolgándose de las murallas y se pasó al enemigo. Un grupo de judíos entonces azuzaron al pueblo para que linchara al obispo por traidor, pero las circunstancias lo impidieron y pasada la furia se descubrió que este grupo había pactado con el enemigo entregar la ciudad con tal de que no los alcanzara la venganza.

La guerra dejó devastación, hambre, ruinas, graves pestilencias, prisioneros. Aquí es donde se mostró la talla del obispo Cesáreo. Para salvar a los prisioneros no dudó en vender los objetos preciosos del culto, como Lorenzo, Ambrosio y Epifanio. Su caridad llegó a los desventurados de ambos bandos, hasta el punto que los reyes enemigos le enviaron tres barcos cargados de grano, como signo de gratitud por su atención a los prisioneros de su bando que él había atendido. Nuevamente se pensó que había entre él y esos reyes algún pacto y se le ordenó que se presentara en la corte de Rávena. El rey Teodorico, al verlo llegar pobre y con aspecto venerable, se descubrió ante él y lo trató con honores. Le regaló un plato de plata, pidiéndole que lo guardara como recuerdo suyo, pero a los tres días ya la había vendido y con lo recabado liberó algunos prisioneros. Las gentes necesitadas de la ciudad entonces acudían en masa a él, para pedirle por sus necesidades, y no teniendo qué darles, pidió a varios personajes de la corte que lo ayudaran con sus bienes para hacer la caridad. El Papa Símaco lo quiso conocer y al llegar a Roma le concedió el palio, a sus diáconos el uso de la dalmática, le renovó el título de metropolita y de vicario de la Santa Sede, además de primado de Galia e Hispania.

De vuelta en Arlés, ayudó mucho a Cesáreo la amistad con el prefecto Liberio, hombre recto y bueno que gobernó la provincia con gran humanidad. En las discusiones entre pelagianos y agustinianos, Cesáreo tomó parte por estos últimos y logró convocar el concilio de Orange (año 529), y darle valor ecuménico al obtener del Papa un documento base sobre la doctrina recta que todos suscribieron, así como la aprobación del documento final. Convocó otros cuatro concilios. En uno de ellos, el de Vaison, logró que se diera a los simples sacerdotes el derecho a predicar, porque en el campo, donde el obispo llegaba más difícilmente, reinaba la más absoluta ignorancia religiosa. Un siglo antes el papa Celestino I había prohibido que predicaran los sacerdotes, preocupado por su falta de formación, por la desorientación que podían causar entre la gente.

Terminó sus años dedicado a la predicación y al monasterio femenino de san Juan, puesto bajo la guía de su hermana Cesárea. Para ellas escribió la primera Regla femenina que abarca sistemáticamente toda la vida de las monjas. Hasta entonces existían ordenamientos varios que no alcanzan a constituir una regla. Revisó varias veces esta regla hasta el final de su vida, en que le añadió la Recapitulatio para fijar definitivamente los puntos más importantes. A sus hijas espirituales dirigió tres cartas exhortatorias, a ellas su testamento, a ellas quiso ser conducido cuando sintió próximo el fin de su vida terrena, que tuvo lugar el 543.

En ellas no profundiza los contenidos de la fe (no es un especulativo, sino un catequista). Lo vemos, por ejemplo, en una obra escrita para dar a los católicos los principales argumentos de la Escritura con que refutar el error arriano: De mysterio sanctae Trinitatis. Hallamos que no es una obra original, sino un compendio de dos siglos de reflexión teológica de la Iglesia. Los cristianos, obligados a vivir con dominadores arrianos, no siempre salían con honor de las disputas con ellos por su falta de preparación. Este libro les quiere ofrecer herramientas para defender su fe; por eso es sencillo, al alcance de todos.

Sobre el problema del pelagianismo escribe: Quid domnus Caesarius senserit contra eos qui dicunt quare aliis det deus gratiam, aliis non det, además de los Capitula Sanctorum Patrum y los Capitula Sancti Augustini in urbe Roma transmisa. Acepta en estas obras sin discutirlas las enseñanzas agustinianas sobre la gracia, incluso en sus conclusiones más extremas (se condenan también quienes sin culpa no pueden recibir el bautismo).

Regula ad monachos. Se trata de una regla dada por el obispo a todos los monasterios de su diócesis. Su piedra angular es la estabilidad: Imprimis, si quis ad conversionem venerit, ea conditione excipiatur, ut usque ad mortem suam ibi perseveret. Trataba de evitar así el problema de los monjes que erraban de monasterio en monasterio, los gyrovagi, o los nobles que al sentir el orgullo herido con la primera reprensión del superior dejaban la vocación. En segundo lugar, la pobreza: los monjes debían vender todos sus haberes en bien de sus parientes o del monasterio. Todo lo que llevaran debían entregarlo al abad, que se lo devolvería si lo necesitaban o en caso contrario se lo daría a otros. La vida era toda en común, sin celdas ni armarios privados.

Regula ad virgines. Como hemos dicho, es la primera verdadera regla femenina. Las de Basilio, Ambrosio, Evagrio o Jerónimo son más bien exhortaciones, lo mismo que la carta 211 de san Agustín. Se trata de una regla paternal y comprensiva, que daba plena autonomía al monasterio respecto del obispo en su disciplina interna y la elección de la abadesa. El Papa Hormisda confirmó este decreto. Dicha regla fue adoptada en Italia, en el Rin, en Galia, y en muchos casos adaptada a los hombres.

Dirigidas unas al público culto de su ciudad, otras a los rústicos de su diócesis. Dado que todos los sacerdotes deben predicar, pero no todos tienen la formación para hacerlo, hace colecciones de homilías, suyas o de otros autores, y las manda como subsidios. Sus homilías se distinguen por una absoluta claridad, sin rehuir el tratar directamente ningún problema moral, sea el adulterio, sea el sacrilegio de quienes corren tras los adivinos y supersticiones, tan comunes y difundidas en su tiempo.

Además conservamos su testamento espiritual y algunas cartas suyas.

Cesáreo de Arlés no es un político, no es un literato, sino un monje, un apóstol, un santo. No sintió el atractivo de la cultura profana, no escribió para dejar un nombre tras de sí, aunque no le faltaban dotes que hubieran podido hacer de él un literato: la fuerza del sentimiento, el amor de la belleza, sentido de la moderación. No busca ser original en los libros de teología: acepta las conclusiones y razones aducidas por otros. De su parte pone el fuego de la exhortación, la paternidad del consejo, la persuasión. Y por eso su prosa, que él mismo llama rusticissima, porque no obedece a las leyes retóricas, sino al afán de hacerse entender por la gente sencilla, discurre limpia y clara, y encuentra el camino del corazón porque nace del amor.

Espíritu eminentemente práctico, gran organizador, apóstol y santo, trabaja por la unidad espiritual de Galia, combate los errores dogmáticos de su tiempo, trata de restablecer las buenas costumbres, de afianzar la disciplina eclesiástica, la vida religiosa, de mejorar el reclutamiento y formación del clero, de fomentar entre ellos el ministerio de la predicación, de ayudarlos en esta tarea, siempre fiel a la Santa Sede.

Como fuente principal para su vida contamos con los datos de la Vita S. Cesarii, escrita por cinco discípulos suyos. En este relato se expone como propósito el narrar la verdad de los hechos, sin grandes pretensiones literarias: Unum tamen hoc in praesentis opusculi devotione a lectoribus postulamus, ut... non arguant quod stylus noster videtur pompa verborum et cautela artis grammaticae destitutus, quia actus nobis et verba vel merita tanti viri cum veritate narrantibus lux sufficit eius operum et ornamenta virtutum. [...] Meretur siquidem hoc et Christi virginum pura sinceritas, ut nihil fucatum, nihil mundana arte compositum, aut oculis offeratur, aut placiturum: sed de fonte simplicis veritatis manantia purissimae relationis verba suscipiant (Praef. 2).



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