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Generación de 1914



Generación de 1914 (o Generación del 14, o Novecentismo) es una etiqueta historiográfica que designa a un grupo generacional de escritores españoles intermedio entre las generaciones de 1898 y de 1927. El término fue acuñado por Lorenzo Luzuriaga, pedagogo y miembro de la Liga de Educación Política, en un artículo de 1947 donde reseña las Obras Completas de José Ortega y Gasset. Eligió ese año por ser en el que apareció el primer libro importante de Ortega (Meditaciones del Quijote) quien, también en el mismo año, se confirmó como un intelectual con gran presencia pública gracias a su conferencia sobre Vieja y nueva política.[1]​ El indiscutible prestigio del filósofo hace que se la denomine también generación de Ortega.

A ella pertenecerían los nacidos en torno a 1880 y que comenzaron su actividad literaria ya en el siglo XX, alcanzando su madurez en los años próximos a 1914. Entre ellos se cuentan, además de Ortega, Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Gustavo Pittaluga, Manuel Azaña y Gregorio Marañón;[2]​ y desde planteamientos estéticos distintos, pero en ciertos puntos comparables, el poeta Juan Ramón Jiménez y el inclasificable vanguardista Ramón Gómez de la Serna. También se les conoce como novecentistas o generación del novecientos, por su coincidencia con el movimiento que Eugeni d'Ors, desde Cataluña, definió como noucentisme. Es característico en la mayor parte de ellos la elección del ensayo y del artículo periodístico como vehículo esencial de expresión y comunicación.

El acontecimiento más relevante de 1914, el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), fue especialmente significativo para esta generación, a pesar de no marcarla de manera tan decisiva como a las equivalentes de los países que sí intervinieron militarmente y que no suelen designarse como generación de 1914, sino con otros términos —como lost generation,[3]generation du feu[4]​—. La neutralidad de España en este conflicto trajo consecuencias sociales, políticas y económicas (crisis de 1917) y en el plano intelectual desencadenó la división entre los partidarios de las potencias centrales (germanófilos) y los de sus enemigos (francófilos y anglófilos). Este debate vino a prolongar la anterior polémica entre españolizar Europa o europeizar España mantenida especialmente por Unamuno y Ortega y que se conoce por el lema unamuniano ¡Que inventen ellos!; y la existente entre el regeneracionismo y el casticismo, de raíces aún más antiguas.

En gran medida son comunes a las del grupo noucentista (véase Novecentismo#Características).

Forman parte de la generación de 1914 los filósofos José Ortega y Gasset y Manuel García Morente; ensayistas como Eugenio d'Ors, Manuel Azaña, Gregorio Marañón, Gustavo Pittaluga, Salvador de Madariaga, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Rafael Cansinos Assens, Federico de Onís, Ricardo Gutiérrez Abascal, Ángel Sánchez Rivero, Lorenzo Luzuriaga, Corpus Barga, Fernando Vela y Pablo de Azcárate; el periodista Luis Araquistáin; los novelistas Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Benjamín Jarnés, Wenceslao Fernández Flórez y Félix Urabayen; los dramaturgos Gregorio Martínez Sierra y Jacinto Grau; los poetas Juan Ramón Jiménez y Josep Carner; el poeta, además de ensayista, Ramón de Basterra, el educador, ensayista y secretario de la Junta para Ampliación de Estudios José Castillejo, que becó a toda una generación de científicos para estudiar en el extranjero o el polifacético Ramón Gómez de la Serna.

Hay una notable presencia de mujeres en la generación, que contó con las primeras que pudieron tener una formación universitaria, como María Goyri (ensombrecida por la figura de su marido, Ramón Menéndez Pidal), Zenobia Camprubí (con un destino semejante, junto a su compañero Juan Ramón), la pedagoga María de Maeztu o las feministas paradójicamente enfrentadas Clara Campoamor y Victoria Kent. Otras destacarían entre los discípulos de Ortega, especialmente María Zambrano; aunque el propio Ortega, con una expresión muy significativa, atribuía a una mujer de una generación anterior, Matilde Padrón, la condición de ser la mujer más inteligente que había conocido.[8]

La integración de muchos autores en una u otra generación no es muy evidente. Algunos, como José Bergamín, están más cercanos generacionalmente al 27 pero a veces se clasifican dentro de la generación de los ensayistas; mientras que otros, como León Felipe, aun estando cercanos en edad al grupo del 14, a veces se clasifican dentro de la generación de los poetas.

Mientras que el noucentisme, tal como lo definió D'Ors, tiene una explícita manifestación en las artes plásticas (el denominado mediterraneísmo); la generación del 14 no define a un grupo de artistas con una identidad concreta, más allá de un genérico vanguardismo o un cierto eclecticismo, manifestado en la exposición fundacional en el movimiento vanguardista en España: la de la Sociedad de Artistas Ibéricos en 1925.[9]​ Aunque por edad correspondería incluir en esta generación a Pablo Ruiz Picasso (nacido en 1881), su trayectoria artística supera con mucho cualquier encuadramiento. El panorama artístico de las dos primeras décadas del siglo estuvo presidido por pintores procedentes del siglo anterior (Ramón Casas, Anglada Camarasa, Sorolla y Zuloaga); coetáneos de los literatos del 14 fueron los pintores Juan Gris, Daniel Vázquez Díaz y José Gutiérrez Solana (unos años mayores, menos vanguardistas, pero de mucho más éxito en la época, Julio Romero de Torres y Josep Maria Sert), así como los escultores Josep Clarà, Julio González y Pablo Gargallo. Artistas de mayor proyección pertenecerán a la siguiente generación, ya influida por el surrealismo (Dalí, Miró).

Nuestras fundaciones han sido también el producto de la unión de tres generaciones: la propia generación de Marañón y Ortega, representada en nuestro primer patronato por Victoria Ocampo; la generación que sobrevivió a una guerra cruel y fratricida y a una posguerra miserable y vengativa, conservando la tradición liberal anterior, representada por Soledad Ortega Spottorno y Carmen Marañón Moya; y la generación de una España transformada por el desarrollo económico, el cambio social y la apertura cultural y académica al mundo occidental, a la que nosotros dos pertenecemos. (...)

El pensamiento ordenado nace de -y sobrevive por- la libertad de palabra. En este sentido, quizá no sea casual que el derecho de todos a intervenir, parrhésia, que es el término que utiliza Herodoto para caracterizar el régimen político ateniense, precediera y estuviera en el origen de la democracia. Pero la pareja socrática del hablar no es solo oír; se requiere "escuchar": es la "consonancia" que exige la democracia. Gobernarse sobre el consentimiento mutuo -ya lo observó Locke en el Segundo Tratado- implica diálogo, de tal suerte que la democracia liberal es "discursiva" porque tiene una "base deliberativa".

Somos conscientes de haber vivido una época de excepcional ventura en España. En todos los órdenes. Pero, de unos pocos años a esta parte, las cosas han tomado un rumbo preocupante. Otra vez nos amenaza el pensamiento desordenado que se expresa en un tono y un fondo de crispación. Una forma de pensar, en fin, que además constituye un agravante de la crisis económica que padecemos, en cuanto que puede dificultar su salida. Nuestra fundación no es ni debiera convertirse nunca en un lugar politizado, y menos aún partidista. Quizá por eso mismo, porque caben todos, pueda, en cambio, configurarse como un espacio modesto donde, unos y otros, puedan reunirse con comodidad para conversar razonablemente y debatir, con espíritu liberal, sobre las cuestiones que nos afectan e incluso buscar puntos de encuentro sobre los que poder construir consensos convenientes. En la medida en que la democracia consiste en un acuerdo de reglas fijas para resultados inciertos, es desde luego competencia en libertad. Pero también concierto y acuerdo. La amistad cívica, koinonia, que decían los antiguos, está en el cimiento de la ciudad clásica y es un activo democrático que debemos preservar.



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