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Fallecer



La muerte (a veces referida por los eufemismos deceso, defunción, fallecimiento, finamiento, óbito, expiración, perecimiento, fenecimiento o cesación) es un efecto terminal que resulta de la extinción del proceso homeostático en un ser vivo; y con ello el fin de la vida.[1]​ Puede producirse por causas naturales (vejez, enfermedad, consecuencia de la cadena trófica, desastre natural) o inducidas (suicidio, homicidio, eutanasia, accidente, pena de muerte, desastre medioambiental).

El proceso de fallecimiento, si bien está totalmente definido en algunas de sus fases desde un punto de vista neurofisiológico, bioquímico y médico, aún no es del todo comprendido en su conjunto desde el punto de vista termodinámico y neurológico, y existen discrepancias científicas al respecto.

La muerte se puede definir como un evento resultante de la incapacidad orgánica de sostener la homeostasis. Dada la degradación del ácido desoxirribonucleico (ADN) contenido en los núcleos celulares, la réplica de las células se hace cada vez más costosa.

En el siglo XX la muerte se definía como el cese de la actividad cardíaca (ausencia de pulso), ausencia de reflejos y de la respiración visible. No obstante, con base en estas evidencias insuficientes muchas personas fueron inhumadas estando en estado de vida latente o afectadas por periodos de catalepsia.

Posteriormente, gracias a los avances tecnológicos y al mejor conocimiento de la actividad del cerebro, la muerte pasó a definirse como la ausencia de actividad bioeléctrica en el cerebro, verificable con un electroencefalograma. Más tarde aun esta evidencia resultó ser insuficiente, al demostrarse que el fenómeno de ausencia de actividad bioeléctrica en algunos casos muy excepcionales podía ser reversible, como en el caso de los ahogados y dados por fallecidos en aguas al borde del punto de congelación.

Históricamente, los intentos por definir el momento preciso de la muerte han sido problemáticos. Antiguamente se definía la muerte como el momento en que cesan los latidos del corazón y la respiración, pero el desarrollo de la ciencia ha permitido establecer que realmente la muerte es un proceso, el cual en un determinado momento se torna irreversible. Hoy en día, cuando es precisa una definición del momento de la muerte, se considera que este corresponde al momento en que se produce la irreversibilidad de este proceso. Existen en medicina protocolos clínicos que permiten establecer con certeza el momento de la muerte, es decir, que se ha cumplido una condición suficiente y necesaria para la irreversibilidad del proceso de muerte.

Forma irreversible de la pérdida de conciencia que se caracteriza por una desaparición completa de la función cerebral, con mantenimiento de la contracción cardiaca.[3]​ Gracias al avance tecnológico de la medicina, hoy es posible mantener una actividad cardiaca y ventiladora artificial en cuidados intensivos en una persona cuyo corazón ha dejado de latir y que no es capaz de respirar por sí misma, por lo cual esto demuestra que no ha fallecido. El protocolo utilizado para el diagnóstico de la muerte en este caso es diferente y debe ser aplicado por especialistas en ciencias neurológicas, y se habla entonces de "muerte cerebral" o "muerte encefálica". En el pasado, algunos consideraban que era suficiente con el cese de actividad eléctrica en la corteza cerebral (lo que implica el fin de la conciencia) para determinar la muerte encefálica, es decir, el cese definitivo de la conciencia equivaldría a estar muerto, pero hoy se considera, en casi todo el mundo, difunta a una persona (incluso si permanece con actividad cardiaca y ventiladora gracias al soporte artificial en una unidad de cuidados intensivos), tras el cese irreversible de la actividad vital de todo el cerebro, incluido el tallo cerebral (la estructura más baja del encéfalo, encargada de la gran mayoría de las funciones vitales), comprobada mediante protocolos clínicos neurológicos bien definidos y respaldada por pruebas especializadas.

En estos casos, la determinación de la muerte puede ser dificultosa. Un electroencefalograma, que es la prueba más utilizada para determinar la actividad eléctrica cerebral, puede no detectar algunas señales eléctricas cerebrales muy débiles o pueden aparecer en él señales producidas fuera del cerebro y ser interpretadas erróneamente como cerebrales. Debido a esto, se han desarrollado otras pruebas más confiables y específicas para evaluar la vitalidad cerebral, como la tomografía por emisión de fotón único (SPECT cerebral), la panangiografía cerebral y el ultrasonido transcraneal.

La muerte súbita o muerte instantánea sobreviene de manera abrupta con la invalidación instantánea de uno o más órganos esenciales para el sustento de la vida,[4]​ un fulminante derrame cerebral, un síncope cardíaco agudo o por medio de un suceso violento abrupto (onda expansiva de una explosión) o un accidente con mucha energía desarrollada.

Es el fin de la vida, opuesto al nacimiento. El evento de la muerte es la culminación de la vida de un organismo vivo. Sinónimos del sustantivo muerte son óbito, defunción, deceso y fallecimiento; entre los adjetivos, occiso se aplica cuando la persona falleció violentamente.

Se suele decir que una de las características clave de la muerte es que es definitiva, y en efecto, los científicos no han sido capaces hasta ahora de presenciar la recomposición del proceso homeostático desde un punto termodinámicamente recuperable.[cita requerida]

El tipo de muerte más importante para el ser humano es sin duda la muerte humana, sobre todo la muerte de seres queridos. Conocer con certeza el instante de una muerte sirve, entre otras cosas, para asegurar que el testamento del difunto será únicamente aplicado tras su muerte y, en general, conocer cuándo se debe actuar bajo las condiciones establecidas ante una persona difunta. Existe la muerte psicológica, donde la persona es consciente de que va a morir. En este sentido, la persona es capaz de percibirlo. Esta muerte psicológica causa con frecuencia ansiedad y depresión en las personas. La muerte psicológica aceptada permite que la persona pueda adaptarse, con los recursos que le quedan, a su entorno.[5]

Algunas personas, en momentos determinados de su vida, experimentan el sentimiento autodestructivo de terminar su existencia. El acto para conseguirlo es lo que llamamos suicidio.

Lo contrario es el deseo de vivir, el cual no contraría al instinto de supervivencia, ya que este nos impulsa a esquivar la muerte. Por ejemplo, si un suicida que salta al vacío intenta inconscientemente agarrarse a algo para no morir, es por el instinto de supervivencia.[cita requerida]

El miedo a la muerte se debe a dos hechos que ocurren dentro de nuestro inconsciente. En primer lugar, la muerte nunca es posible con respecto a nosotros mismos; es decir, la causa de la muerte es externa, en este sentido, se le atribuye un carácter maligno; la muerte es mala y se encuentra en el ambiente, no en nosotros mismos. Siguiendo esto, para nuestro inconsciente es inconcebible morir por alguna causa natural o vejez. En segundo lugar, la persona no es capaz de distinguir entre un deseo y la realización de este (un hecho); esto justifica la muerte sobre la base de la culpa, donde el deseo y la realidad generan un conflicto. Así, la persona se considera responsable de la muerte del otro en el sentido de que el deseo de matarlo y el hecho de la muerte genera culpabilidad. Asimismo, el proceso del dolor siempre lleva consigo algo de ira. En este sentido, se depositan en la persona muerta dos sentimientos diferenciados: el amor que se tiene y ha tenido por esta a lo largo de su vida, y el odio generado por la sensación de abandono que genera la pérdida de este ser querido. El miedo a la muerte surge como una negación hacia la existencia de esta.[7][8]

La concepción de la muerte como fin o como tránsito, su creencia en una vida después de la muerte, en el Juicio Final, actúan como condicionantes para la actuación de los individuos en un sentido u otro. La idea de inmortalidad y la creencia en el Más allá aparecen de una forma u otra en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos. Usualmente se deja al arbitrio de los individuos, en el marco de los conceptos dados por su sociedad, la decisión de creer o no creer y en qué creer exactamente. La esperanza de vida en el entorno social determina la presencia de la muerte en la vida de los individuos, y su relación con ella. Su presencia en el arte es constante, siendo uno de los elementos dramáticos a los que más se recurre tanto en el teatro, como en el cine o en novelas y relatos.

La vida después de la muerte es la creencia de que la parte esencial de la identidad o el flujo de consciencia de un ser vivo continúa después de la muerte del cuerpo físico.

Según diversas ideas sobre esta vida, la esencia del que vive después de la muerte puede ser el de algún elemento parcial o la supervivencia del alma, espíritu o consciencia que lleva consigo y puede conferirle una identidad personal. No obstante, la posición científica mayoritaria es que no hay pruebas de la existencia de la vida después de la muerte. También, la creencia en una vida después de la muerte contrasta con la creencia en el olvido después de la muerte o no-existencia.

La segunda pregunta que surge acerca de la muerte humana y tal vez la más interesante es: ¿Qué ocurre a los seres humanos tras la muerte? Realmente, lo que se preguntan es qué ocurre con las facultades mentales de la persona que ha fallecido. Unos creen que se conservan gracias al espíritu que impelía a su mente, elevando su estado de conciencia a realidades aún mayores, otros creen en la migración del alma de un ser humano tras su muerte a un plano físicamente inalcanzable.

La religión cristiana considera la muerte como el fin de la permanencia física del ser humano en su estado carnal, el espíritu abandona el cuerpo físico que se deteriora y que es incapaz de sostenerse bajo las leyes de este universo finito, e inmediatamente vuelve a Dios (Eclesiastés 12:7). El alma, dependiendo de si conoció y reconoció a Jesucristo como su Dios y salvador (Romanos 10:9), se va a un lugar de reposo a la espera de la segunda venida de Jesucristo (1 Tesalonicenses 4:16). En ese lugar de reposo su relación con el Ser Supremo sería directa (el Paraíso), y el otro, el de los espíritus encarcelados, quienes no reconocieron a Jesús como su Señor y Salvador, deberán presentarse en el Juicio Final. Este lugar es llamado el Infierno. El Paraíso es un mundo dinámico donde se realiza una interacción con la obra de Dios y con las personas en la tierra mediante ministerio de ángeles.

Según la religión cristiana de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormona), el espíritu que abandona el cuerpo es semejante en apariencia al que deja en estado carnal, pero en su forma más joven. Los conocimientos adquiridos, la apariencia física se conservan pero en un estado de perfección intangible para este mundo y más puro. Luego continuará con la resurrección universal por la gracia de Jesucristo, quien fue las primicias de la resurrección. Luego vendrá un juicio según las obras individuales de esta vida terrenal de las personas responsables. Según la religión de los Santos de los Últimos Días, la obra de Dios se resume en el siguiente versículo que muestra las palabras del Dios de Israel: "Esta es mi Obra y mi Gloria, llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.” Moíses 1:39, La Perla de Gran Precio.

Para los Testigos de Jehová, la gran mayoría de los muertos se encuentran en un estado de inconsciencia absoluto y que incluso, ni el Rey David ascendió a los cielos (Eclesiastés 9:5,6,10; Hechos 2:34). Creen que cuando la "nueva tierra" (nuevo sistema, 2 Pedro 3:13) se encuentre establecida bajo el reinado milenario de Cristo, la resurrección —tanto de Justos como de Injustos— se llevará a cabo en todo el globo, y es allí donde serán juzgados según sus obras realizadas durante el milenio, los que obren mal a la muerte eterna (Muerte sin esperanza de resurrección) y los que obren bien a la vida eterna en un paraíso terrenal (Juan 5:28,29; Apoc. 20:11-15; Hechos 24:15). Creen también en otra categoría minoritaria de cristianos que abrigan otra esperanza. Estos son los 144.000 "ungidos por el Espíritu Santo" que, según ellos, al fallecer van al cielo para ser reyes y sacerdotes y gobernar con Cristo “Sobre la Tierra” en el reinado Milenario. Según los Testigos de Jehová, la recolección de estos “Ungidos” que tienen esperanza celestial comenzó con los apóstoles de Cristo, cuando Jesús les ofreció moradas en el Cielo, oferta que continúa hasta el día de hoy, pero solo con algunos pocos (Apoc. 5:9,10; 7:4; 14:1-3). Asegurando que "la muerte será reducida a nada".

Muchos antropólogos (William Rendu, Centro de Investigación Internacional en Humanidades y Ciencias Sociales (CIRHUS) en Nueva York.) creen que los entierros dedicados de los Neandertales son evidencia de su creencia en la vida después de la muerte.

Existen cinco fases por las que pasa todo[fuente cuestionable] enfermo terminal (es decir, el aquejado por un mal incurable, cuyo desenlace fatal ocurrirá dentro unos pocos años o incluso meses):

La mayor parte de los escultores cristianos representan la muerte en figura de un esqueleto empuñando una guadaña y, algunas veces, también un reloj de arena o armas.

Los etruscos la pintaban con el rostro horrible o bajo una cabeza de Gorgona erizada de serpientes o en figura de lobo rabioso. La más común de las alegorías de esta divinidad entre los romanos fue un genio triste e inmóvil con una antorcha apagada y vuelta del revés.

Los helenos le daban un aspecto mucho menos lúgubre, según el emblema que se encuentra en algunas cornalinas: es un pie alado cerca de un caduceo y encima una mariposa que emprende el vuelo. El pie alado es indicio del que ya no existe y va a seguir a través del espacio a Mercurio y su caduceo; la mariposa es imagen del alma que sube al cielo.[10]

En la Grecia clásica, uno de los temas principales de la obra Fedro de Platón es la muerte.[11]​ Una importante investigación realizada por el historiador italiano Giordano Berti sobre el cráneo en el arte occidental se publicó en la revista Terzo Occhio.[12][13]

El día de la Muerte, de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905).

Azrael, el ángel de la muerte, de Evelyn De Morgan (1855-1919).

Danza de la Muerte, texto que señala lo que se cree que se representó y se bailó en el siglo XIV.

Representación de una Gorgona, con serpientes en la cabeza (Bernini).

Muerte sin fin, del artista mexicano Mauricio García Vega.

El triunfo de la Muerte (1562), de Pieter Brueghel el Viejo.



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