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Instituto de Ciencias de la Educación



El Instituto de Ciencias de la Educación (ICE) es un organismo universitario creado por la Ley General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa [14/1970, de 4 de agosto] para implicar a las distintas universidades españolas en la fundamentación y dinamización de la Reforma Educativa. De forma especial, se le dio el encargo de la «formación docente de los universitarios que se incorporen a la enseñanza en todos los niveles, del perfeccionamiento del profesorado en ejercicio y de aquellos que ocupen cargos directivos, así como de realizar y promover investigaciones educativas y prestar servicios de asesoramiento técnico a la propia Universidad a que pertenezcan y a otros Centros del sistema educativo».[1]

En el tardofranquismo, a través el Libro Blanco, José Luis Villar Palasí, ministro español de Educación desde 1969, dotó a las distintas universidades españolas de competencia para formar parte de la Reforma, como fue supervisar la formación docente inicial y permanente del profesorado de Preescolar y de Enseñanza General Básica (primaria), y de impartir la formación docente inicial (Certificado de Aptitud Pedagógica —CAP—) del profesorado de Formación Profesional, Bachillerato, Escuelas Universitarias y Universidad, junto con la innovación, investigación y evaluación educativa de todos los niveles educativos.

Mientras que, a nivel estatal, fue creado el CENIDE (Centro Nacional de Investigación para el Desarrollo de la Educación), posteriormente INCIE (Instituto Nacional de Ciencias de la Educación) para la coordinación de los ICE, sin que estos perdieran su autonomía. A su vez, contaba con funciones propias de investigación educativa y de perfeccionamiento del profesorado a nivel estatal. Todo ello fue una experiencia propiciada por la Unesco en 1970.[1]

El papel y funciones de los ICE fueron variando con los cambios políticos tras la caída del régimen franquista, la retirada de dotaciones económicas y las modificaciones legislativas (aparición, por ejemplo, de una nueva ley de educación: LOGSE), haciendo que cada universidad reconfigurara su propio ICE, incluso, en algunas universidades, desapareciera.

Son varios los sociólogos e historiadores que apuntan como crítica la situación que atravesaba la España de 1970 (véase Historia de la educación en España), considerando el proceso que tomaba el régimen de Franco y la evolución del país a nivel social, político y educativo,[2][3]​ y que señalan la necesidad de una ley que dotara al país de un sistema educativo más justo, más eficaz y más en consonancia con las necesidades del momento. El Libro Blanco, previo a la Reforma, y más concretamente la propia introducción de la Ley General de Educación (LGE)[1]​ remarcaba la necesidad social y educativa de una nueva ley para «proporcionar oportunidades educativas a la totalidad de la población», así como «atender a la preparación especializada del gran número y diversidad de profesionales que requiere la sociedad moderna».

En este sentido, el texto introductorio de la nueva ley justifica su implantación en motivos como «el progreso científico y técnico, la necesidad de capacitar al individuo para afrontar con eficacia las nuevas situaciones que le deparará el ritmo acelerado del mundo contemporáneo y la urgencia de contribuir a la edificación de una sociedad más justa». Para comprender este cambio, el texto de la nueva Ley lo contrasta con el esquema de la más que centenaria Ley Moyano (1857), trazada en una época que reflejaba: «Un estilo clasista, opuesto a la aspiración hoy generalizada de democratizar la enseñanza. Se trataba de atender a las necesidades de una sociedad diferente de la actual: una España de quince millones de habitantes con el setenta y cinco por ciento de analfabetos, dos millones y medio de jornaleros del campo y doscientos sesenta mil "pobres de solemnidad", con una estructura socioeconómica preindustrial en la que apenas apuntaban algunos intentos aislados de industrialización. Era un sistema educativo para una sociedad estática».

Aclaradas las condiciones, el texto concluye así:

El texto de la Ley hace un análisis comparativo con el lejano pasado, pero, lógicamente, no incide en la situación socio-política del momento, tal como Manuel Garrido Palacios,[3]​ la presenta:

Todo esto justifica que, en 1969, se elaborara el Libro Blanco, previo a la Reforma Educativa de 1970. «Este Libro suponía someter a crítica la estructura educativa existente; esta fórmula de trabajo era inédita en nuestra historia», según Vega Gil, profesor de la Universidad de Salamanca.[4]​ Para quien, la Ley y, en concreto, el Libro Blanco, estaban influidos por estas circunstancias, incluyendo las revueltas estudiantiles universitarias:

La situación universitaria era lo más llamativo, pero, además había un clima crítico general:

La crítica al sistema educativo se puede resumir en los siguientes datos: de cada 100 alumnos que iniciaron la enseñanza primaria en 1951, llegaron a ingresar 27 en enseñanza media; aprobaron la reválida en bachillerato elemental 18, y 10 en el bachillerato superior; aprobaron el preuniversitario 5 y culminaron estudios universitarios 3 alumnos en 1967, según se especifica en el propio libro blanco. [...]

La Ley General de Educación (LGE), de 1970, estuvo vigente de forma parcial hasta 1990. Abarcaba todo el sistema educativo, desde la formación infantil hasta la universidad y que venía a sustituir a la ley Moyano, con más de un siglo de existencia. Estableció la enseñanza obligatoria hasta los 14 años con la EGB, la Educación General Básica, estructurada en dos etapas. Tras esta primera fase de ocho cursos, el alumno accedía al BUP, Bachillerato Unificado Polivalente, o a la entonces creada FP, Formación Profesional. los alumnos debían escoger entre dos opciones, ciencias y letras, eligiendo tres de las cuatro asignaturas que se ofertaban en cada opción, que complementaban a las asignaturas obligatorias, comunes para ambas ramas. «Fue también la ley que logró la plena escolarización de los españoles y la que elevó desde 200.000 hasta un millón los estudiantes de la universidad».[5]

Esta reforma requería, a su vez, la propia “reforma” del profesorado, por ello, la ley,[1]​ en su introducción explica, con un enfoque “abierto, flexible y descentralizado”, diferente al pensamiento franquista dominante, el intento de la ley por huir de todo “uniformismo”, manifestándose así:

Para el logro de los objetivos, se requiere la creación de los ICE:

La creación en España del Instituto de Ciencias de la Educación siguió la tradición anglosajona del UCL Institute of Education de la Universidad de Londres.[6]​ El profesor José Luis González-Simancas fue el promotor de las actividades de formación de profesores de secundaria y de los estudios de investigación pedagógica llevadas a cabo en la Universidad de Navarra, desde 1965. Esta actividad de formación estaba inspirada en su experiencia e investigación en el Instituto de Educación de Londres, sobre el asesoramiento académico de alumnos universitarios en Institutos de Educación de universidades británicas y sobre el asesoramiento de escolares de último curso en colegios de aquel país..[7]​ Esta iniciativa sirvió de referencia para que la Ley General de Educación, en 1970, creara los Institutos de Ciencias de la Educación en las universidades españolas.[7]

Entre las principales propiedades y competencias que la Ley General de Educación (LGE) atribuye a los ICE,[8]​ están:

A partir de 1970 se fueron creando los ICE de las respectivas universidades españolas de acuerdo con Ley General de Educación (LGE), destacando, entre sus actividades:

Los ICE, al ser instrumentos de la Reforma Educativa (LGE) de 1970, han sido objeto de críticas positivas y negativas, como lo ha sido la propia Reforma o el sistema político en que se crearon. Lo han sido en cuanto a su origen, su identidad, su eficacia o sus respuestas a las demandas ideológicas y socioculturales del momento histórico, tal como se aprecia en adelante, en los sucesivos pareceres, que, de alguna forma, traslucen, a través del debate del ICE, toda la problemática de la formación del profesorado en España, incluso, de la educación.

Desde una perspectiva histórica, la acción de los ICE supuso una auténtica impronta en el panorama educativo, a pesar de las dificultades que se suponen a una nueva institución.[12]​ Así, Francisco González García, rector de la Universidad de Sevilla y presidente de la Conferencia de Rectores, en 1979, resaltaba que la idea y el espíritu innovador de cambio y de reforma seguían plenamente vigentes en los ICE:[20]

También aparecieron opiniones críticas que hicieron un balance con un saldo no tan positivo, que Leoncio Vega Gil, profesor de la Universidad de Salamanca, achaca a «encomendar el perfeccionamiento del profesorado a los Institutos de Ciencias de la Educación, ubicados en las Universidades».[4]​ Para Leoncio Vega Gil, el ICE, junto con la propuesta de establecer “carreras cortas”, fueron las dos innovaciones más valoradas, dentro de lo que la Ley General de Educación proponía en el ámbito universitario, pero, según él, las dos prácticamente fracasaron: «Por un lado, la posibilidad de promover 'profesiones cortas' a través del primer ciclo universitario, que no llegaría a regularse por la resistencia de las Universidades. La otra, encomendar el perfeccionamiento del profesorado a los Institutos de Ciencias de la Educación, ubicados en las Universidades, no pareciendo que, salvo excepciones, haya arrojado un saldo positivo».[4]

Esta razón de competencia universitaria y no gestionada por el propio profesorado no universitario será uno de los motivos que provoque el debate y la modificación de los ICE. Los otros son: en el orden político, haber sido creados en el periodo franquista; y en orden ideológico, tener un planteamiento excesivamente tecnológico y menos, reflexivo. Todo ello generó, como a continuación se expone, una serie de hechos que fueron laminando las funciones o existencia de los ICE:

Ya, desde 1978, aparece un planteamiento crítico al ICE por parte de Pilar Pérez Más, Subdirectora General de Perfeccionamiento del Profesorado, en disconformidad con su carácter universitario. En su declaración, valoraba a los ICE como «focos importantes de Perfeccionamiento» a través de la impartición de multitud de cursos presenciales en los que «un profesor imparte… ‘enseñanza’ y un alumno… escucha»”. Aquí alude a la metodología de enseñanza “frontal” o tipo “conferencia, tan típica y tradicional de la enseñanza universitaria. Esto le da pie a remarcar la imperiosa necesidad de «romper esa dinámica», «promoviendo –sin dejar totalmente de lado las aportaciones puntuales de los expertos– otro tipo de actividades basadas en las necesidades exteriorizadas por los profesores de cada centro, apuntando, con ello, a otro tipo de organismo no propiamente universitario y más cercano al profesorado y a los centros escolares».[21]

El 15 de octubre de 1980 fue suprimido el INCIE (antiguo CENIDE), encargado de la coordinación e investigación de los ICE, que tenía una función estratégica en la educación, con las explicaciones oficiales de que la supresión se debía a la reducción del gasto público, cosa que no convenció a sus dirigentes, pues se mostraban escépticos así: «...Y que se cierre precisamente cuando se habla de la necesidad de obtener una enseñanza de calidad, misión que este organismo podía desarrollar mejor que ningún otro».[22]

El catedrático de psicología, entonces de la Universidad Autónoma de Madrid, Juan Delval, encargado de elaborar alternativas a la formación del profesorado (1982), dentro del Gabinete del Ministro de Educación, José María Maravall, chocaba con la apreciación de Pilar Pérez. Por lo que recuerda que, a los poderosos sindicatos, no les gustaba que la formación del profesorado estuviera fuera de su control y, asociada a ellos, Pilar Pérez Más pretendía que los CEP (Centro de Profesores)«estuvieran gestionados por profesorado no universitario y que se suprimiesen los ICE, lo que en buena medida consiguió».[23]

También, Miguel A. Pereyra, antiguo directivo del ICE de la Universidad de La Laguna y redactor del Borrador del Proyecto de Centro de Profesores (CEP), se mostró, desde el Ministerio de Educación, a favor de sustituir el ICE por los llamados “Centros de Profesores” (Teachers’ Centres),[24]​ que había conocido en su versión británica, norteamericana y de otros países.[25]​ Por esta razón señala que el ICE, de modo coherente con la filosofía de la LGE, impuso un modelo vertical de perfeccionamiento, estimulando, a su juicio, «un desmedido cursillismo, en los primeros años, concentrado en la aclimatación del diseño tecnológico de enseñanza».[25]

En un tono similar, remarcando el enfoque ideológico, se expresa Sara Morgensternn (1994), otra experta, colaboradora de Pereyra, partidaria de la eliminación del ICE: «Los ICE fueron los principales loci intelectuales para la difusión de una "racionalidad instrumental", una ideología reforzada en una situación de dictadura, donde los objetivos educativos se hallaban marginados de toda discusión, y el control burocrático sustituía al verdadero debate político. Queda por dilucidar hasta qué punto se trasladó luego esta ideología a la práctica en vivo».[25]

Así mismo, la introducción del citado Borrador del proyecto de CEP, tomando como referencia explícita los Teachers’ Centres, pone de relieve el perfeccionamiento del profesorado alrededor de un nuevo modelo: «que sustituya al actualmente vigente de los ICE, y que favorezca la participación activa de los enseñantes y de la comunidad en su mejoramiento recíproco».[25]

Para realzar el potencial de los CEP, el Borrador devalúa a los ICE, según Alberto Luís Gómez y Jesús Romero Morante ,[25]​ quienes señalan que el citado Proyecto de Centro de Profesores (CEP) presenta a los CEP como una institución de acreditado éxito en el extranjero y cuya implantación se justificaría a partir de demandas de los Movimientos de Renovación Pedagógica (MRP), pues los ICE son «estructuras que difícilmente podrán acoger la participación del profesorado no-universitario” (p. 49 del Proyecto) en el contexto de una nueva política de perfeccionamiento, orientada por una idea básica: «convertir al profesor en agente de su propio desarrollo y perfeccionamiento» (p. 44).

Los nuevos planteamientos se hicieron efectivos. El 14 de noviembre de 1984, se reguló la creación y el funcionamiento de los Centros de Profesores (CEP),[26]​ debilitando claramente las funciones de los ICE.

Este debilitamiento fue aún más agudo al promulgarse la LOGSE (Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo) (BOE de 4 de octubre de 1990),[27]​que promovía que, «periódicamente, el profesorado deberá realizar actividades de actualización científica, didáctica y profesional en los centros docentes, en instituciones formativas específicas, en las universidades», sin mencionar ya a los ICE.

Otra novedad fue la creación de las Facultades de Educación en diversas universidades, pues hasta entonces era Secciones dentro de Filosofía y Letras. Así, adquieren mayor protagonismo, integrándose, en muchos casos, la Sección de Ciencias de la Educación, las Escuelas Universitarias de Formación del Profesorado (antiguas Escuelas Normales o de Magisterios) y los ICE, por ejemplo, es lo que ocurre en la Universidad Complutense.[28][nota 2]

Son dos versiones que ofrece el libro “Las reformas educativas a debate” de Julia Varela.[23]​ Una es muy negativa y excesivamente genérica, defendida por los expertos en educación, J. Gimeno y Jurjo Torres, mostrando la peor imagen de los ICE con respecto a la de los CEP, en conjunción con las reticencias de los Movimientos de Renovación Pedagógica (MRP)[29]​ ante estas nuevas instituciones. La otra, más matizada, es expuesta por Juan Delval, quien defendía la coexistencia de los CEP con los ICE, ya que estas últimas instituciones «tenían la ventaja de que reunían a profesionales de todos los niveles educativos, y algunos de ellos funcionaban bastante bien, aunque otros funcionaran muy mal»”.[23]

En una línea favorable a los ICE y crítica con los CEP, se encuentra, J. García Álvarez, quien manifiesta claramente su postura con el título de su publicación, en 1986: ¿Son necesarios los centros de profesores?[30]​ Nueve años después de la regulación de los CEP, y tras un cierto recorrido en su funcionamiento, J. García Álvarez publicaba el libro La formación permanente del profesorado: más allá de la reforma, dividiéndola en tres grandes épocas: la anterior a la implantación de los ICE (1957-1969), la que va desde su creación hasta la aparición de los CEP (1969-1984) y la que corresponde a la primera época del funcionamiento de los CEP. En relación con los CEP, señala que estos quisieron dar respuesta a dos tipos de necesidades de los profesores: las necesidades sentidas o deseadas por ellos mismos y las necesidades objetivas (analizadas exteriormente), pero no las han conseguido, pues se han configurado con el mismo carácter “administrativo” que se le achacaba a los ICE. Dice que los CEP no habían logrado, del todo, convertirse en «instituciones en las que el profesor controlara su propia formación continua», puesto que la administración educativa seguía teniendo mucho poder en la toma de decisiones, así como la escasísima conexión de estos centros con la universidad.[31]

El debate sobre los ICE ha cesado, y de existir, pertenece al ámbito interno universitario, mientras siempre será un debate permanente la formación del profesorado, puesto que es pieza esencial en el avance educativo,[32]​sobre todo, porque va implícita a los continuos cambios del sistema educativo español, objeto de crítica social: "35 años y siete leyes escolares"[33]

Al cambiar, por lo tanto, las leyes educativas, reducirse o desaparecer la financiación, así como aparecer nuevas instituciones en la formación del profesorado (CEP), la consecuencia ha sido que los ICE han ido tomando un rumbo peculiar según las diferentes universidades, extinguiéndose en algunas de ellas y, en la mayoría, se han convertido en un servicio de formación y apoyo al profesorado universitario y, en menor medida, al alumnado o al Personal de Administración y Servicios (PAS). Esta alteración, sin embargo, produjo una especial reacción en el parlamento de Cataluña:[34]

Mientras tanto, los ICE de la mayoría de las universidades españolas se han mantenido, aunque dedicándose, especialmente, a la formación y apoyo del personal universitario, tal como se puede consultar en el siguiente listado.[35]​ Esto no quita para que, en este proceso evolutivo y adaptativo, cada ICE haya reconfigurado un perfil propio. A título de ilustración, se muestra lo más distintivo del ICE de algunas universidades:



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