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Inscripción



La epigrafía (del idioma griego επιγραφή: escrito sobre) es una ciencia autónoma y a la vez auxiliar de la Historia, cuyo objetivo es el estudio completo de inscripciones, tanto en su estructura, soporte, materia, como su forma como en su contenido escrito, pero también la función que desempeña tal evidencia.[1]

La finalidad de la Epigrafía abarca no solo el desciframiento, lectura e interpretación de las inscripciones, con el fin de obtener la mayor cantidad posible de información de las mismas, sino también el estudio de los materiales y soportes (piedra, metal, madera, hueso, cerámica, entre otros) sobre los que se ha escrito, y cómo se ha escrito, así como la finalidad, la función para la cual se concibió y se destinó tal elemento.

Según las convenciones internacionales (especialmente para la Unesco), la existencia de epigrafía propia es el marcador que indica el paso de una cultura de prehistórica a histórica, especialmente cuando entre sus inscripciones cuenta con anales y crónicas.

La Epigrafía se relaciona de forma directa con ciencias como la Historia Antigua, la Arqueología, la Filología y la Paleografía y, complementariamente, con otras como la Numismática, la Historia de las Religiones o el Derecho Romano. Aunque también estudia las leyendas presentes en las monedas, el estudio especializado de las inscripciones que aparecen sobre estas es propio de la numismática.

El primer material escrito que se documenta con seguridad es el signario cuneiforme, dentro de la cultura sumeria, hacia 3.800 a. C.

La epigrafía se especializa según su época histórica y también según la cultura que la produce, aunque históricamente las más desarrolladas son la cuneiforme, la egipcia, la griega y la romana.

Puede dividirse en secciones diferentes en virtud del contenido u objeto de las inscripciones. Hay siete grupos o tipos principales, a partir sobre todo de la sistematización hecha para la epigrafía romana:

Desde la toba volcánica que era preferentemente empleada en las inscripciones más antiguas (hasta el 121 a. C.) dado que se utilizaba más bien la caliza para las inscripciones. Cuando se pasó a la técnica de la incisión, se hizo necesario un soporte más fuerte y liso como el travertino y luego el mármol de Carrara.

Está documentada la existencia de talleres de lápidas y escultores en Roma, Pompeya y Ostia pues se han encontrado obras a medio hacer, preparadas para ser «personalizadas» al momento del encargo. Lo mismo se diga para inscripciones preparadas sin datos de manera que fueran completados tras la compra.

Dos empleos:

El efecto de claroscuro propio de algunos epígrafes antiguos se produce por la punta triangular del cincel.

Hay también indicaciones de la coloración que se introducía sobre todo en aquellas incisiones menos profundas. Normalmente rojo aunque también oro o azul. Sin embargo, resulta difícil su estudio debido a que por la naturaleza misma del pigmento empleado se ha perdido. Tenemos el testimonio de este uso incluso en fuentes del tiempo como Plinio el Viejo.[3]

España es un lugar especialmente rico en inscripciones celtibéricas, ibéricas, griegas, romanas, visigodas y árabes. Destacaron en su estudio, durante el siglo XIX, Juan Catalina, Aureliano Fernández-Guerra, Fidel Fita, José Amador de los Ríos, Eduardo Saavedra y el gran compilador alemán Emil Hübner,[4]​ autor del Corpus Inscriptionum Latinarum (1869-1892), entre otras obras. En el siglo XX, entre los ya fallecidos, Manuel Gómez-Moreno, Antonio García y Bellido o Joaquín María de Navascués.



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