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Fiebre amarilla en Buenos Aires



Las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires (enfermedad transmitida por el mosquito Aedes aegypti) tuvieron lugar en los años 1852, 1858, 1870 y 1871.[2]​ La suscitada en este último año fue un desastre que mató aproximadamente al 8% de los porteños: en una urbe donde normalmente el número de fallecimientos diarios no llegaba a 20, hubo días en los que murieron más de 500 personas,[3]​ y se pudo contabilizar un total aproximado de 14 000 muertos por esa causa, la mayoría inmigrantes italianos, españoles, franceses y de otras partes de Europa.[4][5]

En numerosas ocasiones la enfermedad había llegado a Buenos Aires en los barcos que arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica.[2]​ No obstante, la epidemia de 1871 se cree que habría provenido de Asunción del Paraguay, portada por los soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza;[6]​ ya que previamente se había propagado en la ciudad de Corrientes.[7]​ En su peor momento, la población porteña se redujo a menos de la tercera parte, debido al éxodo de quienes abandonaron la ciudad para intentar escapar del flagelo.[2]

Algunas de las principales causas de la propagación de esta enfermedad, transmitida por el mosquito Aedes aegypti, fueron:[8]

La plaga de 1871 hizo tomar conciencia a las autoridades de la urgente necesidad de mejorar las condiciones de higiene de la ciudad, de establecer una red de distribución de agua potable y de construir cloacas y desagües.[9]

Un testigo de esta catástrofe, de nombre Mardoqueo (Mordejai) Navarro, escribió el 9 de abril, la siguiente descripción en su diario personal:[10]

Desde 1881, gracias a las investigaciones del cubano Carlos Juan Finlay, se describe en detalle a la enfermedad como una zoonosis. Antes de esa fecha, los médicos atribuían la causa de muchas epidemias a lo que llamaban miasmas, emanaciones fétidas de aguas impuras que se suponía flotaban en el ambiente.[11]

Los primeros casos de esta enfermedad -a la que se le solía llamar «vómito negro» debido a las hemorragias que produce a nivel gastrointestinal- aparecieron en la región del Río de la Plata a mediados de la década de 1850: en 1852 provocó una epidemia en Buenos Aires. Sin embargo, por una nota dirigida al practicante Soler, se sabe que hubo brotes antes de ese año;[2]​ de hecho, la primera mención de una posible infección de esta enfermedad data del año 1798.[12]

Según algunas fuentes, en el año 1857 una tercera parte de la población de Montevideo sufrió el contagio del virus, transportado por barcos provenientes de Brasil.[13]​ En 1858, esa epidemia se trasladó con menor intensidad a Buenos Aires, sin dejar víctimas fatales.[14]

La prensa porteña solía manifestar su preocupación por el arribo de los buques brasileños[15]​ debido a los antecedentes citados y a que la fiebre era una enfermedad costera con carácter endémico en los puertos cariocas, entre ellos Río de Janeiro, por aquella época capital del Imperio del Brasil. La Historia de la Universidad de Buenos Aires y su influencia en la Cultura Argentina (La Facultad de Medicina y sus Escuelas), de Eliseo Cantón, exponía que la epidemia era llevada por los navíos mercantes del Imperio al sur. Agregaba que en el mes de febrero de 1870 -verano en el hemisferio sur- se había localizado un caso en el Hotel Roma -ubicado en la calle Cangallo, en pleno centro de la ciudad- traída por un pasajero enfermo del vapor Piutou; y habían llegado a morir por la enfermedad unas 100 personas.[2]

En 1871 convivían en la ciudad de Buenos Aires el Gobierno Nacional, presidido por Domingo Faustino Sarmiento, el de la Provincia de Buenos Aires, con el gobernador Emilio Castro, y el municipal, presidido por Narciso Martínez de Hoz: no existía aún el cargo de Intendente, creado 9 años después al federalizarse la ciudad; estos tres gobiernos tenían enfrentamientos políticos y jurisdiccionales.[16]

Situada sobre una llanura, la ciudad no tenía sistema de drenaje, salvo el caso particular de unos pocos miles de habitantes que obtenían agua sin impurezas gracias a que en 1856, ante una propuesta de Eduardo Madero, el Ferrocarril Oeste decidió aumentar el calibre del caño que transportaba agua desde la Recoleta, donde estaban los filtros que servían para quitar las impurezas del agua que se utilizaba para el buen funcionamiento de las locomotoras a vapor, hasta la Estación del Parque, para poder así satisfacer también la demanda de agua de los vecinos.[8]​ Para el resto de la población, la situación era muy precaria en lo sanitario y existían muchos focos infecciosos, como por ejemplo los conventillos, generalmente habitados por inmigrantes pobres venidos de Europa o afroargentinos, que se hacinaban en su interior y carecían de las normas de higiene más elementales. Otro foco infeccioso era el Riachuelo —límite sur de la ciudad— convertido en sumidero de aguas servidas y de desperdicios arrojados por los saladeros y mataderos situados en sus costas. Dado que se carecía de un sistema de cloacas, los desechos humanos acababan en los pozos negros, que contaminaban las napas de agua y en consecuencia los pozos, que constituían una de las dos principales fuentes del vital elemento para la mayoría de la población.[8]​ La otra fuente era el Río de La Plata, de donde el agua se extraía cerca de la ribera contaminada y se distribuía por medio de carros aguateros, sin ningún saneamiento previo.[8]

Por añadidura, los residuos de todo tipo se utilizaban para nivelar terrenos y calles.[17]​ Éstas eran muy angostas, no existían avenidas —la primera fue la Avenida de mayo, inaugurada en el año 1894— y las plazas eran pocas, casi desprovistas de vegetación.[6]

La ciudad crecía vertiginosamente debido principalmente a la gran inmigración extranjera: para esa época vivían tantos argentinos como extranjeros, y estos últimos sobrepasarían a los criollos pocos años más tarde. El primer censo argentino de 1869 registró en la Ciudad de Buenos Aires 177 787 habitantes, de los cuales 88 126 (49,6 %) eran extranjeros; de estos, 44 233 -la mitad de los extranjeros- eran italianos y 14 609 españoles. Además de los conventillos mencionados, sobre 19 000 viviendas urbanas, 2 300 eran de madera o barro y paja.[6]

Además de las epidemias de fiebre amarilla, en 1867 y 1868 se habían producido varios brotes de cólera, que habían costado la vida a centenares de personas y también estaban relacionados con la Guerra de la Triple Alianza, entre cuyos combatientes había causado varios miles de muertes.[18]

Frente a esa situación, el censo antes citado indicaba que en Buenos Aires había apenas 160 médicos, menos de uno por cada 1000 habitantes.[6]

Las instituciones públicas no estaban preparadas para hacer frente a las consecuencias de las deplorables condiciones higiénicas en que se encontraba la ciudad. Al respecto, en marzo de 1870 la prensa comentó con preocupación una nota enviada por la Municipalidad al Ministerio de Hacienda de la Provincia de Buenos Aires, en la que informaba de su carencia de recursos. El 2 de abril del mismo año, el diario La Prensa comentaba en su editorial, bajo el título Desorganización de la Municipalidad, lo siguiente:

Desde principios del año 1870 se había tenido noticias en Buenos Aires de un recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. En el mes de febrero —y nuevamente en marzo— se logró evitar el desembarco de pasajeros infectados que llegaron en dos vapores desde esa ciudad. No obstante, el presidente Sarmiento vetó el proyecto de extender la cuarentena a todos los buques procedentes de esa ciudad y en una oportunidad ordenó autorizar el desembarco de los pasajeros de dos buques provenientes de Río de Janeiro y la prisión del médico del puerto de Buenos Aires por haberlo impedido.[20]

A fines de ese año se declaró una epidemia de fiebre amarilla en Asunción del Paraguay, donde la población vivía en un estado de pobreza extrema. La Guerra de la Triple Alianza había finalizado recientemente con la derrota de Paraguay y los diarios locales atribuyeron la epidemia a la llegada de algunas decenas de soldados paraguayos prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil. La población, debilitada por el hambre, tenía pocas posibilidades de resistir la epidemia y se llegaron a registrar veinticinco muertes por día, no existiendo registros del total de víctimas.[21]

Dos hechos facilitaron la entrada de la epidemia a la Argentina: por un lado, tras la muerte de quince de sus hombres, el general Julio de Vedia evacuó centenares de soldados desde Villa Occidental —situada frente a Asunción— a la ciudad de Corrientes, y así la enfermedad llegó a territorio argentino.[22][21]​ Por otro lado, algunos diarios —como The Standard de Buenos Aires— consideraron que no se trataba de fiebre amarilla sino de afecciones gástricas, y que el número de muertes diarios no era alarmante, lo que contribuyó a que no se tomara recaudo alguno para prevenir su traslado a la capital argentina.[21]

Durante la guerra, la ciudad de Corrientes había sido el centro de comunicación y abastecimiento de las tropas aliadas, incluidas las brasileñas, de modo que no es seguro que la enfermedad haya llegado desde el Paraguay. En esta ciudad de 11 000 habitantes, murieron de fiebre amarilla alrededor de 2 000 personas entre diciembre de 1870 y junio del año siguiente.[7][nota 1]​ La mayor parte de la población huyó, incluyendo el gobierno completo; hasta tal punto estaba abandonada la ciudad que un ciudadano llamado Gregorio Zeballos entró por su cuenta al despacho abandonado de la Casa de Gobierno y se hizo cargo en forma provisoria de la gobernación sin que nadie se le opusiera. Otras poblaciones de la provincia de Corrientes sufrieron el castigo de la enfermedad, como San Luis del Palmar, Bella Vista y San Roque, que sumaron unas quinientas víctimas más.[23]

A lo largo de la Guerra de la Triple Alianza, sucesivos grupos de combatientes arribaron a Buenos Aires. Estaban formados principalmente por oficiales, y correctamente controlados desde el punto de vista sanitario. En cambio, durante el año 1870 y a principios de 1871 llegaron directamente desde Asunción y Villa Occidental grandes contingentes que no habían sido sometidos a ningún recaudo sanitario ni cuarentena.[24]

Gran parte de los sucesos son conocidos gracias a Mardoqueo Navarro, un comerciante catamarqueño que vivía en Buenos Aires, dedicado a publicar en la prensa algunas notas históricas. Este contacto con la prensa le permitió interiorizarse de las discusiones acerca de si se trataba o no de una epidemia de fiebre amarilla, de modo que reunió notas sobre el asunto para una posible publicación en un periódico.[25]​ La gravedad de la epidemia y la enorme cantidad de información que reunió le impidieron su publicación en los diarios, pero se convirtió en un retrato en vivo sobre el desarrollo del drama. Con frases breves y cortantes dejó registro de los puntos sobresalientes de cada jornada, constituyéndose con el tiempo en un documento único, que sería publicado por el autor en el mismo año de la epidemia.

Aunque las estadísticas no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de Higiene Pública de San Telmo Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del barrio de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos: las viviendas en las calles Bolívar 392 y Cochabamba 113, fueron los primeros focos de iniciación y propagación. En Bolívar 392, un pequeño inquilinato de ocho cuartos, el italiano Ángel Bignollo de 68 de años de edad y su nuera Colomba de 18, contrajeron la enfermedad siendo asistidos por el doctor Juan Antonio Argerich, quien no pudo evitar sus muertes. En el certificado de defunción Argerich expresó que el deceso del primero se debió a una gastroenteritis, y el de la segunda a una inflamación de los pulmones; pero en la notificación que Filemón Naón, comisario de la Sección 14, elevó al jefe de la policía, Enrique Gorman, se consignó que ambos eran casos de fiebre amarilla.[26]

La Comisión Municipal, que presidía don Narciso Martínez de Hoz, desoyó las advertencias de los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca sobre la presencia de un brote epidémico, y no dio a publicidad los casos.[6]​ En esta fecha, Mardoqueo Navarro ya parecía desconfiar de los datos de la autoridad, pues en su diario anotó, con cierta ironía:

Aunque a partir de esa fecha se registraron cada vez más casos -principalmente en el mencionado barrio de San Telmo- la Municipalidad continuó con los preparativos relacionados con los festejos oficiales del carnaval, que en aquella época era un acontecimiento multitudinario y de importancia para la ciudad.[27]​ A fines de febrero el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de enfermos, aseguró que se estaba en presencia de un brote febril —el 22 de febrero se habían registrado 10 casos— e hizo desalojar algunas manzanas.[28]​ Pero los festejos de carnaval entretenían demasiado a la población como para escuchar su advertencia, los porteños se divertían en bailes y desfiles de comparsas y algunos, como Manuel Bilbao, director de La República, afirmaban rotundamente que no se trataba de casos de fiebre amarilla.[29]

El mes de febrero terminó con un registro de 300 casos en total, y el mes de marzo comenzó con más de 40 muertes diarias, llegando a 100 el día 6, todas a consecuencia de la fiebre.

Recién el 2 de marzo, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridades prohibieron su festejo: la peste ahora azotaba también a los barrios aristocráticos. Se prohibieron los bailes y más de la tercera parte de los ciudadanos decidió abandonar la ciudad.[29]

El 4 de marzo, el diario La Tribuna comentaba que en horas de la noche, las calles eran tan sombrías que «verdaderamente parece que el terrible flagelo hubiese arrasado con todos sus habitantes».[30]​ Sin embargo, aún se estaba lejos de lo peor.

El Hospital General de Hombres, el Hospital General de Mujeres, el Hospital Italiano y la Casa de Niños Expósitos no dieron abasto con la cantidad de pacientes. Se crearon entonces otros centros de emergencia, como el Lazareto de San Roque -actual Hospital Ramos Mejía- y se alquilaron otros privados.

El puerto fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impidieron el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires. Los alquileres aumentaron fuertemente en los alrededores de la ciudad.[31]

El municipio fue incapaz de sobrellevar la situación, por lo que en respuesta a una campaña periodística iniciada por el periodista Evaristo Federico Carriego de la Torre, miles de vecinos se congregaron, el 13 de marzo, en la Plaza de la Victoria -actual Plaza de Mayo- para designar una «Comisión Popular de Salud Pública». Al día siguiente, tal agrupación nombró como presidente al abogado José Roque Pérez y como vicepresidente al periodista Héctor Varela; además, la conformaron, entre otros, el vicepresidente de la Nación Adolfo Alsina, Adolfo Argerich, el poeta Carlos Guido y Spano, el expresidente de la Nación Bartolomé Mitre, el canónigo Domingo César, el sacerdote irlandés Patricio Dillon y el nombrado Carriego.[nota 2]​ Este último exhortaba:

Entre otras funciones, la comisión tuvo como tarea la expulsión de aquellas personas que vivían en lugares afectados por la plaga, y en algunos casos, se quemaban sus pertenencias. La situación era aún más trágica cuando los desalojados eran inmigrantes humildes o que aún no hablaban bien el español, por lo que no entendían la razón de tales medidas. Los italianos, que eran mayoría entre los extranjeros, fueron en parte injustamente acusados por el resto de la población de haber traído la plaga desde Europa. Unos 5000 de ellos realizaron pedidos al consulado de Italia para retornar a su país, pero había muy pocos cupos; además, muchos de los que lograron embarcar, murieron en altamar.[32]

En cuanto a la población negra, el vivir en condiciones miserables los transformó en uno de los grupos poblacionales con mayor tasa de contagio. Según crónicas de la época, el ejército cercó las zonas donde residían y no les permitió emigrar hacia el Barrio Norte, donde la población blanca se estableció y escapó de la calamidad. Murieron masivamente y fueron sepultados en fosas comunes.[33]

A mediados de mes los muertos eran más de 150 por día y llegaron a 200 el 20 de marzo. Entre las víctimas, estuvieron Luis José de la Peña, educador y exministro de Justo José de Urquiza, el exdiputado Juan Agustín García, el doctor Ventura Bosch y el pintor Franklin Rawson; también murieron los doctores Francisco Javier Muñiz, Carlos Keen y Adolfo Argerich. El 24 de marzo, falleció el presidente de la Comisión Popular, José Roque Pérez, quien ya había escrito su testamento cuando asumió el cargo ante la certidumbre de que moriría contagiado.[34]

Mientras tanto, a mediados de marzo, el presidente Domingo Sarmiento y su vicepresidente Adolfo Alsina abandonaron la ciudad en un tren especial, acompañados por otros 70 individuos, gesto que fue muy criticado por los periódicos.[35]​ También la Corte Suprema en pleno, los cinco ministros del Poder Ejecutivo Nacional y la mayor parte de los diputados y senadores abandonaron la ciudad.[20]

El peor problema a enfrentar era la ignorancia: ni siquiera los médicos sabían qué era lo que causaba la enfermedad. Como la epidemia era más fuerte en las zonas más pobladas del sur de la ciudad, las autoridades supusieron que la principal causa era el hacinamiento de la población pobre de los conventillos; de lo que dedujeron que la solución era echar la gente a la calle.[36]​ Alarmados por la suciedad que encontraron en las viviendas de la población infectada, culparon a ésta y destruyeron las pertenencias de sus habitantes. Cuando se hizo evidente que la cantidad de muertos era mayor en los barrios céntricos pero la cantidad era proporcionalmente mayor en los arrabales más cercanos al Riachuelo, culparon a las «miasmas» o vapores pútridos de las orillas de este.[37]

También se culpó a los pozos ciegos, que nunca se evacuaban.[37]​ Se llegó a afirmar que algunas de las causas posibles eran la «falta de ozono» o la «falta de tensión eléctrica» en el oxígeno del aire porteño.[38]

Una observación del doctor Guillermo Rawson podría haber llevado a entender el vector del contagio: muchas familias habían huido tempranamente de la capital a algún pueblo cercano, y Rawson observó que los miembros de esas familias que regresaban a la ciudad —aunque fuese por unas horas— solían enfermar, pero no contagiaban a sus familiares. Lo que faltaba fuera de las zonas húmedas de la ciudad era el mosquito Aedes aegypti; pero ni Rawson ni los demás médicos sabían que este es el vector de la enfermedad, algo que no sería descubierto hasta una década más tarde.[39]

De modo que, aparte de expulsar a los habitantes de los conventillos, tarea de la que se encargaba la Comisión Popular, los médicos sólo podían actuar sobre los síntomas.[14]​ Estos se desarrollaban en dos períodos: en el primero el paciente tenía repentinos dolores de cabeza con escalofríos y decaimiento general. Luego seguía el calor y el sudor, la lengua se ponía blanca y había carencia de sueño. El pulso se aceleraba y aparecían dolores en el estómago, los riñones, muslos, extremidades o sobre los ojos. La sed se intensificaba y el paciente se debilitaba enormemente, sus miembros se agitaban fuertemente. A veces existían vómitos biliosos de color amarillo, o solo náuseas. En este punto la enfermedad a veces podía ser vencida naturalmente y el paciente se hallaba mejor al día siguiente con tan solo dolores de cabeza y debilidad en el cuerpo, y al poco tiempo se recuperaba. Pero si los síntomas y signos se agravaban, se llegaba entonces al segundo período de la enfermedad: la piel del paciente tomaba color amarillo, los vómitos se volvían sanguinolentos y finalmente negros. Las deyecciones también eran negras y el enfermo experimentaba opresión en el pecho y dolores en la boca del estómago. La orina disminuía hasta suprimirse completamente. Se producían hemorragias en las encías, lengua, nariz y ano. El paciente carecía de sed y a veces tenía hipo, su pulso se debilitaba. Llegaba entonces el delirio, seguido de la muerte.[40]

Durante el primer período, el médico provocaba adrede la transpiración con baños de pies con harina de mostaza, ingestión de dos o tres tazas de infusión de saúco o de borraja, y envolvía al paciente con mantas. Luego de algunas horas le suministraba aceite de ricino o magnesia calcinada. También le provocaba vómitos dándole a tomar agua tibia con tártaro emético. Pero si la persona ya tenía vómitos debido a la enfermedad, entonces le administraban purgante. Para la sed, solo agua fresca, a lo sumo con limón. Para los dolores de cabeza se aplicaban paños en la frente con agua fría mezclada con vinagre.[40]

Si la enfermedad ya había llegado al segundo período, el especialista le administraba sulfato de quinina cada dos horas. Luego agua destilada de menta, algunas gotas de éter sulfúrico y jarabe de quina. Dos veces por día se hacía una enema con corteza de quina roja disuelta en agua y se aplicaban sinapismos (medicamentos externos con polvo de mostaza). En riñones, muslos y piernas se friccionaba el cuerpo con vinagre aromático. El enfermo era alimentado con caldos de puchero, algo de vino y chupaba gajos de naranja. También se usaba alcanfor, valeriana, calomelano y almizcle. Se le daba importancia a la desinfección con el gas cloro, al que se consideraba un preventivo; a las personas que habitaban los lugares en los que atacaba el flagelo se les aconsejaba lavarse las manos con una solución de cloruro de cal en agua, o agua de Labarraque (cloruro de sodio), y limpiar los cuartos con este líquido. Otras medidas preventivas eran mantener aseadas las calles y la casa, ventilar las habitaciones, preparar los recipientes para recibir las deyecciones de los enfermos con líquido desinfectante, alejarse de los lugares húmedos y bajos, tomar alimentos en cantidad conveniente y conservar «las buenas costumbres»; hacer ejercicio corporal, no dejarse dominar por los pesares y tristezas, sustraerse a las «emociones morales vehementes» y vencer el miedo que inspiraba la enfermedad.[40]

Aunque las autoridades nacionales y provinciales huían de la ciudad y aconsejaban oficialmente hacer lo mismo (fue la única ocasión en la historia de Buenos Aires en que las autoridades aconsejaron el éxodo),[10]​ el clero secular y regular permaneció en sus puestos, asistiendo en sus domicilios a enfermos y moribundos. Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, también conocidas como Hermanitas de la Caridad, cerraron sus establecimientos de enseñanza para poder dedicarse a trabajar en los hospitales. Mientras Navarro, judío sefardí, destacó estos hechos en su diario, estas nobles acciones de la curia fueron algo silenciadas por los cronistas de la época adscriptos al anticlericalismo.[41]​ Una placa del Monumento del actual Parque Florentino Ameghino que recuerda a las víctimas enterradas allí, agrupa a 21 de ellas bajo el título de sacerdotes y religiosas del bajo clero regular y a dos bajo el de Hermanas de caridad. Debe agregarse que la Orden de Hermanas de la Caridad, como refuerzo ante la emergencia envió desde Francia a otras religiosas de su congregación. De esta orden fallecieron por la fiebre 7 religiosas.

Las parroquias recibían a los médicos y a los enfermos, y en ellas funcionaban las Comisiones Populares Parroquiales. Por disposición municipal, el sacerdote estaba obligado a expedir las licencias para sepulturas previa presentación del certificado médico, todo ello sumado al cumplimento de sus deberes evangélicos. Señalaba Ruiz Moreno en La peste histórica de 1871 que «el sacerdote no tenía descanso».

El cura Eduardo O'Gorman,[nota 3]​ párroco de San Nicolás de Bari, se preocupó por hallar solución a las necesidades de numerosos niños desamparados y huérfanos y en abril fundó el Asilo de Huérfanos, del que se hizo cargo personalmente hasta que —pasada la epidemia— la Sociedad de Beneficencia lo sustituyó.[42]

Los testimonios de algunos anticlericales notables como Eduardo Wilde afirman que la mayor parte del clero huyó de la ciudad[28]​ pero las cifras parecen desmentir esa afirmación, ya que fallecieron durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el propio arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave, y además perdió a su madre y una hermana que se habían quedado en la ciudad con él.[43]​ Las cifras de mortalidad por profesiones revelarían que el clero fue el grupo que mayor cantidad de vidas humanas perdió en la tragedia y dio un testimonio de la dedicación que tuvo durante los aciagos días:[44]

Navarro da cuenta el día 27 de abril que ya habían muerto 49 sacerdotes. En definitiva, de los 292 sacerdotes que había en la ciudad el médico higienista Guillermo Rawson calculó en 60 los muertos por la epidemia, frente a los 12 médicos, 2 practicantes, 4 miembros de la comisión popular y 22 integrantes del Consejo de Higiene pública.[41]

Entre los médicos que fallecieron en labores para contrarrestar la enfermedad estuvieron los doctores Manuel Gregorio Argerich, su hermano Adolfo Argerich, Francisco Javier Muñiz, Zenón del Arca -decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires-, Caupolicán Molina,[nota 4]​ Ventura Bosch, Sinforoso Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno. Otros médicos que permanecieron en su puesto o incluso acudieron a la ciudad, y sobrevivieron, fueron Pedro Mallo, José Juan Almeyra,[nota 5]Juan Antonio Argerich, Eleodoro Damianovich,[nota 6]Leopoldo Montes de Oca, Juan Ángel Golfarini, Manuel María Biedma y Pedro A. Pardo.

Tomás Liberato Perón, abuelo del quien fue tres veces presidente constitucional de la Argentina, Juan Domingo Perón, y que fue el primer docente que tuvo a su cargo la cátedra de Medicina Legal en la Facultad de Derecho[45]​ y miembro titular de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales[46]​, formó parte de los equipos médicos que combatieron la enfermedad. Dado que en ese momento parte del agua para el consumo de la población se extraía del Riachuelo, integró un equipo dedicado a prohibir que los saladeros ubicados sobre sus riberas arrojaran sus efluentes en el curso de agua.[47]

La ciudad contaba solamente 40 coches fúnebres, de modo que los ataúdes se apilaban en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los transportasen. Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que cobraban tarifas excesivas. El mismo problema con los precios se dio con los medicamentos, que en verdad poco servían para aliviar los síntomas. Como eran cada vez más los muertos, y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los ataúdes de madera para comenzar a envolverse los cadáveres en trapos. Por otra parte, los carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se inauguraron fosas colectivas.

Por otro lado, el número de saqueos y asaltos a viviendas aumentaron: existieron casos donde los ladrones accionaban disfrazados de enfermeros para introducirse en las casas de los enfermos. Fue incesante la actividad que desarrolló la Comisaría N.º 14, a cargo del Comisario Lisandro Suárez: día y noche recorrían las calles, cerrando con candados —cuyas llaves eran entregadas al Jefe de Policía— las puertas de calle de las casas de San Telmo, abandonadas precipitadamente por sus dueños.

El cementerio del Sur, situado donde actualmente se encuentra el parque Ameghino en la Avenida Caseros al 2300, vio rápidamente colmada su capacidad. El gobierno municipal adquirió entonces siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales (donde hoy se encuentra el Parque Los Andes, entre las actuales avenida Corrientes y las calles Guzmán, Dorrego y Jorge Newbery) y creó allí el nuevo Cementerio del Oeste. Quince años más tarde, este se trasladaría a pocos metros de allí, al actual Cementerio de la Chacarita.[48]

El 4 de abril fallecieron 400 enfermos, y el administrador de dicho cementerio informó a los miembros de la Comisión Popular que tenía 630 cadáveres sin sepultar —además de otros que había encontrado por el camino— y que 12 de sus sepultureros habían muerto. Fue entonces cuando Héctor Varela, Carlos Guido Spano y Manuel Bilbao, entre otros, tomaron la decisión de oficiar de enterradores; al hacerlo rescataron de la fosa común a algunas personas que aún manifestaban signos de vida, entre ellas una francesa lujosamente vestida.[49]

No fue el único caso: en su diario, Navarro afirmaba que hubo enterramientos de gente viva. Esto se condice con relatos de diversos periódicos: por ejemplo, "La Prensa" del 18 de abril comentaba de un tal Pittaluga, que fue dado por muerto y "revivió" en camino al cementerio, y de otro caso, ocurrido el 15 de abril, en que un enfermero se pescó una borrachera y al ir a su casa se desvaneció y quedó sobre una calle, hasta que fue levantado por un recolector de cadáveres que lo arrojó a una fosa. El supuesto muerto tuvo la suerte de despertarse a tiempo, justo cuando comenzaban a rociarlo con cal.[49]

En el Cementerio de la Chacarita llegaron a enterrarse 564 personas en un solo día, y en la memoria colectiva quedó el recuerdo macabro de las inhumaciones nocturnas de cadáveres.[48]

El Ferrocarril Oeste de Buenos Aires extendió una línea a lo largo de la calle Corrientes (hoy avenida) hasta el mencionado nuevo cementerio de la Chacarita, con el objetivo de inaugurar lo que se dio en llamar el tren de la muerte: realizaba dos viajes cada noche, sólo para transportar cadáveres de personas atacadas por la epidemia. El trayecto se iniciaba en la estación Bermejo, situada en la esquina sudoeste de la calle homónima (hoy Jean Jaurés) con Corrientes. Tenía luego dos paradas, una en la esquina sudoeste de Corrientes y Medrano; y otra en Corrientes y Scalabrini Ortiz (entonces llamada Camino Ministro Inglés) ángulo sudeste. La "parada fúnebre" final era en el apeadero de Corrientes y Dorrego, en la esquina de la "quinta de Alsina", junto al cementerio, donde los cadáveres eran dejados amontonados en galpones utilizados como depósitos.[nota 7][50]

El 7 de abril —era Viernes Santo— murieron 380 personas por la fiebre (y apenas 8 por otras causas). El Sábado de Gloria fallecieron 430 de fiebre. Del 9 al 11 de abril se registraron más de 500 defunciones diarias, siendo el día 10 el del pico máximo de la epidemia, con 563 muertes; debe considerarse que el promedio diario normal de muertes antes de la tragedia era de veinte individuos. Comenzaron a producirse además casos fulminantes, gente que moría uno o dos días después de contraer la enfermedad.[3]

En la Memoria presentada a la Municipalidad en la Comisión de Salubridad de la Parroquia del Socorro 1871-1872, se describe en detalle la situación de los conventillos en cuanto a la mugre y su estado de abandono y desidia:

El 15 de abril, como consecuencia de la pretensión de la Comisión Popular de incendiar los conventillos -en uno de ellos se llegaron a contabilizar 72 muertos-, el Municipio decidió emitir una ordenanza que disponía el desalojo de las casas de inquilinato.

Las autoridades que aún no habían abandonado la ciudad ofrecieron pasajes gratis a los más humildes y habilitaron vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia en zonas alejadas. La Comisión Popular también aconsejaba abandonar la urbe «lo más pronto posible». En la mencionada fecha del pico de muertes (10 de abril), los gobiernos Nacional y Provincial decretaron feriado hasta fin de mes, una medida que —en realidad— oficializaba lo que de hecho ya estaba sucediendo.

Todos los diarios cerraron, con dos excepciones: La Prensa redujo a dos páginas su edición, que normalmente era de cuatro; y el diario La Nación continuó normalmente, pese a la gran cantidad de enfermos de su personal y pese a que el propio director también había caído en la desgracia.[44]

Ayudada por los primeros fríos del invierno, la cifra comenzó a descender en la segunda mitad de abril, hasta llegar a 89. Sin embargo, a fin de mes se produjo un nuevo pico de 161, probablemente provocado por el regreso de algunos de los autoevacuados, lo que condujo a su vez a una nueva huida. El mes terminó en definitiva con un saldo de más de 7 500 muertos por el flagelo, y menos de 500 por otras enfermedades.

Los decesos disminuyeron en mayo, y a mediados de ese mes la ciudad recuperó su actividad normal; el día 20 la comisión dio por finalizada su misión. El 2 de junio, por primera vez, ya no se registró ningún caso.

Años después, el afamado historiador Paul Groussac, que fue testigo de la catástrofe, afirmaba que

El médico higienista Guillermo Rawson testimoniaba haber visto

Fuera de la ciudad, hubo casos de fiebre amarilla en prácticamente todas las localidades cercanas, en todos los casos introducida por enfermos venidos de la capital. En el pueblo de Morón, por ejemplo, se registraron 40 casos mortales entre el 15 de marzo y el 9 de mayo.[52]

En otras provincias —aparte de Corrientes— los daños fueron mucho menores. En Santa Fe, el gobierno se ufanaba de haber logrado evitar el ingreso de la enfermedad,[53]​ mientras en Córdoba hubo un número indeterminado de víctimas en los barrios más pobres de la capital.[54]

El diario inglés The Standard publicó una cifra de víctimas fatales por la fiebre que se consideró exagerada y provocó indignación a los porteños: 26 000 muertos.[55]​ El doctor Guillermo Rawson afirmó que fallecieron 106 personas por cada 1000 habitantes, cifra también considerada muy alta. Es difícil establecer con exactitud la cantidad correcta, pero los datos de las fuentes más serias la cifran entre los 13 500 y 14 500.

En efecto, la cifra considerada oficial es la que dio la Revista Médico Quirúrgica de la Asociación Médica Bonaerense, una entidad que concentraba a muchos profesionales que habían colaborado en el combate de la epidemia. La Asociación contabilizó 13 763 muertos, que es a su vez una cifra mayor —aunque muy cercana— a la registrada por Mardoqueo Navarro. Las cifras de este último —más bajas que las aportadas por otros autores— fueron publicadas gracias a la imprenta del desaparecido diario República, acompañadas con un cuadro con las estadísticas de mortalidad, por mes y por nacionalidad.[3]​ El 10 de abril de 1894, las cifras fueron nuevamente publicadas en los Anales del Departamento Nacional de Higiene (n.º 15 del año IV del mes de abril de 1894). Sin embargo, no fue hasta cincuenta años después que un estudioso puso su atención en las notas de Navarro: el doctor Carlos Fonso Gandolfo, profesor de enfermedades infecciosas en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, dictó en 1940 una conferencia basada esencialmente en dichas notas. Con el nombre de La epidemia de fiebre amarilla de 1871, la conferencia apareció en el tomo III de las Publicaciones de la Cátedra de Historia de la medicina, tomo III del año 1940.[56]

La cifra de Navarro fue tomada por cierta por el historiador Miguel Ángel Scenna.[57]​ El doctor José Pena a principios de la década de 1890 investigó la cantidad de cadáveres de personas fallecidas por la fiebre registrados en los cementerios, obteniendo:

Sin embargo acotó que "Es posible que mi estimación contenga también errores, explicables quizá porque muchos fallecidos por enfermedades comunes fueron anotados a continuación de los febricientes sin establecer el verdadero diagnóstico; pero aun así se ve que la mortalidad absoluta producida por la epidemia osciló alrededor de los 14 000".[5]

A continuación, el cuadro de las cifras de Navarro por nacionalidad y mes, y el detalle de cuantos murieron por otras enfermedades:

Estos números adquieren su verdadera dimensión al ser confrontados con los datos de mortalidad de los años anteriores y posteriores a la tragedia: el año 1871 terminó con un total de 20 748 muertos en la ciudad, contra los 5886 del año anterior, y los 5982 del año 1869.

La mayor parte de las víctimas vivían en los barrios de San Telmo y Monserrat (el centro de Buenos Aires) y en los barrios situados en proximidades del Riachuelo, bajos y húmedos, aptos para la proliferación de mosquitos.[40]​ Del total de muertos, 10 217 —un 75 % del total— fueron inmigrantes, especialmente italianos.[4]

Tras la muerte del presidente de la Comisión Popular había asumido el cargo su vicepresidente, Héctor Varela, de intolerante conducción. La comisión había entrado en conflictos con las comisiones de Higiene, la Municipal, la Médica y todas las autoridades. Como si fuese poco, sus integrantes se habían peleado entre sí; el propio Varela lo hizo con quien había sido hasta entonces su amigo, el militar y escritor Lucio V. Mansilla.

Muchos historiadores han considerado a esta epidemia como una de las principales causas de la notable disminución de las personas de piel negra en Buenos Aires,[58][59]​ pues hizo estragos entre ellos, que en su mayor parte vivían en condiciones miserables en la zona sur de la ciudad, cerca de las zonas bajas de los arroyos y el Riachuelo.[60]​ No obstante, estudios demográficos detallados ponen en duda que la epidemia haya tenido efectos demográfica terminales sobre ese sector de la población.[4]

El final de la epidemia dio lugar al inicio de numerosos juicios, relacionados con testamentos sospechosos de haber sido fraguados por delincuentes que buscaban hacer fortuna a costa de los verdaderos herederos; de acuerdo al testimonio de Navarro, el día 1 de junio —cuando aún había 51 enfermos y se registraron cuatro nuevos casos— el número de fallecidos sin herederos era de 117. Además, algunas casas abandonadas habían sido saqueadas por ladrones. Una vez más, el día 22 de junio, el cronista sintetizó lacónicamente la canallesca situación:

El 21 de junio de 1871 se fundó la primera Orden de Caballería Argentina, a la que se denominó "Cruz de Hierro de Caballeros de la Orden de los Mártires", que le fue concedida a quienes habían auxiliado a los damnificados por la enfermedad.[61]

A partir de la epidemia, las autoridades y la población de la ciudad tomaron conciencia de la urgencia de establecer una solución integral al problema de la obtención y distribución de agua potable. En años anteriores, el ingeniero John Coghlan había iniciado estudios sobre el desagüe de aguas pluviales y cloacales por separado, en redes subterráneas. En 1869 el ingeniero inglés John F. La Trobe Bateman había presentado un proyecto de red de aguas corrientes, cloacas y desagües. El mismo Bateman dirigió —a partir de 1874— la construcción de la red de aguas corrientes, que hacia 1880 proveyó de agua a la cuarta parte de la ciudad. En 1873 se inició la construcción de obras cloacales. En 1875 se centralizó la recolección de residuos al crear vaciaderos específicos para depositarlos, ya que hasta entonces usualmente la gente los arrojaba en las zanjas y riachos. Todas estas medidas ayudaron a revertir el estado insalubre de la ciudad, que había sido uno de los motivos de la expansión de la enfermedad, principalmente en los inquilinatos. Al respecto, la mencionada "Memoria presentada a la Municipalidad" por la "Comisión de Salubridad", realizó un enojoso pedido a las autoridades para que los recursos fuesen destinados a mejorar la salud de la población:

A partir de la segunda mitad del año 1871 se iniciaron masivamente obras de saneamiento en toda la ciudad. Las zonas ubicadas inmediatamente al norte del centro, habitadas por ciudadanos de recursos medios y altos que no habían sufrido tanto la epidemia con las del sur, fueron las que más avanzaron en este sentido. La Comisión de Salubridad de la Parroquia del Socorro, por ejemplo, logró grandes avances por medio de la intimación a los comerciantes y propietarios más conocidos por su falta de higiene; se pavimentaron veinte cuadras y se realizaron cien cuadras de veredas. Otras comisiones obtuvieron logros más modestos, y el rápido crecimiento de la ciudad anularía parcialmente estos logros en años posteriores.[40]

En cuanto a los saladeros de carne, localizados todos sobre la margen derecha del Riachuelo, se convirtieron en el chivo expiatorio de las muertes por el vómito negro: una ley sancionada el 6 de septiembre de 1871 prohibió sus actividades en la ciudad, prohibición que se extendió a las graserías.[62]

Al año siguiente el médico Eduardo Wilde fue comisionado a Montevideo para firmar un convenio sanitario con el Uruguay, Brasil y Paraguay destinado a prevenir la difusión de enfermedades por vía marítima o fluvial.[28]

En 1884, temiendo la aparición de un nuevo brote, los doctores José María Ramos Mejía, director de la asistencia pública, y José Penna, director de la Casa de Aislamiento (actual Hospital Muñiz), se decidieron por cremar el cuerpo de un tal Pedro Doime, que había sido afectado de fiebre amarilla. Esta se convirtió en la primera cremación realizada en Buenos Aires.[63]

Con posterioridad a la gran epidemia de 1871 se registraron en Buenos Aires casos aislados de fiebre amarilla, hasta principios del siglo XX. En el resto del país también hubo registros de infecciones que no revistieron mayor gravedad. No se registró caso alguno en territorio argentino entre 1966 y 2008, fecha en que fueron detectados diez casos en la Provincia de Misiones; por lo que los médicos infectólogos suelen considerar a la enfermedad como erradicada pero susceptible de volver a ingresar, especialmente en el norte del país.[64]

Juan Manuel Blanes, pintor uruguayo que vivió en Buenos Aires, pintó un óleo sobre tela (actualmente en Montevideo) llamado "Episodio de la Fiebre Amarilla", que se reproduce en este artículo, inspirado en un hecho acontecido durante la tragedia, probablemente el 17 de marzo de 1871, en la calle Balcarce. En él se observa a una mujer —Ana Bristani— muerta por la fiebre y caída sobre el piso de un conventillo. Su hijo, un bebé de pocos meses, busca el seno de su madre; a la derecha, sobre un lecho, se encuentra el cadáver del padre. La puerta del cuarto está abierta y en su entrada se observa al abogado Roque Pérez (en el centro) y al doctor Manuel Argerich (a su derecha), ambos miembros de la comisión popular y muertos en las semanas siguientes, víctimas también de la fiebre. Este célebre cuadro se convirtió en un emotivo homenaje a quienes dieron su vida intentando salvar la de los demás, aunque no refleja exactamente el hecho histórico: el cuerpo sin vida de la mujer fue hallado por un vigilante de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, y el niño fue trasladado a la comisaría, mientras que su padre no pudo ser hallado.[65][nota 9]

Guillermo Enrique Hudson, naturalista y escritor nacido en Argentina, escribió en 1888 un cuento llamado "Ralph Herne", que transcurre durante la epidemia de 1871. En él realizó la siguiente descripción:

El Monumento a los caídos de la fiebre amarilla erigido en 1899, es el único monumento que existe hoy en la ciudad en memoria de la peor tragedia —por la cantidad de muertos en comparación con el total de la población— que haya sufrido Buenos Aires. Se encuentra situado en el lugar que ocupara el edificio de la administración del Cementerio del Sur (actual parque Ameghino), frente al hospital de infecciosas Francisco Javier Muñiz.[nota 10]​ En medio de este parque, el monumento ostenta una inscripción central:[67]

En 1982 se estrenó la película Fiebre amarilla, de género histórico dramático, dirigida por Javier Torre.



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