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Jornalero



Un jornalero, temporero, peón o bracero es una persona que trabaja a cambio de un jornal o pago por día de trabajo,[1]​ aunque con carácter extensivo se aplica a los trabajadores agrícolas que no tienen posesión de tierras y que trabajan solo como contratados temporales o interinos en faenas agrícolas. No hay que confundirlos con los trabajadores de artes mecánicas o manuales, llamados artesanos o menestrales.

La figura del jornalero está profundamente vinculada a los grandes latifundios del sur de España, y especialmente de Andalucía. En algunas comarcas andaluzas, a los jornaleros de la temporada de siembra o gañanía,[2]​ se les denomina gañanes.

Aunque en la Edad Media existían ya en Castilla campesinos que labraban tierras de señorío por jornal, esto era una excepción dentro del sistema generalizado de colonato o pechería.[3]​ Sería a partir de 1500, al producirse una concentración de propiedades por la aristocracia nobiliaria y la Iglesia, unida a la adquisición de fincas por la alta burguesía urbana y los propietarios rurales, acaparando paralelamente cargos municipales y exenciones fiscales, cuando un gran número de colonos vieron degradada su condición, empobreciéndose y quedando desplazados incluso del uso de los bienes comunales.[4]​ Los colonos que no podían hacer frente a sus impuestos, se convertían en jornaleros.

Desde un punto de vista social y marxista, los jornaleros de la antigüedad no podían mejorar su condición ni progresar en la escala social, ya que su única propiedad era la fuerza de trabajo, que alquilaban en las épocas de las faenas agrícolas estacionales (siega, vendimia, recogida de aceituna...) a cambio de un jornal que solo les servía para saldar las deudas contraídas anteriormente en los periodos de inactividad agrícola, por lo que les era imposible acumular capital. Vivían siempre endeudados y esto les producía una alienación que les impedía romper este círculo vicioso, sobre todo si debían mantener hijos, esposa, enfermos o abuelos; y si se producían periodos de epidemias, guerras, carestía y hambre, se producían entonces los llamados motines de subsistencia prerrevolucionarios. Por entonces no contaban con sindicación, prestaciones médicas, subsidios de paro ni seguridad social o pensión, y eso también provocaba entre ellos una escasa esperanza de vida y mortalidad. Con frecuencia, además, tenían que emigrar a otras tierras en busca de trabajo, lo que les generaba más gasto. Si el jornalero era consciente de su situación y quería cambiarla se convertía en un obrero agrícola del proletariado; en el caso contrario, pertenecía al lumpemproletariado.

El número de jornaleros variaba mucho de unas zonas a otras pero, ya desde muy pronto, Castilla la Nueva y la Baja Andalucía tenían una gran concentración de ellos. Su trabajo estaba regulado por ordenanzas municipales, controladas por la oligarquía de propietarios, que aseguraban mediante la escasa remuneración de los jornaleros una mano de obra cercana, endeudada (con frecuencia por el mismo patronaje) y barata, así como un control rígido de los intentos de encarecimiento de los productos.[5]​ En el siglo XVIII la situación en Andalucía y Extremadura era insostenible, pues la continuada concentración de la tierra había generado enormes latifundios, cultivados por una plebe miserable que, contratados por temporada durante el buen tiempo, quedaban sin trabajo todo el invierno.[6]​ El gobierno de Carlos III, consciente del problema, intentó favorecer los arriendos a largo plazo, aunque fracasó en buena medida por la oposición de los grandes propietarios, que temían que ello supusiese una elevación de los precios de la mano de obra agrícola.[7]

La estructura de la tierra apenas varió hasta bien entrado el siglo XX, con una explotación muy pobre. De hecho, autores como Pascual Carrión, indican que, a comienzos de este siglo, en Andalucía, "el 60% de nuestro suelo no se cultiva, el 40% de las tierras cultivadas se explotan deficientemente, y el 79% de las incultas aprovechables, carecen de arbolado. Mientras tanto una gran parte de la población no encuentra trabajo y tiene que vivir miserablemente o emigrar".[8]​ Solamente avanzados los años 1950, se producirá una crisis de la sociedad agraria tradicional, consecuencia del fuerte éxodo migratorio y de la elevación de los salarios como consecuencia del descenso de población activa agrícola.[9]​ Algunos autores cifran entre 1,4 y 1,8 millones el número de andaluces emigrados fuera de la región entre 1950 y 1970,[10]​ y en 500.000 los jornaleros que aun permanecían en el campo andaluz en esa fecha.[11]

A partir del primer tercio del siglo XIX, la persistencia en la situación de los jornaleros andaluces, que en algunas pueblos de la campiña suponían una amplia mayoría de la población, impulsó el desarrollo de movimientos sociales y políticos. Con anterioridad, se habían producido episodios de insurrección agraria, como el llamado Motín del hambre de Córdoba (1652), aunque nunca encuadrados en ideologías de reivindicación de la tierra.[12]​ Sería tras la introducción del socialismo y, sobre todo, del anarquismo, cuando se sistematiza la lucha jornalera. Así, algunos autores entienden que, precisamente, el anarquismo andaluz fue una respuesta racional, y no milenarista, a una configuración social específica.[13]

En 1861 hubo ya insurreciones de influencia socialista, como la de los campos de Loja e Iznájar, que según algunos autores llegó a concentrar un ejército sublevado de casi 10.000 jornaleros, armados.[14]​ Movimientos anarquistas, se dieron también desde época similar, como la huelga de Jerez de 1873, para reclamar la abolición del trabajo a destajo y el restablecimiento del jornal por día para los trabajadores agrícolas.[15]​ En los pueblos donde la mayoría de la población eran jornaleros (Alcalá del Valle, Benaocaz, Grazalema, los pueblos de la campiña sevillana...), las Uniones de Obreros Agrícolas, anarquistas, llegaron a ser identificadas con la comunidad como un todo.[16]​ A comienzos del siglo XX, la conflictividad social se recrudeció en el campo andaluz, con grandes huelgas como las de Sevilla, en 1902, o la de Jerez de 1903, que se extendió por toda la Baja Andalucía, o la de 1914, también en Sevilla, que afectó a miles de trabajadores. A partir de 1918, la conflictividad agraria se dispara: ese mismo año, 23.000 huelguistas en Córdoba, en más de 21 huelgas diferentes, y otros conflictos de menor envergadura en Mancha Real, Cambil y, en general, toda la campiña alta del Guadalquivir, hasta el punto de que las autoridades llegaron a ver un clima revolucionario y de reparto.[17]​ No obstante, los autores desechan que "el sueño del reparto" fuese dominante entre los jornaleros andaluces, que solían situar los conflictos en vísperas de las temporadas de recolección, con reivindicaciones concretas y precisas, relacionadas con las condiciones de trabajo.[18]

Las zonas más conflictivas, en cualquier caso, fueron Cádiz y Sevilla, básicamente porque eran las provincias con mayor porcentaje de latifundios (57,97 y 50,45% de su superficie, repectivamente),[19]​ y por tanto las que mayor número de jornaleros concentraban. Entre 1927 y 1932 se produjeron un gran número de huelgas agrarias en Andalucía, ya con activa participación de los comunistas, especialmente en el verano de 1930, seguidas masivamente en localidades como Osuna, Marchena, Antequera, Torredonjimeno, Castro del Río, Pedro Abad..., culminando con la huelga general del 20 de julio de 1931.



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