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Cielo



Cielo (del latín caelum; de caelum tangi: ser –tocado– herido por el rayo)[1]​ se define a menudo como el espacio en el que se mueven los astros y por efecto visual parece rodear la Tierra.

En astronomía, cielo es sinónimo de esfera celeste: una bóveda imaginaria sobre la cual se distribuyen el Sol, las estrellas, los planetas y la Luna. La esfera celeste se divide en regiones denominadas constelaciones.

En la mitología romana, Caelus era el dios del cielo, equivalente al Urano griego.

En meteorología el término cielo hace referencia a la zona gaseosa más densa de la atmósfera de un planeta.

Algunos de los fenómenos naturales vistos en el cielo son las nubes, el arcoíris y la aurora. El relámpago se puede ver en el cielo durante las tormentas eléctricas. Como resultado de actividades humanas, la neblina se ve a menudo sobre ciudades grandes durante las primeras horas del día.

El color del cielo es resultado de la gran interacción de la luz solar con la atmósfera. En un día de sol el cielo de nuestro planeta se ve generalmente celeste. El color varía entre el naranja y rojo durante el amanecer y al atardecer. Cuando llega la noche el color pasa a ser un azul oscuro. Durante el día el Sol se puede ver en el cielo, a menos que esté oculto por las nubes. Durante la noche (y en cierto grado durante el día) la Luna, las estrellas y, en ocasiones, algunos planetas vecinos son visibles en el cielo.[2]

Según demostró Newton en su Óptica de 1704, aunque la luz procedente del sol se ve blanca, en realidad está compuesta por todos los colores del arcoíris, del rojo al violeta, pasando por el naranja, amarillo, verde y azul, y todos sus matices. Por otro lado, la luz está causada por partículas, los fotones, que se desplazan en ondas, vibrando a través del espacio. Algunos fotones viajan en ondas largas y suaves, como los que causan el color rojo, mientras que otros, como los que causan el azul, viajan en ondas más cortas. Si bien la luz viaja en línea recta, puede ser reflejada (como en un espejo), refractada (como en un prisma), o bien dispersada (como cuando choca con ciertas moléculas). Cuando la luz llega al planeta Tierra, colisiona con las moléculas que componen la atmósfera, pero no todas lo hacen de la misma manera: las ondas lumínicas que viajan en las "ondas más cortas", las azules, chocan más con las moléculas de la atmósfera que las largas, se dispersan entonces con más amplitud y frecuencia por el aire, "opacando" al resto y el cielo se ve azul.[3]

A su vez, cuando el sol se pone en el horizonte, la luz que emite tiene que pasar por más cantidad de moléculas atmosféricas y entonces el azul se dispersa en exceso, dando oportunidad al resto de los colores, sobre todo a los que viajan en ondas largas y suaves como el rojo, el naranja, y el amarillo, a que se manifiesten ante los ojos de quien mira un atardecer.[3]

Por otro lado, en lugares sin atmósfera, como la Luna, por ejemplo, la luz del Sol no choca con moléculas y llega "blanca". De esa manera es que, desde la Luna, se puede ver el espacio directamente.[3]

Esta explicación fue dada por el físico inglés Rayleigh. Por eso, este descubrimiento fue nombrado en su honor “difusión de Rayleigh”.

Durante el día se ve el cielo de color azul, debido a la desviación de la luz visible de longitud de onda corta de (380 nm a 500 nm aproximadamente).

Por la noche, la vista del cielo es extremadamente oscura, es negro, y en el horizonte oscuro. Esto se debe a que no llega casi nada de luz, solo la reflejada por la Luna, y la de las estrellas, apenas llegan a iluminar la superficie terrestre.

Las nubes, que se forman de grandes partículas coloras, reciben la luz y la reflejan sin cambiar su color, por eso vemos las nubes blancas. Este es un ejemplo de la difusión de Mie. Si ésta ocurre de forma masiva, la luz no es tanto reflejada, sino retenida, y el blanco pasa de una escala de grises a negro, dependiendo de lo gruesa que sea la nube.



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