El drama histórico es un subgénero dramático o teatral de amplia trayectoria en el que los temas o asuntos se basan en hechos históricos. William Shakespeare, Pedro Calderón de la Barca y otros autores empezaron a cultivarlo en los siglos XVI y XVII, y continúa hoy en día.
Refleja hechos del pasado español y recrea mitos fundamentales de la nación. Habitualmente los sucesos dramatizados son variantes de los conflictos entre monarquía, nobleza y pueblo. Como afirma Francisco Ruiz Ramón,
Los primeros dramas históricos españoles importantes surgen a finales del siglo XVI (la Numancia de Cervantes, por ejemplo), aunque hay algunos anteriores; destacan sobre todo los escritos por Lope de Vega, quien se inspiró frecuentemente en Crónicas impresas por diversos historiadores. La conciencia histórica colectiva común de una patria llamada España derivaba sobre todo del Romancero como fenómeno histórico-poético, según Stephen Gilman. A veces, el acercamiento a los temas históricos se hacía con la intención de transformarlos en poesía dramática (es decir, se produce una recreación, no exenta de anacronismos, falseamientos, faltas de verosimilitud...) y mitificar algunos personajes y hechos. En otras ocasiones existen ciertas relaciones entre la composición de la obra y el momento histórico dramatizado. Carol Bingham Kirby (para quien el drama histórico «surge en los grandes momentos de la transición de la historia de un pueblo») pone los siguientes ejemplos, precisamente lopianos: «Una obra ceremonial escrita unos meses después de un suceso, como El Brasil restituido (1625), proporciona unas perspectivas respecto al tiempo distintas que una obra escrita siglos después de los hechos, como El último godo (h. 1599). Lejos de la visión shakespeariana, en Lope se contempla la pervivencia de una visión medieval de la historia como providencial. En las obras sobre el Nuevo Mundo destaca la visión de la dialéctica entre vencidos y vencedores. Por otra parte, las dos visiones contrastadas sobre la figura del rey Pedro I, la del Cruel y la del Justiciero, también dan pábulo a interpretaciones históricas diversas.»
Otros dramaturgos del siglo XVII escribieron buenos dramas históricos, como Juan Ruiz de Alarcón (Los pechos privilegiados), sobre Alfonso V de León y Sancho de Navarra (siglos X-XI) o El tejedor de Segovia, ambientado en la época de Alfonso VI y tenido por antecedente del Don Álvaro o La fuerza del sino, o, sobre todo, Pedro Calderón de la Barca, (El sitio de Breda, h. 1625, escrito por encargo para celebrar una victoria sobre los luteranos, La cisma de Inglaterra, 1627, sobre Enrique VIII y Ana Bolena, El príncipe constante, h. 1629, sobre el martirio infligido a don Fernando de Portugal por el rey de Fez en Ceuta, o El tuzaní de la Alpujarra, h. 1633, sobre la sublevación de los moriscos y su exterminio a manos de las tropas de Felipe II mandadas por don Juan de Austria.
Sin embargo, la época dorada del drama histórico español fue el siglo XIX, cuando los románticos quisieron superar el dominio de la tragedia clásica de la Ilustración en el siglo XVIII. El dramaturgo Francisco Martínez de la Rosa publicó en 1830 sus Apuntes sobre el drama histórico, donde explicaba la contaminación con géneros como la tragedia, aunque establecía asimismo algunas diferencias (también, por el otro extremo, con la comedia):
El drama permitía una mayor libertad, al superar las unidades dramáticas y otros rígidos principios del Neoclasicismo (verosimilitud incluida), y los resultados eran más estimables, en el sentido de que las tramas y acciones escenificadas captaban mejor la atención y el interés del espectador. La materia argumental que suministraba la Historia era, además, inagotable, y siempre podía haber un hecho del pasado que pudiera servir para tratar asuntos actuales y contemporáneos, sobre todo aquellos que planteaban el gran conflicto de fondo entre liberales y absolutistas; en este teatro de histórico en que la intención política actual importa más que el simple telón de fondo histórico destacan sobre todo dos dramaturgos decimonónicos: el fecundo Tomás Rodríguez Rubí y Eusebio Asquerino.
En 1834 Francisco Martínez de la Rosa estrenó La conjuración de Venecia, ambientada en la Italia del siglo XIV; de ese mismo año es el Macías de Mariano José de Larra, autor también de El conde Fernán González y la exención de Castilla, obra sobre un legendario trovador gallego, y muy poco posterior es El trovador (1836) de Antonio García Gutiérrez, autor también de Venganza catalana de 1864 y Juan Lorenzo de 1865. Vinieron después obras de Manuel Bretón de los Herreros (Don Fernando el Emplazado, de 1837, sobre la muerte legendaria de Fernando IV), Antonio Gil y Zárate (Carlos II el Hechizado, del mismo año, obra anticlerical y sobre las intrigas palaciegas del último Austria, Don Álvaro de Luna, de 1840 y Guzmán el Bueno, de 1842, también muy exitosa) o Patricio de la Escosura (La corte del Buen Retiro, también de 1837, sobre la supuesta relación amorosa entre el conde de Villamediana y la reina Isabel de Borbón). Otros dramas históricos de Escosura son Don Jaime el Conquistador (1837), Las mocedades de Hernán Cortés (1845) o Don Pedro Calderón (1867), que refleja el proceso de exaltación nacional de figuras como la de Calderón o Quevedo (protagonista de varios dramas: la pieza de repertorio Don Francisco de Quevedo (1848), única obra dramática del poeta romántico Eulogio Florentino Sanz y de Una broma de Quevedo y Cuando ahorcaron a Quevedo, de Luis de Eguílaz, un asiduo cultivador de este género). En la década de los cuarenta se siguen produciendo importantes dramas históricos, como Dos Validos y castillos en el aire (1842, de Tomás Rodríguez Rubí, sobre el padre Nithard y el Conde de Peñaranda. Los dramas históricos de Rubí poseen siempre un motivo recurrente: el cese o el nombramiento de un primer ministro o ministro universal y la disputa del poder entre dos representantes opuestos, uno honrado, patriota e incorrupto y otro que es todo lo contrario. En la misma década, y también con una intención política actual, destaca Españoles sobre todo (1844), de Eusebio Asquerino, que obtuvo un gran éxito tratando sobre la Guerra de Sucesión a comienzos del siglo XVIII y, dado su paralelismo con la situación política de la época, se entendió como una propuesta de reconciliación nacional patriótica), o Traidor inconfeso y mártir, de José Zorrilla, sobre la tradición legendaria del rey don Sebastián de Portugal (véase Sebastianismo). De décadas posteriores son los dramas de Adelardo López de Ayala (Un hombre de estado, 1851, sobre el espectacular ascenso y caída de don Rodrigo Calderón, secretario de Felipe III y mano derecha del Duque de Lerma, y Rioja, 1854); Catilina, (1856), de José María Díaz, entre otras obras; Mariano Roca de Togores, con la pieza de repertorio Doña María de Molina; Tamayo y Baus (Locura de amor, 1835, sobre la pasión de Juana la Loca hacia Felipe el Hermoso), Un drama nuevo, de 1867 y Ventura de la Vega (La muerte de César, de 1865, que fue mal recibida por entendérsela como una defensa de la tiranía).
El drama histórico consiguió perdurar en el siglo XX a través de la variante modernista. José Echegaray se inició con dramas históricos como En el pilar y en la cruz (de 1878, sobre la represión del duque de Alba en Flandes) y La muerte en los labios, de 1889, sobre la persecución de Miguel Servet). El modernista Eduardo Marquina escribió Las hijas del Cid (1908), Doña María la Brava (1809) y En Flandes se ha puesto el sol (1910). Este teatro de lujoso cartón piedra mereció la hilarante parodia del comediógrafo Pedro Muñoz Seca en La venganza de don Mendo. Federico García Lorca dejó su Mariana Pineda (1927); Juan Ignacio Luca de Tena ¿Dónde vas Alfonso XII? (1957) y ¿Dónde vas, triste de ti? (1959) y Alejandro Casona, El caballero de las espuelas de oro (1964) sobre la vida de don Francisco de Quevedo. Antonio Buero Vallejo cultivó asiduamente el género sin demasiadas pretensiones históricas, solo para ofrecer una serie de semblanzas de creadores enfrentados con el poder; entre sus títulos de historia española, figuran El sueño de la razón, sobre Francisco de Goya, La detonación, sobre Mariano José de Larra, Un soñador para un pueblo, de 1958, sobre Esquilache y Las Meninas, de 1960, sobre Diego Velázquez. Entre los últimos dramaturgos cercanos al género figuran Domingo Miras con títulos como Las brujas de Barahona y De San Pascual a San Gil, entre otros. Entre ambos surgió una interesante polémica sobre la naturaleza del drama histórico que el crítico e historiador del teatro español Francisco Ruiz Ramón analizó en estos términos:
Han cultivado también el drama histórico en el siglo XX en España de forma asidua Carmen Resino, Concha Romero, Antonio Gala, Rodríguez Méndez y Martín Recuerda.
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